Para conocer y estudiar una herejía resulta conveniente saber cuál es el origen de ella, por lo tanto, conviene conocer la reflexión con hizo San Pablo: “En primer lugar, he oído que cuando os reunís en asamblea, hay divisiones entre vosotros, y en parte lo creo; porque es inevitable que haya divisiones entre vosotros, para que se muestre quienes de vosotros sois los auténticos” (I Co 11,18-19).
Ya en el siglo II surge un gnosticismo cristiano que promovía tener un conocimiento intuitivo y misterioso de las cosas divinas. Se debió a Marción, que rompió con la Iglesia de Roma para proponer una interpretación alternativa de la Biblia.
El Concilio de Elvira (302-314 aproximadamente) plantea que el principal problema de la heterodoxia es el paganismo, en particular la idolatría. Los cánones 16, 22 y 51 hacen referencia a las herejías que no se especifica de que tipo fueron, pero que se puede intuir que serían de tipo gnóstico y maniqueo. El primer movimiento herético de relevancia es el conocido como “donatismo”, que comenzó con un pequeño grupo en Cartago. El mismo San Agustín, en una carta contra los donatistas decía que éstos no son una iglesia verdadera, pues fuera de Cartago sólo tienen un obispo en Roma y otro en Hispania.
Los donatistas se negaban a participar de la comunión con los obispos que fueron apóstatas durante la época de las persecuciones, o con los que acogieron a los apóstatas arrepentidos. El hecho es que la Iglesia donatista se convirtió en una potente realidad desde su sede en Cartago. La relación del donatismo con Hispania se conoce por las acciones del obispo Osio de Córdoba y la participación de algunos obispos hispanos en el Concilio de Arlés (314) donde se condenaría la herejía. Documentos recogidos por Eusebio demuestran que fue Osio de Córdoba el que influyó en el emperador Constantino para tomar decisiones contra el donatismo.
Los dos grandes problemas doctrinales que tuvo la iglesia hispánica durante el siglo IV fueron el arrianismo y el priscilianismo, corrientes que tuvieron gran calado y que por eso merecen especial detenimiento para mostrar el alcance y la repercusión de sus propósitos.
Arrio fue un sacerdote nacido en Alejandría, desde donde extendió su nueva doctrina. Él defendía que el hijo había sido creado de la nada, es decir, que hubo un tiempo en el que no existía, niega la divinidad de Cristo, o la sitúa en un nivel secundario respecto al Padre. De esta forma lo que consigue Arrio es dividir a las iglesias de oriente, de tal forma que el emperador Constantino escribe sendas cartas a Arrio y a Alejandro, obispo de Alejandría, exhortándoles a la concordia. Para conseguir tal propósito envía a Osio con el fin de restaurar la paz entre las iglesias divididas. Osio recaba la información necesaria asistiendo a un sínodo de obispos egipcios, pero vive una nueva crisis de los obispos de Antioquía. Eso fue el detonante para la convocatoria de un gran concilio ecuménico, convocado en Nicea en el año 325.
El Concilio de Nicea representa el primer concilio ecuménico en la historia de la Iglesia. La presidencia del concilio recaerá sobre Osio, él mismo participó en la aceptación de la fórmula consustancial aplicada a Cristo en relación con su Padre. San Atanasio, testifica que Osio intervino en la elaboración de las tres fórmulas antiarrianas del concilio, la más conocida: “engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre”. Al parecer los mismos arrianos facilitaron el argumento para que Osio y los demás asistentes aceptasen esta fórmula contra Arrio, afirmándose, así, la divinidad de Cristo. Osio intentó imponer en Nicea el celibato de los obispos, los presbíteros y diáconos, como ya se aceptó en el Concilio de Elvira, pero no se aceptó en Nicea.
El Concilio de Nicea no consiguió la ansiada paz entre las iglesias. Los partidarios de Arrio se movieron de forma muy activa contra la ortodoxia de Nicea y poco a poco fueron consiguiendo los favores imperiales. Debido a esto hubo de convocarse otro concilio en Sárdica (343), aún presidido por Osio, que lideró la delegación de los obispos occidentales, aproximadamente noventa. El resultado fue el abandono de la asamblea de los obispos orientales, unos ochenta. Éstos escribieron una carta encíclica en la que condenaban al Papa Julio y a Osio. Se inició el cisma entre las iglesias de oriente y de occidente.
Este fue el inicio del arrianismo que en Hispania tuvo su principal repercusión con la entrada de los godos en el siglo V. Sobre la figura de Osio sobran las palabras, solo caben destacar las que le dirigió su amigo San Atanasio de Alejandría: “del gran Osio, hombre verdaderamente santo, confesor, de feliz ancianidad, no es necesario que yo hable… No es un anciano innominado, sino el más y mejor conocido de todos. ¿qué sínodo no dirigió? Hablando con propiedad persuadió a todos. ¿Qué iglesia hay que no tenga los más bellos recuerdos de su patrocinio? ¿Quién se le acercó entristecido que no se alejase de él reconfortado? ¿Qué necesitado le pidió algo y se fue sin conseguirlo?
