Es de noche en Castilla. Silencio y frío dominan los muros de la primera planta del palacio de la muy noble y coronada villa de Madrigal de las Altas Torres, en cuya alcoba real Juan II se remueve en el camastro, asediado por la bruma de una ensoñación desconcertante.
Con la libertad etérea que solo se dispone en los sueños, el rey se ha liberado del cuerpo para convertirse, como si de un espectro se tratara, en un espíritu que se divierte recorriendo el claustro, el comedor y la sala capitular del alcázar, copado en este momento por varios de sus nobles: a un lado, el valido del rey, don Álvaro de Luna intercambia verbos con sus protegidos, y por otro el príncipe Enrique se hace acompañar de sus acólitos. Luchas de poder que, piensa Juan II, le atosigan hasta en sus pesadillas, aunque tampoco le extraña; al fin al cabo, el poder conlleva esos peligros.
Continúa el Trastámara su peculiar recorrido y llega a la iglesia del palacio, donde de repente todo se evapora bajo el peso del tiempo que, travieso, sobrepasa su propia muerte, dándole la oportunidad de echar un vistazo al futuro. Vuelve así a aparecer la iglesia, pero ya nada es igual: siente que esa época no es la suya, sino de la gente que abarrota el templo, damas y caballeros sin rostro que se han congregado para celebrar la boda de dos siluetas sobre las que sobrevuela el águila de San Juan.
Un hombre y una mujer contrayendo matrimonio, se dice el fantasma del rey. De él solo puede intuir un marcado acento aragonés, aunque es ella la que realmente le interesa, pues aunque no puede verla bien, cree detectar en ella algo familiar en su rostro, como si le recordara vagamente a alguien, incluso a sí mismo. Sobre sus manos soportan entre los dos, una pesada corona que parece abarcar todo el mundo, más allá incluso de la Finis Terrae, el punto más occidental del mundo conocido. Luego echa un rápido vistazo a los invitados, en los que cree reconocer a muchos, aunque no a todos, como ese hombre con aspecto de marino que los mira sonriente portando un cofre con inmensas riquezas en el que figuran grabadas tres carabelas y el lema plus ultra. Incluso al fondo divisa a un moro llorando por la pérdida de Granada.
Y en ese momento el ayudante de cámara lo despierta para anunciarle el nacimiento de su hija.
ISABEL, HIJA E INFANTA
Isabel de Castilla nació el 22 de abril de 1451, día de Jueves Santo, en Madrigal de las Altas Torres, en la jurisdicción de la villa de Arévalo. Hija del rey castellano Juan II y de su segunda esposa, Isabel de Portugal, tuvo por abuelos paternos a los reyes de Castilla Enrique III y Catalina de Lancaster, y por parte materna al infante Juan II de Portugal e Isabel de Barcelos, de la casa de Braganza. Aunque no hay fuente documental acerca de su bautismo, la tradición fija el lugar de su sacramento en la Iglesia de San Nicolás, en la misma Madrigal.
Os hago saber que por la gracia de Nuestro Señor, este jueves pasado la reina doña Isabel, mi muy querida y amada mujer, escaeció de una infanta, lo cual os hago saber para que deis muchas gracias a Dios. (Carta de Juan II a la ciudad de Segovia).
Isabel nació como infanta de Castilla, ya que el título de heredero y, por tanto, de príncipe de Asturias correspondía a su hermano de padre, Enrique. Dos años después del nacimiento de Isabel, en 1453, la reina volvió a dar a luz, esta vez un varón, el infante Alfonso, lo que la dejaba relegada como tercera en la sucesión.
