Bicentenario de García Moreno, mártir

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El pasado 24 de diciembre se cumplió el bicentenario del nacimiento de Gabriel García Moreno, Presidente constitucional de Ecuador, y muerto Mártir de la Fe, según reconocieron los Papas Pío IX y León XIII, por consagrar su país al Sagrado Corazón de Jesús. Precisamente la Santa Sede ha designado hace poco a Quito, como sede en 2024, con motivo del 150 Aniversario de dicha consagración, como sede del 53º Congreso Eucarístico Internacional, tomando así el relevo al celebrado el pasado mes de septiembre, en Budapest (Hungría).

Y es que el 8 de octubre de 1873, el Congreso y el Senado ecuatorianos, en sesión conjunta, determinaron que correspondía al poder legislativo «coadyuvar, en nombre de la Nación», a la decisión del Tercer Concilio Provincial Quitense de poner Ecuador bajo la «protección y amparo» del Sagrado Corazón de Jesús. Un acto que, «siendo tan conforme a sus sentimientos de eminente catolicismo, es también el medio más eficaz de conservar la Fe y alcanzar el progreso y bienestar temporal del Estado». «Se consagra la República del Ecuador al Santísimo Corazón de Jesús, declarándolo su Patrón y Protector», estableció en consecuencia el artículo 1 del decreto. 

El documento lleva el Ejecútese del gran impulsor de esta iniciativa, el presidente Gabriel García Moreno (1821-1875), quien sería asesinado año y medio después. El 6 de agosto de 1875 fue asesinado a la salida de la catedral por un grupo de sicarios de la masonería.

Como de costumbre, se había levantado a las cinco de la mañana para ir a misa de seis. Pero no fue entonces cuando le mataron, porque era primer viernes de mes y había muchos fieles, sino más tarde, cuando volvía de una visita al Santísimo. Recibió un machetazo en la cabeza, catorce puñaladas y seis balazos.

Tuvo al menos la dicha de morir habiendo recibido los sacramentos, porque tras ser dispersados los criminales, fue introducido en el templo y tumbado junto al altar de la Virgen de los Dolores. Aprovechó sus últimos minutos de débil conciencia para ser absuelto de sus pecados, perdonar a sus asesinos y recibir la Extremaunción antes de expirar.

García Moreno, el presidente mártir, lo fue entre 1861 y 1865 y posteriormente entre 1869 y 1875, y fue considerado en su tiempo un modelo de gobernante católico: «Este país es incontestablemente el reino de Dios, le pertenece en propiedad, y no ha hecho otra cosa que confiarlo a mi solicitud. Debo, pues, hacer todos los esfuerzos imaginables para que Dios impere en este reino, para que mis mandatos estén subordinados a los suyos, para que mis leyes hagan respetar su ley».

En un mensaje al Congreso, en 1873, había expresado con convicción la necesidad de coherencia de los políticos en su actuación pública: «Pues que tenemos la dicha de ser católicos, seámoslo lógica y abiertamente; seámoslo en nuestra vida privada y en nuestra existencia política». 

Ese programa católico marcó su ejecutoria, junto a otras medidas de reforma social que impulsaron el bienestar material de los ecuatorianos. En 1862 firmó un concordato con la Santa Sede, que devolvía a la Iglesia derechos perdidos bajo el liberalismo: En 1869, impulsó una nueva Constitución, que proscribió las logias masónicas. En 1871, protestó formalmente contra la ocupación de los Estados Pontificios por los revolucionarios italianos. La gota que colmó el vaso del hartazgo de sus enemigos fue la consagración al Sagrado Corazón de Jesús en 1873. 

García Moreno fue el primer gobernante del mundo en dar un paso similar. Y quizá presentía lo que iba a pasar, pues días antes, el 17 de julio, escribió al Papa Pío IX expresándole su determinación: «Ahora que las logias de los países vecinos, instigadas por las de Alemania, vomitan contra mí toda clase de injurias atroces y de calumnias horribles, necesito más que nunca de la protección Divina para vivir y morir en defensa de nuestra Religión santa, y de esta pequeña República, que Dios ha querido que siga yo gobernando».

Cuando fue martirizado, Gabriel García Moreno llevaba consigo un discurso dirigido a los diputados y senadores, que quedó manchado con su sangre. Entre otras cosas, decía: «Desde que, poniendo en Dios toda nuestra esperanza, y apartándonos de la corriente de impiedad y apostasía que arrastra al mundo con esta aciaga época, nos reorganizamos en 1869 como nación realmente católica, todo va cambiando día por día para bien y prosperidad de nuestra querida Patria».

Y apuntaba en particular a la educación católica que había favorecido hasta el extremo, para desesperación de sus enemigos: «Sin la educación cristiana de las generaciones nacientes, la sociedad perecerá ahogada de por barbarie», sentenciaba.

«Todos nuestros pequeños adelantos serían efímeros e infructuosos», concluía, «si no hubiéramos fundado el orden social de nuestra República sobre la roca, siempre combatida y siempre vencedora, de la Iglesia Católica. Su enseñanza divina, que ni los hombres ni las
naciones reniegan sin perderse, es la norma de nuestras instituciones y la ley de nuestras leyes».

De ese bagaje como gobernante presumía, y ciento cincuenta años después será recordada, con este Congreso Eucarístico Internacional, la consagración al Sagrado Corazón de Jesús que le costó la vida.

Jesús Caraballo

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