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Solivella es una pequeña población que contaba con unos 600 habitantes en 2024. En 1936 la habitaban unas 1.500 personas, casi todas dedicadas a la agricultura. Su situación geográfica en el norte de la provincia de Tarragona no favorece las precipitaciones y esto hace que siempre fue un municipio que dependiera de una agricultura de secano que no da para grandes alegrías. El escudo municipal, donde campa un sol y un olivo sobre fondo verde, ya da una idea de las características de la villa. Desde el punto de vista social, en Solivella había una importante implantación de los requetés catalanes, vestigios de las guerras carlistas que habían asolado el territorio catalán en el siglo XIX. Los adversarios políticos eran correligionarios de UGT, CNT y ERC. Ambas posiciones eran irreconciliables y se habían enfrentado políticamente durante la década de los treinta del siglo XX. Con el estadillo de la Guerra Civil de 1936, de las urnas se pasó a las armas con un resultado devastador para las posiciones de derechas.
El 19 de julio, hubo el primer enfrentamiento armado, con la consecuencia de que un grupo de vecinos, ante el temor de ser asesinados, se parapetaron en el interior de una vivienda de la población. Finalmente, debieron rendirse, pero el balance fue de 3 muertos por el lado de las izquierdas y nada menos que 18 por el bando derechista, ya que los asaltantes no solo fusilaron a los que se resistían, sino que de paso asesinaron a otras personas que nada tenían que ver con requetés ni sublevados.
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A partir de este momento, la población fue oficialmente gobernada por un comité de Milicias Antifascistas hasta que la Generalitat trató de poner orden nominalmente, nombrando un consistorio formado por tres regidores de ERC, tres de la CNT y dos de UGT. Sin embargo, la orden fue más nominal que real y el Comité siguió organizando reuniones bajo la presidencia de Francesc Inglés Montanyola y el goteo de asesinatos fue constante. Pero el que debía ser el escarmiento general fue el ejecutado en 12 de febrero de 1937. El detonante fue un hecho acaecido a 900 kilómetros de distancia. La ciudad de Málaga fue ocupada por las tropas alzadas el 6 de febrero de 1938 y debido a la desorganización republicana y víctimas de su propia propaganda, miles de personas huyeron hacia Almería cruzando el sur de la provincia de Granada, a pie, por la carretera de la costa.
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Esta marea humana fue documentada fotográficamente por el médico Norman Bethune y ampliamente manipulada por la propaganda republicana, y aunque, en sus 22 fotografías no aparece ni un solo cadáver ni tan siquiera huellas de bombardeos, el mando republicano señaló que había habido miles de muertos. Este lúgubre hecho dio esperanzas a los partidarios de la revuelta y encendió los ánimos entre los integrantes del Comité Antifascista de Solivella. En reunión del Ayuntamiento del 11 de febrero, los integrantes del Comité, Francesc Inglès Muntanyola (CNT), Magí Marc Closas (ERC), Joan Iglésies Gil (ERC), Ernest Martínez Rodrigo (PSUC), Anton Capdevila Masalies (PSUC), Francesc Muntanyola Anglès (CNT), Pere Iglesies Torrens (CNT) y Eusebi Cortés Jorba (ERC), decidieron reunirse al día siguiente para determinar en concreto que debían hacer. La primera disposición fue la de firmar un documento exculpatorio para los participantes en el asesinato. En él se pretendía desviar toda responsabilidad a las organizaciones ERC, CNT y PSUC. La razón de esta maniobra infantil era que apenas hacía dos semanas, había habido en La Fatarella un enfrentamiento entre vecinos que acabó con más de 34 muertos entre uno y otro bando, debiendo intervenir la Generalitat y los Guardias de Asalto para mantener el orden y enviándose a prisión a algunos de los intervinientes, aunque ninguno de ellos acabó siendo acusado. La firma de este documento indica que miembros de las autoridades de Tarragona estaban al tanto de los planes y no solo decidieron no hacer nada, sino que además ayudaron con consejos legales.
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La segunda fue organizar el plan. Se redactó una lista de cincuenta personas que debían ser detenidas durante la noche y encerradas en las dependencias del Hostal del Gori, que había pasado a propiedad del Comité a raíz del asesinato de su dueño en el pasado julio. La excusa para la detención era que debían ir a firmar una declaración urgente. En el hostal se debía hacer una parodia de juicio con la consecuencia de ser condenados a muerte. Después, en grupos de diez, debían ser enviados en camión al término municipal de Sarral y ahí ser fusilados. Toda la operación transcurrió sin problemas, y a las once de la noche, ocho condenados fueron subidos a un camión. Ahí hubo un primer contratiempo, ya que debido al número de asesinos que debían participar, solo había espacio para ocho condenados. A estos tampoco se les había comunicado adónde iban, pero se lo podían imaginar.
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Uno de ellos llevaba una pequeña navaja que utilizó para desatar a los demás. Planearon saltar del vehículo en cuanto se detuviera y que cada uno de ellos corriera en distinta dirección para que al menos alguno pudiera huir. Tres de ellos, debido a su edad, se resignaron a su destino y decidieron quedarse en el camión. El plan de los detenidos solo salió bien a medias y de los cinco que saltaron, tan solo tres lograron escapar y aquella noche cinco cadáveres fueron enterrados en la cuneta sin más ceremonias. De los escapados, solo dos consiguieron salvar la vida, ya que otro fue localizado a los pocos días y asesinado. Mientras, en el Hostal del Gori, el ambiente era de nerviosismo entre los asesinos. Gran parte de ellos habían acompañado al camión y habían quedado como carceleros los menos exaltados. Además, el tiempo corría y pensaron que podía haber ocurrido algún imprevisto que les complicara la vida.
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Se empezaron a presentar en la prisión, familiares de los detenidos e incluso algún izquierdista abogando por la liberación de todos. La presión fue demasiado para los carceleros y dejaron ir a todos los presos. Cuando finalmente volvió la fúnebre comitiva, era ya de día y la cárcel estaba vacía. Cundió el miedo entre los asesinos y decidieron detener la matanza. No ha quedado ninguna referencia en la prensa de la época, ni ninguna autoridad se interesó por los hechos, cosa extraña, ya que eran muy recientes los asesinatos en La Fatarella y ahí sí que habían intervenido las fuerzas del orden. Solo una connivencia tacita de las autoridades de Tarragona puede explicar este hecho. Acabada la guerra, se hizo una encuesta judicial, dentro de La Causa General, que identificó, aunque no muy bien, a los asesinos, ya que la mayor parte escaparon y formaron parte de los exiliados.
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El recuerdo de lo acaecido en julio y febrero, quedó fijado en una cruz en Sarral donde quisieron asesinar en los detenidos en Solivella y un mausoleo dentro del cementerio, donde se enterraron a la cincuentena de asesinados en aquella población en retaguardia, sin ningún juicio durante la Guerra Civil y el gobierno de la Generalitat. La cruz fue vandalizada a principios de este siglo y el mausoleo fue objeto de retirada de epitafios en honor a la legislación vigente. En España, a veces, ni a los muertos se les deja reposar en paz.
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Manuel de Francisco Fabre