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En nuestra historia, hay miles de acontecimientos que nunca han aparecido en nuestros libros de historia, puede que ésta sea tan extensa que no hay cabida en los libros escolares o puede que haya una manifiesta voluntad de retorcer los acontecimientos. Uno de los episodios peor explicados, al menos en la época en que me tocó pasar por las aulas, fue la Guerra de La Independencia o también conocida como Guerra del Francés.
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Los recuerdos que me quedan de mi vida escolar es que la Guerra de Independencia empezó con un levantamiento en Madrid el dos de mayo de 1808, una batalla ganada en Bailén por el general Castaños, no se sabe muy bien por qué un hermano de Napoleón, apodado Pepe Botella, se presentó en Madrid, algunas ciudades sufrieron asedios épicos y después las tropas francesas huyeron acosadas por los guerrilleros y algunas tropas regulares. Todo ello se podría calificar como “fake”, o sea, todo verdades, pero en muchas ocasiones, sacadas fuera de contexto.
La Guerra de la Independencia tuvo tintes de guerra civil, en la cual se vieron implicadas tanto tropas francesas, como inglesas, portuguesas e incluso centroeuropeas (Regimiento Suizo de Reding n.º 3, por ejemplo), y tuvo también un poco de guerra mundial, donde se ensayaron tácticas militares novedosas.
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En 1808, tras la serie de derrotas francesas en Bailén y Poza de Santa Isabel, el rey títere puesto por Napoleón Bonaparte, Joseph Bonaparte, tuvo que huir de Madrid y la situación de los franceses parecía desesperada. Pero Napoleón no estaba acostumbrado a perder una guerra y habituado a que un país se rindiera nada más ver como sus gobernantes desaparecían, no entendía como España continuara resistiendo a pesar de no tener ya un gobierno centralizado que coordinase la resistencia. No quiso ver las consecuencias a largo plazo y organizó un nuevo ejército mandado por él mismo para retomar el terreno perdido.
En 1810, la situación se encontraba como a principios de 1808, Francia quería doblegar al Reino Unido y visto que no tenía la capacidad para organizar un desembarco naval, pretendía asfixiar al Imperio Británico mediante un bloqueo comercial, pero Portugal se negaba a ello. Napoleón debía invadir Portugal y para ello se debía pasar por España. La diferencia es que en 1808, España era un país amigo y ahora, a pesar de que reinara Joseph Bonaparte, el tránsito por los caminos españoles era un martirio para las tropas francesas.
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Ahí estaba la importancia estratégica de Ciudad Rodrigo, ya que se encuentra en el camino más corto y fácil para que tropas francesas cruzaran España hacia Portugal. En este país habían desembarcado tropas inglesas que se estaban preparando para la defensa al mando de Arthur Wellesley, más conocido, por su título de duque de Wellington. Era crucial que para las tropas de Napoleón llegar a Portugal antes del verano de 1810, para evitar que Wellington pudiera organizar su ejército en terreno desconocido y afianzara todas las conexiones diplomáticas y logísticas que le permitieran operar sin arrasar el país..
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Al mando francés se encontraba el mariscal Michel Ney, hombre bastante impetuoso. El 12 de febrero de 1810, llegaron a las puertas de la ciudad 12.000 soldados de a pié y 2.000 dragones con la idea que su sola presencia haría que el Mariscal de Campo Andrés Pérez de Herrasti rindiera la plaza. Pero Herrasti, además de veterano militar, cumplió con sesenta años durante el asedio, entendía de estrategia y vio enseguida que su posición era indefendible a largo plazo, pero que tan solo retrasando el avance del ejército de Ney iba a conseguir una victoria.
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El mariscal francés, confiado en la superioridad de sus fuerzas, ordenó el despliegue de sus fuerzas pero sin adoptar medidas defensivas eficaces. Herrasti no se quedó quieto y atacó con guerrillas y pequeñas fuerzas. Simultáneamente ordenó fuego artillero que acertó en las baterías francesas que Ney en su apresuramiento no había colocado adecuadamente. Ney se dio cuenta que el hueso era duro de roer, se replegó hacia San Felices de los Gallegos, donde esperó refuerzos. Así terminó el primer asedio y Ciudad Rodrigo se felicitó de su éxito sin saber que los sinsabores no habían nada más que empezado.
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En abril del mismo año Napoleón firmó la orden definitiva para constituir la Armée de Portugal y conquistar definitivamente este país. En la composición de la armada al Mariscal Ney le tocó el 6º cuerpo con casi 40.000 hombres y la primera orden que recibió fue controlar Ciudad Rodrigo. Hay que reseñar que a pesar de ser considerada como “plaza fuerte”, la ciudad tenía unas defensas de segunda clase, con murallas de mampostería, sin flancos y terraplenes débiles. Al mando de Herrasti había unos 6.000 hombres y disponía de 118 cañones, aunque muchos de ellos de pequeño calibre. Cuando el 25 de abril, el comandante español vio el despliegue de las tropas enemigas, comprendió que la suerte que había tenido dos meses antes no se iba a repetir. Las solicitudes de auxilio a Wellington solo habían tenido como respuesta vagas promesas y comprensión de su mala situación, entre líneas se podía ver que el Duque no estaba dispuesto a arriesgar sus tropas en una batalla campal frente al ejército francés y que lo que deseaba era que Herrasti retuviera al enemigo bloqueado en Ciudad Rodrigo el máximo de tiempo posible.
Nuestro Gobernador de la plaza cumplió su deber con creces. Ciudad Rodrigo resistió hasta el 10 de julio, después de un asedio feroz donde la población civil también sufrió numerosas bajas. Los más de dos meses que ganó Herrasti fueron un fuerte alivio para las tropas de Wellington,… que éste nunca le agradeció.
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La ciudad de Ciudad Rodrigo todavía sufrió un tercer asedio en 1812. Esta vez los asediados fueron los franceses y los atacantes un ejército anglo-portugués, pero bajo la dirección francesa el asedio duró tan solo trece días.
En toda esta serie de combates, ganó Wellington y ganó la causa de la independencia española respecto a Francia, pero quien perdió fue la ciudad y sus habitantes. Se perdieron vidas humanas y edificios de categoría. Pero esto siempre sucede en las guerras. Esperemos que hechos semejantes no vuelvan a ocurrir en nuestro suelo.
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Manuel de Francisco Fabre