En sus primeros años de vida, Isabel acompañó a sus padres en sus continuos desplazamientos en una Corte convulsa como consecuencia de las disputas internas de los Trastámara que ya venían de lejos, desde que en 1412 Fernando de Antequera, tío de Juan II, fue coronado rey de Aragón tras años de controlar también la política castellana. La animadversión familiar llegó a su punto álgido en 1420, cuando Juan II desacreditó a su primo Enrique y este, en venganza, asaltó el palacio en el que se encontraban el monarca y su valido, don Álvaro de Luna, hombre de gran influencia en la corte castellana que, apoyándose en la baja nobleza, las ciudades y el clero, hizo frente a los infantes de Aragón en la batalla de Olmedo (1445). Con aquella victoria el valido afianzó su ascendencia sobre Juan II, aunque no le duraría mucho: cuando el rey se casó en segundas nupcias con Isabel de Portugal ésta convenció a su esposo de la usurpación del poder e indebida apropiación de rentas de la corona por parte de don Álvaro, quien fue desterrado lejos de la Corte, siendo apresado poco después y llevado a Valladolid, donde el monarca lo condenó a muerte.
Juan II murió el 22 de julio de 1454, cuando Isabel apenas contaba tres años. En su testamento, redactado poco antes de su defunción, el monarca regulaba definitivamente el problema sucesorio: la corona recaería en su primogénito Enrique y en caso de que este no dejara descendencia legítima, en el infante Alfonso. En el supuesto del fallecimiento de ambos y sin descendencia legítima, se especificaba lo siguiente:
(…) en tal caso aya e herede los dichos mis regnos la dicha infanta doña Isabel e sus descendientes legitimos.
En cuanto a la pequeña Isabel, en el testamento se le asignó la villa de Cuéllar y, una vez fallecida la reina madre, Madrigal, las cuales volverían a la Corona una vez la infanta estuviera dotada y casada. Se incluyó también una renta supletoria a partir de los diez años hasta que sus ingresos alcanzasen el millón de maravedíes, así como la orden de que la educación de ambos infantes recayera en dos notables religiosos: el obispo de Cuenca Lope de Barrientos y fray Gonzalo de Illescas, prior de Guadalupe, que son personas de quien yo mucho me fio, dejando a Juan de Padilla las tareas administrativas, mientras la madre, de quien cuentan las crónicas que por aquella época ya presentaba síntomas de desequilibrio mental, se encargaría de la tutoría (donde también tendría un papel muy relevante la agüela Isabel de Barcelos) y custodia en aquel logar o logares donde fijara su residencia hasta la edad núbil de los hijos.
Fija de una Reyna, tan aparada en la castidad y virtud que muger en sus tiempos fue vista, y seyendo pura hija, en las condiciones y excelencias del padre, y en la virtud y castidad de la madre; tanto que ninguna generosa nin común donzella más estremadamente fue retrayda y cuidadosa veladora sobre su honestad y fama; y ella mesma por sí la más discreta y perfecta en virtudes, en gracias y beldad que reyna nin princesa seia en el mundo, segund más largamente la presente Crónica dará verdadero testimonio de sus excelentes virtudes y obras
Con el ascenso al trono de su hijastro Enrique, Isabel de Portugal se instaló de forma definitiva en Arévalo, concretamente en el palacio de Juan II, quedando allí recluida la madre junto a los dos infantes.
Faltó a nuestra Infanta la opulencia, el regalo y el fausto que acompaña a los hijos de los Príncipes. Quiso Dios que se criase sin delicias, para formar una mujer robusta. El no ser hija del Príncipe reinante y el vivir con una madre retirada de la Corte, la libró del contagio de las adulaciones, mirando así las cosas por su mérito, para cuando llegase a ceñir la Corona.
Sería aquella una época repleta de privaciones para la reina madre y sus hijos, ya que nunca se hicieron efectivas las disposiciones testamentarias de su esposo, pero a pesar de todos los problemas Isabel de Portugal se preocupó de dotar a sus hijos de una formación cultural y religiosa apropiadas, rodeándose de personas que, de un modo u otro, influyeron decisivamente en la vida de la infanta: por un lado, Gonzalo Chacón, perteneciente al círculo de don Álvaro de Luna, quien sería preceptor de los infantes cuya ascendencia fue tan relevante que llegó a tener el rango de figura paterna. También tendría gran importancia Beatriz de Bobadilla, hija del guardián del castillo de Arévalo y que se convertiría en lo más parecido a una amiga. También debemos recordar a Gutierre Velázquez de Cuéllar y su esposa doña Catalina Franca, el agustino fray Martín Alonso de Córdoba o Beatriz de Silva, dama portuguesa que llegó con el cortejo matrimonial de la reina Isabel, así como los Padres Franciscanos Observantes de Arévalo, a quienes se les encomendó su dirección espiritual.