El segundo gran personaje que provocó gran controversia en el siglo IV fue Prisciliano, se ha supuesto que nació en Gallaecia, perteneció a una familia noble y pagana y de esta manera fue educado en la cultura clásica. En su juventud conoció al maestro Elpidio, a éste le debe su iniciación en el gnosticismo. Aprendió magia con las lecturas de Zoroastro y Mago, según San Jerónimo.
En Gallaecia, y acompañado de Elpidio, entra en contacto con un grupo de laicos atraídos por la perfección. Recibe el bautismo y se propone, junto con el grupo, corregir la dirección de la diócesis. En Lusitania alcanzó un gran éxito y formó un grupo numeroso de seguidores. Prisciliano renunció a sus riquezas, llevó una vida pobre, fue muy sobrio con la comida, no comía carne ni bebía vino, señales del gran ascetismo que profesaba.
Dejó escritas varias obras entre las que destacan “Prólogo” y “Canones in Pauli apostoli epístolas”. En estas obras Prisciliano expone su teología, y da su idea sobre el alma, la Creación, el dualismo luz-tinieblas y la escatología. Su ideal de perfección cristiana incluía el celibato, la virginidad, el encratismo –abstinencia- matrimonial, el ayuno y la renuncia a las riquezas. Prisciliano propugnaba un modo distinto de entender el cristianismo. La valoración de la castidad y la tendencia a no contraer matrimonio acercaban la ascética prisciliana a corrientes gnósticas y maniqueas.
Este tipo de ascetismo se hizo sospechoso para algunos obispos como Hidacio. La ética maniquea tendía a una abstinencia total, a una renuncia incluso de los placeres sexuales, a un ascetismo difícilmente practicable por todos los seguidores. De esta manera el priscilianismo empieza a verse como una herejía, que de ser así, se puede considerar que fue originaria de la Península Ibérica.
Hay que tener en cuenta que Prisciliano y sus seguidores fueron hombres de fe, cristianos preocupados por el rumbo de sus iglesias y por la falta de moral de algunos de sus dirigentes. Prisciliano no pretendió apartar a sus seguidores de la liturgia eclesiástica, pero su tendencia a las prácticas esotéricas – la costumbre de celebrar reuniones privadas, bajo la dirección de laicos, con la participación de mujeres para familiarizarse con la exégesis de las escrituras, al margen de clérigos – despertaron las sospechas de Higinio de Córdoba.
Ante la evidencia de estos aspectos se decidió convocar un concilio que tuvo lugar en Zaragoza probablemente en el año 380. El tema principal a tratar fue la supuesta heterodoxia del priscilianismo. Hidacio acusó a Prisciliano de doctrina herética sobre la Trinidad, del uso de apócrifos heréticos, de prácticas mágicas, de aceptar el dualismo maniqueo y de libertinaje.
Itacio acusó a Prisciliano de practicar la magia con el fin de que un campesino obtuviera buenas cosechas, mediante la consagración de las mismas al sol y a la luna. Las acusaciones Hidacio e Itacio de maniqueísmo y magia trasladaban el ascetismo priscilianista a la justicia civil, al estar ambos prohibidos por ley.
Prisciliano, a su vez, insistió en que el ataque al que estaba siendo sometido por parte de Hidacio, se debía a la depravada vida que llevaba éste, y por lo tanto, chocaba con el ascetismo que ellos promovían.
Itacio acudió al emperador Magno Máximo, de origen hispano, y consiguió en el año 389 que los priscilianistas fueran acusados de maniqueísmo. Tras esta acusación el emperador ordenó que Prisciliano fuese juzgado en un concilio que se reunió en Burdeos. Prisciliano dio las armas a sus acusadores, al calificar a los maniqueos de siervos malvados del sol y la luna. Se defendió bien, pero no sirvió para nada. Se le consideró un laico hereje. La sentencia se hizo efectiva en el año 386, aunque se desconoce la fecha de la muerte de Prisciliano.
La resolución del juicio contra Prisciliano ha creado multitud de debates hasta nuestros días. El mismo san Agustín, en carta escrita a san Jerónimo, afirma que entre los años 388 y 395, nunca oyó relacionar a los priscilianos con los maniqueos. San Agustín conoció muy bien esta tendencia, a la que perteneció durante diez años. La historiografía luterana de finales del siglo XIX recuperó la figura de Prisciliano como un reformador con muchos aspectos comunes a la Reforma luterana. Otros autores presentan el priscilianismo como una revuelta campesina. Autores nacionalistas ven en la figura de Prisciliano la verdadera y auténtica “singularidad cultural gallega”.
En definitiva, sus ideas y prácticas no dejaron indiferente a nadie de su época, ni de las posteriores.
José Carlos Sacristán