Real Cédula Fábrica de Artilleria de La Cavada (7 julio 1622)

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Arco de laReal Fábrica de La Cavada, 1890.

Contriamente a la historiografía oficial que hoy nos quieren vender, España no era un desierto tecnológico en el siglo XVII. Aunque, cualquiera que se pone a pensar, ningún imperio de la magnitud que llegó a tener España, podía llegar a dominar tamaña extensión, sin una base tecnológica y científica. Una de las pruebas es el complejo industrial de La Cavada.

A finales del siglo XVI, el combate en tierra había llegado a un estado estacionario. Una potencia podía conquistar un territorio, pero si perdía el control de su suministro, perdía rápidamente su capacidad de mantener dicho territorio dentro de su esfera de poder. Si los territorios anexados crecían, por ley natural se topaban con un mar u océano, siendo de vital importancia poder controlar las vías marítimas de suministro.

Para poder controlar las rutas sobre los mares, hacían falta buques armados con potentes artillerías. Técnicos para la construcción de buques había en todos los países y marinos capaces de dirigir las naves, también. Sin embargo, artillar estos buques era harina de otro costal. Se requerían conocimientos específicos y muy novedosos. Los herreros medievales no tenían las capacidades técnicas para la construcción de los cañones que debían servir en las naves de guerra.

Corrían los años de principios del siglo XVII, cuando la Junta de Fabricas de Navíos escribió a Felipe III una apremiante carta en la cual se solicitaba, no la construcción de nuevos navíos, sino el permiso para hacer venir de las provincias españolas de Flandes, técnicos metalúrgicos. La razón de esta solicitud es que en Flandes se estaban desarrollando nuevas técnicas de producción de cañones, las cuales permitían suplantar la antigua del forjado en bronce, por colada directa de acero fundido.

Felipe III, decidió permitir la llegada de fundidores valones a la península. Pero primero había que decidir donde instalarlos. Se sabía que había necesidad de carbón, mineral de hierro y fuerza motriz hidráulica. El primer sitio elegido fue en Vizcaya. Al embajador Baltasar de Zuñiga se le dieron plenos poderes para operar en los dos extremos. Por un lado contratar técnicos en las provincias españolas de los Países Bajos y por otro, iniciar la construcción de fundiciones o bien contratar fundiciones ya existentes. Por el lado valón no hubo problemas y se llegaron a contratar los técnicos que se trasladaron a España.

No ocurrió lo mismo en el lado español. El señorío local vizcaíno, receloso de sus prebendas y anteponiendo sus pequeños intereses frente a los beneficios que para las localidades vizcaínas ello iba a significar, puso todas las dificultades imaginables y finalmente el proyecto se abortó en 1603.

La administración de Felipe III no se arredró y pronto se tomó la decisión de reubicar el proyecto en Santander, concretamente en la localidad de Lierganes, junto al rio Miera. Este emplazamiento era ideal para las instalaciones previstas. Habían minas de hierro recién descubiertas, bosques frondosos que podían suministrar el carbono necesario, agua abundante y regular, puertos cercanos desde donde poder expedir las mercancías al mundo entero y mano de obra disponible, ya que la zona estaba centrada fundamentalmente en la agricultura y ganadería de bajo rendimiento y habían fuertes excedentes de población deseosa de salir de la situación de pobreza.

Al principio, se aprovechó la ferrería existente en La Vega, pero una ferrería no era más que el antiguo sistema medieval de producción. Ya en 1616 se empezaron a construir fraguas, hornos y carboneras y el 7 de julio de 1622, una Real cedula concede un contrato que garantizaba prácticamente el monopolio de la fabricación de cañones en la Península Ibérica.

En 1618 se habían iniciado los estudios para la construcción de dos altos hornos de tipo valón. Se les llamó San Francisco y Santo Domingo, que con sus 6.30 metros de alto y 11 metros de foso, fueron los mayores de su tiempo.

Los clientes de los productos que salían de la fábrica eran la marina de guerra, el ejército, las fortalezas militares, los armadores de la marina mercante y de corso y en último lugar, las exportaciones a otros países, siempre que no fueran beligerantes con España.

La calidad de los cañones salidos de la fábrica, era reconocida internacionalmente, fruto de una buena gestión de los hornos y de una inteligente selección de las materias primas, mezclando material ferroso procedente de las minas locales, con menas de origen vizcaíno. O sea que los señores vizcaínos que habían boicoteado el proyecto en su origen, ahora se veían obligados a vender su mineral sin lograr los beneficios globales de una fundición. La fábrica no ceso de ampliarse hasta 1640, llegando a contar con cuatro altos hornos.

La Cavada, sufrió diversas vicisitudes, pero siguió en funcionamiento hasta el siglo XIX, cuando la guerra de la Independencia, dio al traste con las últimas actividades fabriles tras casi doscientos años de funcionamiento ininterrumpido. Todo un buen ejemplo de gestión tecnológica de un problema político, como era el mantenimiento de un imperio, donde no se ponía el sol.

Manuel de Francisco Fabre

https://es.wikipedia.org/wiki/Real_F%C3%A1brica_de_Artiller%C3%ADa_de_La_Cavada

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