(Este convento) a quien señaladamente tenía devoción, porque la casa lo merecía: porque es casa muy devota y donde nuestro Señor Dios se sirve. Y en aquellos tiempos estaba allí un varón muy excelente y devoto, que se llama fray Llórente : varón de mucha vida y doctrina y sanctidad, a quien la dicha Princesa conoscía mucho, por se haber criado ella en Arévalo.
ISABEL, HERMANA
Al igual que le sucedió a su padre, la corte de Enrique IV era un hervidero de intrigas palaciegas protagonizadas por hombres ansiosos de poder, razón primordial para que el rey deseara tener cerca a sus hermanos ante el temor de que pudieran ser utilizados en su contra. Hombres como Juan Pacheco, marqués de Villena, su hermano Pedro Girón o el arzobispo de Toledo Alfonso Carrillo tenían gran influencia en una época donde el gran problema se encontraba en la alcoba real: después de 13 años de matrimonio, el rey, que con el tiempo se ganaría el apelativo de El impotente, decidió anular su enlace con Blanca de Navarra a causa de la falta de descendencia, alegando que la esterilidad solo le sucedía con su esposa, y en 1455 se casó con Juana de Portugal, quien se quedaría embarazada siete años después… ¿del rey?
Entre 1461 y 1462, Isabel y su hermano Alfonso fueron trasladados a la Corte, que por aquel entonces se emplazaba a caballo entre Segovia y Madrid, ante la inminente paternidad de Enrique.
Yo no quedé en poder de dicho señor rey mi hermano, salvo sí de mi señora la reyna, de cuyos brazos inhumana y forzosamente fuimos arrebatados el señor rey don Alfonso e yo, que a la sazón éramos niños, y así fuimos llevados a poder de la reyna doña Juana, que esto procuró porque ya estaba preñada, y como aquella sabía la verdad, proveía para lo advenidero; si esta fue para nosotros peligrosa custodia, a vosotros es notorio.
1462. La reina Juana dio a luz una hija que fue llamada como su madre, aunque sería más conocida como Juana la Beltraneja debido a los rumores que adjudicaban la paternidad al valido del rey, Beltrán de la Cueva. Para evitar maledicencias, Enrique hizo que las Cortes de Madrid la juraran como sucesora, algo que no acalló las quejas de varios nobles, como el marqués de Villena, que firmó un acta ante notario declarando que se había reconocido como heredera a quien de derecho no le pertenecía.
Los años siguientes estuvieron protagonizados por los problemas dinásticos y de equilibrios de poder: en noviembre de 1464 un conjunto de nobles, entre ellos Pacheco, Carrillo y Alonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla, firmaron el Manifiesto de Quejas y Agravios, donde se acusaba al rey de menospreciar al clero católico, proteger a los infieles y alterar la moneda. Además decían defender los derechos del hermanastro del rey, el príncipe Alfonso, frente a las pretensiones reales de hacer heredera a Juana, a la que, por vez primera, tachaban públicamente como ilegítima.
La situación se volvió tan tensa que los consejeros del rey le recomendaron recurrir a las armas, pero este prefirió buscar un acuerdo que se plasmaría en el Pacto de Cabezón en 1464, dondese reconocería a Alfonso como heredero al trono y se le comprometía con su sobrina Juana.
Aprovechando la actitud taimada del rey, los nobles dictaron la Sentencia de Medina del Campo en busca de lograr más reivindicaciones políticas, entre ellas, permitir a la infanta Isabel salir de la Corte y formar casa propia, aparte de otras cláusulas que situaba a la alta nobleza prácticamente al mismo nivel que el rey, algo que Enrique consideró humillante. Sintiéndose traicionado, el rey declaró nulo el Pacto de Cabezón y se dispuso para una guerra que si quería ganar precisaba del apoyo militar de Portugal. Por tal motivo buscó una alianza acordando el matrimonio de Isabel con Alfonso V, pero el enlace no fue aceptado por la infanta debido a que el rey portugués era casi veinte años mayor que ella.
