Las potencias protestantes jugaron todas sus cartas a fin de demonizar a los españoles, defensores de la catolicidad. Un ejemplo se dio en Cerdeña, cuatro siglos como parte de la Corona hispánica, cuyo buen gobierno fue difamado por intereses ideológicos.
La guerra secular contra España, baluarte del catolicismo, llevada a cabo por las potencias protestantes fue realizada con cualquier medio, también con la propaganda. En Italia, la demonización del pasado español utilizó especialmente el éxito de Los novios del católico liberal Manzoni. Pero ¿realmente el español fue un «mal gobierno», ineficaz y corrupto?
Al igual que sucedió en Nápoles, cuya capital fue sin duda la más espléndida del mundo hispánico, superior por magnificencia incluso a Madrid; Cerdeña fue, durante los cuatro siglos que fue española, un reino verdadero, no una provincia. De hecho, el título largo del monarca incluía a Cerdeña, junto a otros reinos comoNápoles, Sicilia, Castilla, Aragón, etc.
Tanto es así que el númeral junto a su nombre cambiaba según el reino considerado: Carlos V, emperador, era por consiguiente Carlos IV de Nápoles, Carlos II de Sicilia, Carlos I de España. Cada reino de la communitas hispánica conservaba su tradición jurídica y administrativa: los Fueros castellanos, el Parlamento sardo, los Sedili en Nápoles. Cada reino lo regía un virrey. Milán, que era solo un ducado, tenía un gobernador.
En lo que atañe a Cerdeña, todo acabó en 1720 con el Tratado de La Haya, que la entregó a los Saboya. El problema es que estos tuvieron que hacer desembarcar a sus representantes con la protección de una flota naval inglesa, porque los sardos estaban enfadados por haber sido desclasados como dominio.
Los Saboya tuvieron que mantener en la isla una fuerte guarnición de mercenarios. En cambio, durante los cuatro siglos españoles, los únicos soldados presentes en la isla fueron sardos.
Tanta importancia tenía Cerdeña para los Saboya que Víctor Amadeo III, en 1783, propuso al emperador austriaco José II, anticlerical y masón, un intercambio: la isla a cambio de un territorio en la zona de Milán. La propuesta fue rechazada. Los Saboya volvieron a la carga en 1860 con Napoleón III, al que le ofrecieron Cerdeña a cambio de su apoyo bélico para conquistar Venecia. Esta vez fue Inglaterra la que le dio un tirón de orejas a Cavour, un ministro del rey Víctor Manuel: ¿una importante isla mediterránea en mano de los franceses? Y Cavour se fue sin conseguir nada.
Aunque Cerdeña quedó en manos de los Saboya, reyes del Piamonte, un siglo antes de la unidad de Italia, padeció un proceso de marginación similar al de otro antiguo reino español, el de las Dos Sicilias, al que canta Povia en su enérgica denuncia de la destrucción del Sur por el Risorgimento liberal y masónico.
En 1794, una delegación de sardos fue a pedir el restablecimiento de su Parlamento. No consiguieron nada. Lo siguiente fue una revuelta que obligó a huir a los Saboya. Los cuales volvieron con todo un regimiento y, desde entonces, Cerdeña pasó a ser solo una colonia.
En 1850, la isla tenía 400 kilómetros de carretera contra los 25.000 que tenía Lombardía, sus impuestos eran el triple, se había introducido el monopolio del tabaco y la miseria y el subdesarrollo eran los descritos por Grazia Deledda en el siglo XX: «Mujeres destrozadas, chicas anémicas, niños febriles, pequeña representación de un pueblo desnutrido, abandonado a sí mismo». ¿Fatalidad? No, programa cínico: una mejoría de las condiciones de vida habría expuesto la isla a los deseos de los demás, era mejor llevarla al subdesarrollo y así poder mantenerla. Los funcionarios y los militares desplazados a Cerdeña eran los que habían sido «castigados», por consiguiente, no eran los mejores.
