Pizarro sometió al mayor imperio de América

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Se habla mucho de la conquista del imperio azteca, a manos de Hernán Cortés, gesta puesta de actualidad por los últimos exabruptos expelidos por el presidente mejicano López Obrador. Una hazaña que parece ensombrecer la realizada por el primo de Cortés, el también extremeño Francisco Pizarro, quien, sin embargo, logró someter el mayor imperio de América, el inca, siete veces mayor que el azteca, y cuatro veces más que España. Y todo ello, al frente de menos de dos centenares de hombres.

Tal hazaña tuvo lugar, en 1532, en Cajamarca, actual Perú, cuando Francisco Pizarro, al frente de tan sólo 167 soldados, 60 caballos y un poco de pólvora, se entrevista con el Inca Atahualpa. En principio, se trata de sólo eso, una entrevista, pero ambos saben que no va a ser así.

Ante el que se prevé inminente combate, la desproporción de fuerzas es tal – el ejército inca cuenta con hasta 60.000 guerreros -, que los españoles parecen abocados al exterminio, si no es que deciden inmolarse como hicieran otrora antepasados suyos en Numancia o Sagunto.

Sin embargo, el suicidio no es una opción para Pizarro, para el que sólo cabe vencer o morir. El conquistador manda armar a los caballos, encabritados con la escasa pólvora de que disponen los españoles, con campanillas en las patas, para tratar de sembrar el desconcierto entre las filas enemigas.

Entre tanto, a un comando de los soldados más aguerridos, se le encomienda la tarea de abrirse paso a espadazos, para tratar de llegarse al Inca y hacerle prisionero. Contra todo pronóstico y emulando la famosa “furia española”, logran su propósito, llevando al prisionero al campamento. Y todo ello, se consigue con tan sólo una baja española, y apenas un millar de indígenas, la mayoría fruto del caos que surgió en sus filas (en realidad, poco más de un centenar murieron por las armas españolas).

Un año después, el 15 de noviembre de 1532, un ejército español, ahora sí engrandecido con la incorporación de numerosos guerreros indios, de tribus aliadas que querían librarse del yugo al que les tenía sometido el Imperio Inca, consigue tomar su capital, Cuzco, con lo cual, queda definitivamente derrotado. Una vez consumada la victoria definitiva y, al igual que en otros lugares de la América hispánica, se emprenderá el proceso de civilización y evangelización – ésta última fruto de la extraordinaria labor de los abnegados misioneros -, que permitirá a la población nativa pasar, en apenas dos generaciones, del Neolítico en el que se encontraban inmersas (sin conocimiento de la rueda, escritura, el transporte por bestias o la ganadería, entre otros avances de la civilización occidental), al Renacimiento. Un proceso que a los europeos nos había costado realizar nada menos que siete mil años.

Jesús Caraballo

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