Mientras tanto, los nobles declararon tirano al rey y decidieron sustituirlo por el que consideraban legítimo heredero: el infante Alfonso. Así, el 5 de junio de 1465, tuvo lugar la llamada Farsa de Ávila. El arzobispo Carrillo, el marqués de Villena, Pedro Girón y otros nobles celebraron una misa en la que se leyó una lista de acusaciones que sentenciaban de indigno al rey, representado por un muñeco, siendo acusado, entre otras cosas, de no ser el verdadero padre de la infanta Juana, lo que la descartaba en la sucesión de la corona. Se procedió entonces a despojar al pelele de los atributos de la realeza y comenzaron a lincharlo mientras lo insultaban. A continuación subieron al tablado al infante Alfonso, un niño de apenas doce años, y lo proclamaron rey como Alfonso XII, al grito de
¡Castilla por el rey don Alfonso!
Estalló entonces la guerra abierta entre los partidarios del rey y los de Alfonso, que instaló su corte en Arévalo. En este conflicto jugaría un papel fundamental el papa Paulo II, al que acudieron ambos bandos en busca de su apoyo, decantándose aquel por Enrique. Sin el apoyo del Santo Padre una parte de los conjurados, encabezados por Fonseca y el marqués de Villena, optaron por replegarse, que no capitular: en un nuevo giro de los acontecimientos, estos exigieron el matrimonio de la infanta Isabel con el hermano de Pacheco, Pedro Girón, en un intento por colocar el apellido familiar en la línea de sucesión al trono. Una vez concedida la bula de matrimonio, marchó Girón desde Almagro hasta Madrid, donde se encontraba la infanta, con un ejército de 3.000 hombres. Sin embargo, don Pedro enfermó de forma súbita, muriendo de un repentino ataque de apendicitis en Villarrubia de los Ojos.
Sería aquella época una sucesión de enfrentamientos y treguas que tuvieron como puntos álgidos la segunda batalla de Olmedo (1467) y, sobre todo, la muerte de Alfonso en 1468, en Cardeñosa. Las crónicas oficiales hablan de una muerte por pestilencia, común en la Castilla del siglo xv, aunque la posibilidad del envenenamiento no es descartable.
ISABEL, PRINCESA
Muerto Alfonso, todos los ojos se volvieron a Isabel. A pesar de las presiones de los nobles que comenzaron a apoyarla, la infanta rechazó proclamarse reina mientras Enrique IV estuviera vivo, aunque consiguió que su hermano le otorgase el título de princesa de Asturias en una discutida ceremonia que tuvo lugar en los Toros de Guisando, en septiembre de 1468.
Concurrieron a esta ceremonia, que tanto pesó en la balanza de la fortuna de España, muchos prelados y caballeros que con el Rey estaban. Un pueblo innumerable fue testigo de aquella solemnidad, a la cual faltó para ser completa la presencia de los procuradores de las ciudades y villas del reino. Manuel Colmeiro, Introducción a Cortes de los antiguos Reinos de León y de Castilla, Parte Segunda, Capítulo XXI)
A partir de este momento, Isabel pasó a residir en Ocaña, villa perteneciente al marqués de Villena, mientras Enrique IV se dedicaba a buscar un enlace provechoso con alguna casa real europea (el duque de Braganza y rey de Portugal, Alfonso V, y el duque de Guyena, hermano de Luis XI de Francia), de acuerdo a lo estipulado en el Tratado de los Toros de Guisando, en el que se especificaba que el matrimonio de Isabel únicamente podría celebrarse con la aprobación del monarca castellano. Esa era su idea, lo que no sabía es que la infanta ya había decidido con quién se casaría.