Una fidelidad granítica
Una comparación: en 1660, el rey Felipe IV, en ese momento con escasez pecuniaria, pidió a los sardos un retoque al alza de los impuestos, pero solo «si queréis». Y la isla (cuyas anteriores luchas internas entre los Giudicati en los que estaba dividida y las potencias que la ocupaban, Pisa y Génova, habían traído solo desgracias), no solo concedió la subida de impuestos, sino que su fidelidad durante cuatro siglos fue granítica y agradecida.
Por otro lado, desde 1327, Cerdeña no necesitó ninguna cárcel. En 1541, el emperador Carlos V, dueño de casi todo el mundo, fue a Alguer del 5 al 7 de octubre. Sin escolta, desde una ventana del palacio de la ciudad hizo caballeros a todos los ciudadanos, después cenó pan y agua. Los alguereses tapiaron esa ventana para que nadie más pudiera asomarse en ella.
De Alguer era el poeta Antonio Lo Frasso, del que Cervantes tomó prestado el nombre de Dulcinea para su Don Quijote, y al que elogió en varias ocasiones.
En 1527, a las órdenes del gobernador del Logudoro, tropas de soldados sardos arrollaron a los franceses. En 1571, en Lepanto, 400 arcabuceros del Tercio de Cerdeña lucharon en la almiranta cristiana bajo el mando de don Juan de Austria. En 1527, a las órdenes del gobernador del Logudoro, arrollaron a los franceses. Divisiones de Sassari fueron en primera fila contra los piratas bereberes y, una vez conquistada la fortaleza tunecina de La Goleta, el sardo Salvatore Aymerich estuvo al mando de la misma. En África, Lombardía y Flandes fueron muchos los sardos que ganaron en batalla la patente de nobleza. También era numerosa su presencia entre los conquistadores de las Indias.
La firme catolicidad sarda
Por no hablar de la firme catolicidad de los sardos: con dos obras, de 1656 y 1658, el caballero de Cagliari Agostino Tola, doctor en utroque iure, defendió el origen sardo de Constantino el Grande y de su madre, Santa Elena. ¿Iniciativa individual? Para nada. El 7 de marzo de 1632, el Parlamento sardo votó, de manera unánime, defender usque ad sanguinem la Inmaculada Concepción contra los detractores de un dogma que será declarado tal en 1870.
También era de Cagliari el capitán Michele Perez de Xea que en 1630 conquistó Mantua, ganando la Orden de Nuestra Señora de Montesa. En 1632, se adueñó de las islas francesas de Saint Honoré y Sainte Marguerite, que defendió valientemente durante dos años y que después tuvo que abandonar, pero con el honor de las armas, por lo que Felipe IV lo nombró vizconde. Cayó defendiendo la plaza de Fuenterrabía del asedio del príncipe de Condé.
Autor de tratados militares y políticos, impugnó a Maquiavelo, defendiendo que para el buen funcionamiento de la sociedad «el único remedio es la vida correcta del soberano, la ejemplaridad de las costumbres y el freno de las ambiciones, especialmente las que rozan la concupiscencia».
Paradójicamente, en esta pacífica isla, los únicos que peleaban entre ellos eran los clérigos. En 1640, el Papa tuvo que intervenir para acabar con la diatriba entre Sassari y Cagliari sobre el derecho al primado episcopal (que se atribuyó de manera indefectible a la segunda). El año anterior, se obligó a los pacíficos franciscanos sardos a dividirse en dos provincias, la del norte de la Virgen de las Gracias y la del sur de San Saturnino.
Y fue también un sardo quien se lamentó, incluso con Dios, cuando el Imperio español, atacado por todas partes, empezó su declive. Era Giovanni Pilo Frasso, que en 1730 escribió: «La monarquía mejor, y antaño la más noble y floreciente, es hoy el tablero de ajedrez sobre el que Tú estás jugando la suerte de las Españas. Pero Señor, si el juego tiene tanto interés y valor, ¿por qué parece que estás durmiendo?».
Jesús Caraballo
Es importantísimo, necesario e imperativo continuar esparciendo la verdad histórica sobre España. ¡Buen trabajo!
Muchas gracias.
También hoy parece que se juega la vida de España, sus despojos, en el tablero de la insensatez y la desunión. ¡Estamos «sufriendo España» en manos avariciosas de poder.
Muy interesante él artículo. GRANDE LA HISTORIA DE ESPAÑA.