“fago vos saber que, por la gracia de nuestro señor, este jueves próximo pasado, la Reyna doña Ysabel, mi muy cara y muy amada mujer, encaesció de una Ynfante…”
A través de estas líneas, Juan II, Rey de Castilla, reconocía en una carta el nacimiento de su cuarta hija, Isabel, fruto del matrimonio con su segunda esposa Isabel de Avis.
Corría el año 1451 y dicho alumbramiento no parecía ser una noticia de gran transcendencia para la época. Se trataba de un nacimiento menor, puesto que la niña quedaba muy alejada de la línea sucesoria. Las “portadas” de la época las ocupaba principalmente su hermanastro Enrique, príncipe y heredero de Castilla. Cuentan que cuando nació Isabel, el heredero de Castilla tenía ya 25 años. Este fue prometido con la hija mayor del rey de Navarra doña Blanca. El matrimonio se produjo cuando él tenía 15 años y éste se disolvió cuando la infanta Isabel tenía tan sólo tres añitos. Doña Blanca, se escribió, “volvió, a sus tierras, entera como vino a Castilla”, o como reza la sentencia de nulidad: “virgen incorrupta como avía nacido”. Se entiende, pues, que el interés del Reino estribaba más en la situación sentimental del príncipe heredero y en asegurar la descendencia real que la del nacimiento de otros infantes menores.
Es por ello, que el nacimiento de Isabel la Católica, no está registrado en ningún documento público y durante siglos se pensó que la Reina nació el 23 de Abril. Gracias a la carta del rey Juan II, hoy sabemos que la fecha exacta del nacimiento fue el 22.
La situación política en Castilla en aquel momento era confusa e inestable. El 22 de Julio de 1454 moría el Rey en Valladolid. Un año antes, Álvaro de Luna, el condestable de Castilla, el caballero más poderoso del reino, fue arrestado, juzgado y ejecutado por degollamiento en la Plaza Mayor de Valladolid el 3 de junio de 1453. Para más inri y tal y como ya hemos mencionado, existía la duda razonable sobre la virilidad del príncipe heredero del Reino.
Se cuenta que tan sólo meses antes de la muerte del rey Juan II, se pactaron las capitulaciones matrimoniales entre el futuro rey Enrique IV y su segunda esposa Juana de Portugal, de la Casa de Avis.
Tras el fallecimiento del rey y padre, la esposa triste, Isabel de Portugal, se retira a un convento en Arévalo para rezarle y se lleva consigo tanto a Isabel como a su segundogénito, el infante Alfonso, cuando tenía un año.
La manutención de la viuda y los infantes quedaba garantizada, como hoy sabemos, por el testamento de Juan II. A Isabel de Portugal le correspondían las rentas reales de las villas de Soria, Arévalo y Madrigal. Para el infante Alfonso quedaba el maestrazgo de Santiago y los títulos de condestable de Castilla y señor de Huete, Escalona, Maqueda, Portillo y Sepúlveda, así como los pertenecientes a su madre, al fallecimiento de esta.
Isabel, por su parte, debía recibir una asignación de 200.000 maravedíes anuales hasta los 14 años de edad, cantidad que se cuadruplicaba, llegando a los 870.000 maravedíes, a partir de esa edad hasta su matrimonio. Para tener un orden de magnitud, esos casi 900.000 maravedíes suponían el 130% de las rentas anuales de Madrigal. Además de esta suma, la infanta debía recibir las rentas reales de Medina del Campo cuando cumpliera 16 años. También se le entregó Cuellar y Madrigal hasta que se produjera su casamiento, añadiendo una suma de 1.000.000 de maravedíes como dote, aunque parece ser que su hermanastro y rey Enrique IV no liberó los pagos a los que la ley le obligaba.
Pese a que la posición económica de la reina viuda y los infantes era sólida, no debemos olvidar que no fue un camino de rosas para Isabel; era huérfana de padre y casi de madre, ya que esta sufría desvaríos que la mantenían demasiado tiempo retenida en el convento de Arévalo.
El cuidado de los infantes fue encomendado a un Consejo Rector presidido por la reina madre y otros hombres de confianza de Juan II. El cuidado de los pequeños infantes se encomendó a Gonzalo Chacón, amigo de Juan II y Álvaro de Luna. Para su instrucción y educación fueron designados dos clérigos, fray Lope de Barrientos y el prior Gonzalo de Illescas, así como un laico, el camarero Juan de Padilla.