Desde que tuvo uso de razón, Isabel siempre trató de hacer lo que consideraba lo mejor para Castilla y en un asunto tan importante como el matrimonio tanto ella como sus consejeros consideraban que Fernando de Aragón, hijo de Juan II, era el mejor candidato para desposarse, pero había un impedimento legal: eran primos segundos, ya que sus abuelos, Fernando de Antequera y Enrique III eran hermanos. Necesitaban, por tanto, una bula papal que les exonerara de la consanguinidad, pero el Santo Padre no quiso firmar el documento por temor a las posibles consecuencias negativas que ese acto podría traerle al atraerse la enemistad de los reinos involucrados: Castilla, Portugal y Francia.
Personas del entorno de Isabel falsificaron una supuesta bula, emitida en junio de 1464 por el anterior papa Pío II a favor de Fernando, que le permitía contraer matrimonio con cualquier princesa con la que le uniera un lazo de consanguinidad de hasta tercer grado. De esa manera se firmaron las capitulaciones matrimoniales de Cervera, el 5 de marzo de 1469. Para los esponsales, por temor a que Enrique IV abortara sus planes y con la excusa de visitar la tumba de su hermano Alfonso en Ávila, Isabel escapó de Ocaña, mientras Fernando atravesaba Castilla disfrazado de mozo de mula de unos comerciantes. Finalmente, el 19 de octubre de 1469 contrajeron matrimonio en el Palacio de los Vivero de Valladolid.
Cuando Enrique IV se enteró del enlace la desheredó en octubre de 1470 y volvió a nombrar heredera a su hija Juana en Valdelozoya, a la que prometió con el francés duque de Guyena, acto que fue respondido por los partidarios de Isabel con un duro manifiesto (21 de marzo de 1471), prólogo de una guerra civil que, sin embargo, no iba a producirse todavía.
En junio de 1472 desembarcó en Valencia el legado papal, Rodrigo de Borja con la misión de poner fin a los enfrentamientos internos que afectaban tanto a la Corona de Aragón como a la de Castilla y lograr así que ambos reinos participaran en la cruzada convocada por Sixto IV. La llegada de la legación fue altamente positiva ya que, aparte de ofrecer regularizar el matrimonio, a cambio, posiblemente, del título de duque de Gandía para su hijo Pedro Luis, favoreció el acercamiento definitivo de la poderosa familia de los Mendoza a la causa isabelina, así como la posibilidad del reencuentro del rey con la princesa en Segovia, hecho que se produjo el 29 de diciembre de 1473.
ISABEL, REINA
En tanto supo doña Isabel la muerte de su hermano. La noticia la arrancó algunas lágrimas, y el 13 de diciembre (de 1474) se vistió de luto, más oficial que la pompa, bien verdadera, de la exaltación al trono, y desplegada por la misma reina por consejo de los lisonjeros y cortesanos con gran regocijo y complacencia de los que deseaban trastornos y rivalidades en el reino y fuera de él, como se verá más claramente en los siguientes libros.
Levantose en la plaza un elevado túmulo de madera descubierto por todos los lados para que pudiese ser visto por la multitud, y terminadas las fúnebres ceremonias quitaron los negros paños y apareció de repente la reina revestida con riquísimo traje y adornada con resplandecientes joyas de oro y piedras preciosas que realzaban su peregrina hermosura, entre el redoble de los atabales y el sonido de las trompetas y clarines y otros diversos instrumentos. Luego los heraldos proclamaron en altas voces a la nobleza y al pueblo la exaltación al trono de la ilustra reina. Y enseguida se dirigió la comitiva hacia el templo, cabalgando doña Isabel en caballo emparamentado con ricas guarniciones, precedida de la nobleza y seguida de inmenso pueblo. Como símbolo del poder de la reina, a quien los grandes rodeaban a pie llevando el palio y la cola del vestido, iba delante un solo caballero, Gutierre de Cárdenas, que sostenía en la diestra una espada desnuda cogida por la punta, la empuñadura en alto, a la usanza española, para que, vista por todos, hasta los más distantes supieran que se aproximaba la que podría castigar los culpados con autoridad real (Alonso de Palencia).
