A comienzos del siglo XVI, Europa era un polvorín a punto de estallar. Entre 1505 y 1535, Martín Lutero formuló y difundió las bases de la gran herejía protestante. Para aquel año, muchas ciudades alemanas habían aceptado la nueva doctrina como forma de debilitar a Roma y oponerse al emperador Carlos. Y Lutero no vino solo: le siguieron Calvino en Ginebra, Zwinglio en Suiza o Enrique VIII en Inglaterra, aumentando la tensión existente.
Estas nuevas herejías afectaban al Imperio pero, especialmente, a la salvación de millones de almas. La respuesta de la Iglesia llevaba décadas gestándose, y encontró en este contexto un deber inaplazable. Entre 1545 y 1563, el Concilio de Trento reafirmó los grandes pilares negados por la herejía: la salvación por la fe y las obras, la autoridad del Papa y de la Biblia, la mediación de la Virgen y los santos o el papel del sacerdote y los sacramentos, entre otros.
Esta realidad nos explica el profundo sentimiento del soldado, su defensa de la Iglesia de Roma, y sobre todo, su lucha por Dios y su Rey. El nuevo estatus religioso afectó profundamente la vida militar. Para los soldados del Tercio, el sistema sanitario era tan importante como la asistencia espiritual”.
Los soldados del Tercio eran católicos, defendían la fe, y ponían a Dios por encima de todo, pero sobre todo, se sentían en la misión providencial como soldados españoles para defender la fe católica. Para aquellos soldados, Dios estaba presente en todos los aspectos de la vida del Tercio: se nacía, se vivía, se luchaba y se moría por Dios.
Estos ideales se materializaban en rezos, misas y actos religiosos que formaban parte del vivir cotidiano del soldado. Los domingos y festivos existía la obligación de oficiar misa. Además, cada tercio dejaba una limosna para que los lunes se dijera una misa a sus difuntos, a aquellos que habían defendido con su vida a Dios, al rey y su honor.
En este contexto, el capellán desempeñaba un papel fundamental en la vida del Tercio. Antes de entrar en batalla, además de dar una absolución general, los capellanes se encargaban de dirigir unas palabras a los soldados para enaltecer sus sentimientos y su condición de siervos de Dios.
Los capellanes disponían de una tienda móvil donde colocaban el altar y demás elementos necesarios para el culto. Estas capillas portátiles aumentaron en forma y decoración, y con el paso del tiempo, las limosnas permitían adquirir nuevos ornamentos.
Además, los capellanes eran hombres cada vez más formados, cuya presencia buscaba reducir los males propios de la milicia y conseguir un soldado capaz de servir a Dios y al rey con el mismo ímpetu. Siempre que se podía se reunía a los soldados para que escucharan la palabra de Dios antes de lanzarse al ataque.
Durante el combate, los soldados tenían el ideal de la lucha en defensa de la fe. La intención de recuperar la verdadera religión, proteger al catolicismo y acabar con las herejías. Las armas les permitían la redención a base de sacrificio y lucha hasta el final.
Comenzada la batalla, los soldados sabían que la muerte podía llegarles en cualquier momento y pedían por su salvación. La figura de Santiago también tenía un papel primordial en las plegarias de los soldados.
Ocasionalmente, los mismos capellanes se vieron envueltos en la batalla y cogieron la espada en momentos de necesidad. Ejemplo de ello es el franciscano Mateo de Aguirre, que lideró el ataque católico con el crucifijo en la mano, en Ivry, el 14 de marzo de 1590. No fue el único. El carmelita Domingo de Jesús también destacó en la batalla de la Montaña Blanca.
El rezo era un elemento indispensable antes de cada batalla y en el fragor de cada enfrentamiento, momentos en los que se exaltaba la intercesión de la Virgen y de los santos.
Uno de los casos más representativos de ello es la batalla de Empel en 1585. El tercio de Bobadilla estaba refugiado en la isla de Bommel ante la llegada del invierno, cuando el almirante Holak abrió los diques que rodeaban la isla para inundarles. Al quinto día, todo parecía perdido, cuando un soldado español que cavaba una trinchera encontró una tabla con la imagen de la Inmaculada Concepción.
El descubrimiento levantó el ánimo de los soldados, que la llevaron en procesión hasta la iglesia. Esa noche, las aguas comenzaron a helarse, lo que hizo huir a la armada enemiga para no verse atrapada por el hielo. Los tercios obtuvieron el triunfo y la imagen se veneró en toda España.
Por ello, la vida del soldado también se relacionó con la recuperación de reliquias perdidas en territorios de los herejes. En las batallas, conseguir estos objetos sagrados era una auténtica victoria, y en muchos casos, la guerra en Flandes y expansión del calvinismo llevó a los españoles a conservar estas reliquias en España.
Es lo que ocurrió en 1568 en Leiden, defendida por la Monarquía Hispánica. Ante la llegada del ejército rebelde, el duque de Alba recibió del Obispo los restos de San Vicente. Parte de las reliquias se las llevaron a Ávila, y más tarde el resto al Monasterio de El Escorial.
En cuanto a los testamentos de los soldados, reflejan muy bien su deseo por alcanzar el cielo. El capellán que se los quedaba oficiaba misas por ellos, pedía por que su alma ascendiese al cielo lo antes posible evitando el purgatorio.
Los capellanes tenían muy buena relación con los soldados y en muchos testamentos se habla de la gran amistad que los unía. Este aprecio también se plasmó en las cuantiosas limosnas que dejaron los soldados quitándoselas de su propia paga.
Los capellanes conocían sus secretos y mayores males, por lo que al final eran muy íntimos, tanto que los propios soldados les dejan bienes en herencia. Se ganaron el respeto de aquellos que, con la espada, la pica y el arcabuz, combatían en defensa de la fe.
Por ello, los soldados de los tercios recibían la muerte seguros de su protección espiritual. Un capellán, Antonio Possevino, definió a los soldados del tercio como soldados cristianos, que sumaban a las virtudes guerreras el ejercicio de las devociones establecidas en Trento: las procesiones, penitencias y predicaciones formaban parte del día a día del soldado.
Enmarcados en esta visión providencialista, los hombres del Tercio debían llevar una vida santa para ganar las batallas celestes y terrestres. De este modo, se cumplía con la obligación y se ganaba el cielo.
Jesús Caraballo
Muy interesante el artículo. Lo grande qué fueron LOS TERCIOS ESPAÑOLES y cada vez menos conocidos y volotados.