Durante estos siete años en Arévalo, alejados de la corte, se va forjando la personalidad de Isabel, en la que se observa una fuerte influencia de sus tutores, en especial de Gonzalo Chacón, personaje versado en los tejemanejes de la política. En Arévalo comenzaría a sentir también la devoción por la Virgen de las Angustias, transmitida por su madre, tal y como nos dice Alonso Flórez en su Crónica incompleta, fue “excelente madre” con lo que la crió en “honesta y virginal limpieza” y un desarrolla un sentimiento de “responsabilidad” para con el cuidado de su madre y de piedad.
De su educación han quedado pocos documentos, pero se basaba en dos ideas directoras: la niña debía ser guiada por una recta moral; dada su sangre real, debía ser empleada como un instrumento de paz. Por tanto su formación fue austera, rigurosa y seca.
Mientras tanto, en el reino de Castilla crecían las intrigas palaciegas y la incertidumbre, al no disponer Enrique IV todavía de un heredero para la corona.
En 1461 el rey Enrique IV ― todavía sin descendencia ― reclama la vuelta de sus hermanastros a la corte. Es la propia Isabel la Católica quién nos ha dejado relato sobre este hecho:
“Yo no quedé en poder del dicho Rey mi hermano, salvo de mi madre la reina, de cuyos brazos inhumana y forzosamente fuimos arrancados el señor Rey don Alfonso y yo, que a la sazón éramos niños”
Como se puede apreciar por sus propias palabras, la decisión del rey no fue plato de buen gusto para Isabel. En cualquier caso, le gustara o no, su etapa de niñez había concluido y se abría paso una nueva época de su vida: su formación como cortesana y la preparación para el matrimonio. Se trata de un tiempo clave, ya que las experiencias vitales de esta época marcaran, para siempre, el carácter de Isabel para su vida adulta.
Es sabido que tuvo varios confesores, como los dominicos Mateo de Jerez y Juan Carrasco, fray Alonso de Burgos, fray Hernando de Talavera, don Pedro González de Mendoza y por su puesto uno de los que sabemos que más influyó sobre Isabel, el franciscano fray Martín de Córdoba. También fue protegida, aconsejada y guiada por personajes importantes de la época, como son don Alonso Carrillo, Arzobispo de Toledo y por don Fadrique Enríquez, Almirante de Castilla.
Completaban su círculo más cercano Beatriz de Bobadilla, Leonor de Luján y Mencía de la Torre. Todos los mencionados, hombres y mujeres, contribuyeron a su formación política, humana y espiritual con sus consejos, relaciones y comportamientos.
Los resultados de la formación de la reina durante su infancia son muy variados, pero nos ayudan a comprender sus decisiones políticas. Ella forjó un carácter duro y riguroso. Los malos recuerdos de la infancia, la hicieron intransigente. La formación religiosa, piadosa al uso cristiano. Con respecto a sus descendientes, tiene una firme intención de instruirlos correctamente para que sepan leer y escribir, destacando especialmente en esta faceta por encima de otros monarcas.
Además, supo utilizar las artes como elemento de propaganda política y de exaltación de la monarquía.
Han corrido ríos de tinta sobre la impotencia del rey Enrique IV, achacándola unos a un problema de salud, otros a su posible homosexualidad. Como decía un cronista de la época “había muchos hombres que seguías sus costumbres…”, en fin, sea como fuere, que el rey no tuviera heredero era un asunto de Estado, abriendo la posibilidad de gobernar a su hermanastro Alfonso, que pese a ser un niño, todavía era el segundo en la línea sucesoria, aumentando aún más la inestabilidad política. En medio de este terremoto político, la reina Juana de Avis queda encinta, naciendo el 28 de Febrero de 1462 una niña, Juana, que fue jurada heredera de Castilla y de León y reina consorte de Portugal.
Una parte de la nobleza castellana no la aceptó como hija biológica de Enrique IV, a quien acusaron de haber obligado a la reina a mantener relaciones con el mayordomo real, Beltrán de la Cueva, primer duque de Alburquerque. La niña, conocida despectivamente como La Beltraneja, lejos de traer paz y estabilidad al reino, aceleró los acontecimientos futuros, de la farsa de Ávila (1465) al pacto de los Toros de Guisando (1468) en los que ya la futura reina Isabel, con tan sólo 14 años, ya utilizó al máximo todo su intelecto y habilidad política para dar un giro teatral a los acontecimientos y convertirse ― frente a todo pronóstico ― en reina de Castilla. Pero eso es ya otra historia.
Jaime Sogas