Isabel era, al fin, reina de Castilla. Inteligente y previsora como era, con el apoyo de su confesor fray Hernando de Talavera, el 15 de enero ordenó redactar la Sentencia arbitral de Segovia, por la que regulaba taxativamente la manera en cómo Isabel y Fernando se repartirían el ejercicio del poder: ambos cónyuges gobernarían conjuntamente, otorgándose mutuamente plenitud de jurisdicción en los respectivos reinos, ahora en Castilla y en el futuro en la Corona de Aragón, cuyos respectivos súbditos serían tratados en asuntos comerciales como naturales del otro reino. En Castilla, el nombramiento de oficios, la concesión de mercedes, la tenencia de fortalezas y la provisión de beneficios eclesiásticos se harían por voluntad y a nombre exclusivo de la reina.
Pero la paz en el reino aún quedaba muy lejos. Juana la Beltraneja también fue reconocida reina por sus partidarios y en mayo de 1475, ya desposada con Alfonso V de Portugal, entró en Castilla y fue proclamada reina en Plasencia. Este fue el comienzo de la guerra de sucesión, una contienda en la que se batalló por tierra y mar que concluyó en 1479 con el Tratado de Alcaçovas, acuerdo por el que se reconocía a Isabel y Fernando en el trono de Castilla, mientras Portugal recibía el control de la mayor parte de los territorios del Atlántico que le disputaba Castilla.
Comenzaría así un reinado que forjaría los cimientos de un imperio, un ideal no carente de complicaciones, como el motín que tuvo lugar en el alcázar de Segovia en 1476. Allí tenían instalada los reyes la Corte y era donde vivía su primogénita Isabel bajo la protección y cuidado de su amiga Beatriz de Bobadilla y de su esposo, el alcaide Andrés Cabrera, de origen judío. Este fue acusado de querer aprovecharse de la confianza de los reyes para malversar fondos, organizándose un tumulto impulsado por provocadores disfrazados de campesinos que, liderados por Alonso de Maldonado, prendieron al teniente Pedro de Bobadilla, controlando todo el edificio, salvo la torre del homenaje, donde se hicieron fuertes los hombres de Bobadilla, quienes protegían a la infanta. Intentó Alonso de Maldonado el intercambio de Pedro de Bobadilla por la pequeña, pero la oferta fue rechazada por los de Bobadilla.
No habían de entregar lo más por lo menos, hiciese lo que quisiese (Historia de la ciudad de Segovia).
En aquellos momentos la reina se encontraba con el cardenal Mendoza en Tordesillas. Al enterarse de que su hija se hallaba en peligro, y a falta de ejército, Isabel subió a su caballo y, acompañada por tres guardias, cabalgó 60 kilómetros hasta Segovia. A la entrada, el obispo intentó detenerla por el gran peligro que corría, pero Isabel desoyó el consejo, entró en el alcázar y dejó las puertas abiertas para que entraran todos los amotinados para que pudieran exponerle sus quejas siempre y cuando desalojaran el alcázar. Con aquel gesto valiente, a partir de aquel día el pueblo de Segovia le guardó fidelidad.
Durante las campañas militares de Fernando, la reina estuvo siempre en la retaguardia, acompañada de sus hijos Isabel, Juan, Juana, María y Catalina y pendiente de proveer lo necesario en la batalla, siendo vital su implicación en la guerra de Granada (aquí tendría un papel importante Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán), no en vano fue la precursora de lo que hoy conocemos como hospital de campaña, instalados en las ciudades de Toro, Baza, Málaga y Granada, adelantándose un siglo al resto de Europa. De hecho, su implicación fue determinante para tomar algunas plazas, como en el asedio de Baza, donde su sola presencia hizo que la villa se rindiera, no ante el rey guerrero, sino ante la valerosa reina de Castilla.
