México celebra este año dos importantes efemérides: el quinto centenario de la caída de la antigua capital azteca, Tenochtitlán, a manos de las tropas de Hernán Cortés y de sus aliados indígenas, los tlaxcaltecas entre otros, y el bicentenario de la independencia del país y la proclamación del Imperio mexicano.
La Conquista supuso el alumbramiento de una nueva sociedad, mestiza, con lo mejor de dos mundos. Sin duda, uno de los mejores logros de España en esa brillante etapa de su Historia fue la evangelización de todo un continente. Y en esa evangelización, la erección de iglesias y catedrales ocupó un lugar determinante, para que los nuevos catecúmenos pudieran rendir culto a Dios.
Una de las edificaciones religiosas más representativas de ese esfuerzo es la Catedral Metropolitana de la Asunción de la Santísima Virgen María a los cielos de la Ciudad de México, sede de la Archidiócesis Primada de México, y erigida en el lado norte de la Plaza de la Constitución, en el casco histórico de la capital mexicana.
La construcción de la actual catedral se inició en 1573, si bien hubo una iglesia anterior, levantada poco después de la conquista de Tenochtitlán, tan pronto regresó Hernán Cortés de su expedición a Honduras. Esa primigenia iglesia pronto se reveló insuficiente para acoger con la magnificencia que requerían las celebraciones litúrgicas de la capital del Virreinato de la Nueva España.
Se buscó como emplazamiento, tanto de la catedral vieja, como de la nueva que la sustituyó y que hoy podemos admirar, el corazón de la antigua capital azteca, donde se erigían el Templo Mayor, dedicado al dios Quetzalcóatl y, especialmente, el de la principal deidad mexica Huitzilopochtli, el dios de la guerra, sediento siempre de la sangre de los sacrificios humanos, de los que dio aterrado testimonio el gran cronista de la Conquista Bernal Díaz del Castillo, entre otros.
Precisamente del templo de ese cruel dios se aprovecharon las piedras para la primera catedral. El arquitecto que dirigió el proyecto de ésta fue Martín de Sepúlveda, y Juan de Zumárraga el obispo titular. El lugar en donde se levantó planteó problemas desde el principio, al tratarse de una zona lacustre (Tenochtitlán estaba rodeada de canales), por lo que aunque se recurrió a una ingeniosa solución, con la ayuda de los indios, consistente en situar pilotes de madera en el basamento, se llegó a plantear cambiar de ubicación.
Se desestimó, pero como queda explicado arriba, la catedral vieja se quedó pequeña, por lo que se inició la construcción de la nueva. Ambas habrían de convivir, al menos hasta que la nueva edificación estuvo en condiciones de acoger los actos litúrgicos.
La construcción de la catedral fue un elemento cohesionador de la sociedad de la Nueva España, ya que en la misma se implicaron no sólo las autoridades eclesiásticas, sino el resto de la sociedad, incluidos naturalmente los indios.
La catedral tardó cerca de 250 años en levantarse, por lo que tanto su exterior como en su interior son un compendio de los distintos estilos artísticos de esos dos siglos y medio: gótico, churrigueresco, neoclásico. En la misma participaron artistas de renombre.
Debido al terreno inestable sobre el que se levantó el edificio, se desestimó el proyecto original de seguir el modelo de la catedral de Sevilla, con siete naves. Finalmente se redujeron a cinco, y se optó por los patrones de las sedes catedralicias de Valladolid y Jaén.
Al prolongarse durante tanto tiempo su construcción y al tratarse de la sede de la capital de un Virreinato que, conviene recordar, no abarcaba sólo el actual territorio mexicano, sino buena parte de los EEUU que se lo apropiaron en una guerra de infame expansionismo colonial, la catedral fue testigo de todos los avatares históricos, primero de Nueva España y, luego, del nuevo país hermano.
Así, en 1821, tras la independencia, fue proclamado allí emperador Agustín de Iturbide, Agustín I. También sus muros guardan los restos de los “próceres” de la secesión mexicana de la Madre Patria, los curas Hidalgo y Morelos.
¡Qué contraste!, a pocos metros, en la recóndita iglesia de Jesús Nazareno y prácticamente inadvertidos – ningún guía turístico lo advertirá, como pudo apreciar el autor de estas líneas en su viaje de novios-, yacen los restos del fundador del Virreinato, Hernán Cortés, ejemplo de militar, diplomático y estadista, que sin embargo y fruto de la Leyenda Negra sigue siendo injustamente tratado, incluso por los propios mexicanos de hoy en día. Precisamente al lado de la catedral y en el mismo viaje citado, este autor tuvo que vérselas dialécticamente, para sorpresa de los viandantes, con un pobre diablo que no hacía sino despotricar contra los españoles y su “nefasta” herencia.
Viendo este hermoso edificio, cabe pensar que nuestro legado no fue tan malo, después de todo. La catedral ha permanecido abierta de forma ininterrumpida, salvo momentos puntuales, como la triste Guerra Cristera, en la que los gobernantes masones de la República norteamericana trataron de arrancar de raíz la arraigada tradición católica del pueblo mexicano.
Recientemente, los Papas San Juan Pablo II y Francisco han sido testigos de esta hermosa catedral y de todo lo que representa, la evangelización de un pueblo que tiene en la Guadalupana su más seguro amparo.
Jesús Caraballo