Isabel estaba decidida a unificar el territorio peninsular y a acabar con el último reducto musulmán en Andalucía. Fue, sin duda, la inspiradora de la campaña en cuanto al espíritu de esta, pero el brazo armado y la estrategia política fueron cosa de Fernando (María Pilar Queralt del Hierro, entrevista en ABC)»
Andaba Isabel batallando contra el moro cuando en agosto de 1489 concedió audiencia en el Palacio Episcopal de Jaén a un navegante apellido Colón, quien necesitaba apoyo financiero para lograr un ambicioso proyecto: viajar a Asia atravesando el Atlántico. Sin saberlo, en ese momento Isabel la Católica acababa de cambiar el mundo para siempre.
El reinado de Isabel y Fernando fue trascendental para España en todos los ámbitos imaginables, entre los que podemos destacar los siguientes aspectos:
- En 1476 crearon la Santa Hermandad, cuerpo de policía para la represión del bandidaje, creando unas condiciones mucho más seguras para el comercio y la economía).
- En 1477 constituyeron el Real Tribunal del Proto Medicato, organización cuya idea era la de ejercer una función docente, regular las tareas sanitarias y vigilar el ejercicio de médicos, cirujanos, boticarios, embalsamadores y especieros.
- En 1480 instauraron la Santa Inquisición en un intento por lograr la unificación religiosa.
- Impulsaron el proceso de evangelización en el Nuevo Mundo y dotaron de derechos a los indígenas, en lo que sería el nacimiento de un nuevo principio que reconoce que las libertades de los hombres y de los pueblos son algo inherente a ellos mismos, y que por tanto, les pertenecen por encima de las consideraciones de cualquier príncipe o Papa (Juan Sánchez Galera en <<Vamos a contar mentiras>>).
Como reconocimiento a la virtud cristiana de los reyes Fernando e Isabel el papa Alejandro VI les otorgó el título de Reyes Católicos mediante la bula Si convenit, de 19 de diciembre de 1496. Dicho título fue heredado por los descendientes en el trono hasta nuestros días.
Al final de sus días las desgracias familiares se cebaron con ella. La muerte de su madre Isabel, la de su único hijo varón y el aborto de la esposa de este, la muerte de su primogénita y de su nieto Miguel, la «locura» de su hija Juana (que desafió abiertamente a su madre en Medina del Campo), los desaires de Felipe el Hermoso, la marcha de su hija María a Portugal tras casarse con Manuel I de Portugal, la incertidumbre de su hija Catalina tras la muerte de su esposo inglés…, demasiados contratiempos que la sumieron en una profunda depresión que hizo que vistiera de riguroso luto el resto de su vida como reina.
Isabel tuvo un carácter fuerte y decidido, pero me gusta definirla como una reina poderosa, una madre entregada y, sobre todo, una mujer profundamente desgraciada. Y, cuando digo esto, me fundamento en que creció en soledad entre cortesanos intrigantes y ambiciosos, que vio morir a su hermano menor, enterró a dos de sus hijos, y murió viendo a su heredera, Juana, sumida en la demencia (María Pilar Queralt del Hierro).
Ricardo Aller Hernández
BIBLIOGRAFÍA
dbe.rah.es/biografias/13005/isabel-i
wikipedia.org/wiki/Revueltas_en_Segovia_(1476)
María Pilar Queralt del Hierro, Isabel de Castilla. Reina, mujer y madre, Edaf,2012.
Positio Canonica De Isabel La Católica.
Creo que es muy justa y necesaria la beatificación de Isabel La Católica. Fue una santa desde pequeña hasta su muerte.
Ángel Roncero Marcos.
Sacerdote Salesiano de Don Bosco
Los Reyes Católicos (sigloXV), hicieron una reforma que salvó a España, de la corrupción política, religiosa, económica y de inútiles guerras y enfrentamientos, nacionales e internacionales.
Especialmente la reina Isabel II, con su Reforma, devolvió a La Gran España, a la Gloria que había conseguido. Siguiendo los caminos de Dios (y dejándose llevar por Él) llevó el clero, la política -nacional e internacional- la economía, la enseñanza, el deber, la moral a su máximo esplendor.
Desde hace tiempo, que se cuestiona el justo reconocimiento, a una posible beatificación de la reina Isabel II , con la ayuda de Dios.
¡Dios guarde a la Reina!.