O´«’Donnell fue el responsable en última instancia de luchar por la sujeción colonial y de ponerle freno a la modernización en los ingenios-que solo podía llevarse a cabo con mano de obra asalariada- y del interrogatorio de más de cuatro mil personas en busca de confesión, de la expulsión de la isla de más de ochocientas personas, del ingreso en la cárcel de mas de seiscientas y de la muerte de más de trescientos inocentes y setenta y ocho ajusticiados en 1844, en un intento de contener la esclavitud desde su puesto de mando por la fuerza. El mismo Capitán General se había atrevido a afirmar: “La isla de Cuba concluye para nosotros y desaparece su importancia el día en que cese el trabajo de los negros en ella”.
En la sombra yacía la espera del fallo del consejo de Guerra tras la supuesta conspiración de los negros contra los blancos del 44, que había sido auspiciada desde 1838 por los agentes abolicionistas ingleses, en especial por David Turnbull, el agente inglés que iba por las fincas con las falsas promesas de libertad a las dotaciones de esclavos a las que prometía el rescate de barcos enviados desde Inglaterra. Prueba de la estrecha vigilancia a la que estaban sometidos por el tráfico negrero en la isla era el Pontón Romney, a modo de factoría permanente de los ingleses.
O´«’Donnell se resistió al cumplimiento de los tratados y al apoyo de la política británica respaldada por su enemigo Espartero desde sus inicios en un intento de perpetuar la dependencia de Cuba de su madre Patria. Sus defensores dirían de él: “Cualquiera que hubieran sido sus defectos como hombre privado y sus faltas como estadista es una gloria de la patria de la que pueden aprender mucho en todas las épocas los hombres que brillan en las alturas”.
Fuera como fuese ya en su momento el general Luis Fernández de Córdoba había vaticinado que O’Donnell sería un gran general pues era el primero que se presentaba al fuego. A su llegada a la isla -a cubrir el mando civil y militar más importante que tenía España. O’Donnell tenía que enfrentarse a los que desde dentro y desde fuera de ella querían llevar a cabo el cese de la trata y comenzar con el fomento de la colonización blanca. “Veremos si hay un solo diputado español que se eleve a la altura desde donde debe considerarse este asunto y proclame la conveniencia de inmolar para siempre este criminal comercio” decía el conde de Pozos Dulces, otro anexionista convencido, en 1845. Al blanquear Cuba se le salvaría de la barbarie negra, pero el Capitán General tenía claro que el fin del tráfico y comercio negrero iba a suponer la ruina para la agricultura y el comercio y por ende la ruina de la sacarocracia criolla. A finales de 1844 se fueron poco a poco poniendo en libertad a los blancos presos por causa de la conspiración de los negros, como eran Félix Tanco, Martínez Serrano y otros: “Parece que por más esfuerzos que se han hecho no se ha encontrado criminal a nadie”.
La colonización blanca avanzaba muy despacio con la llegada de los culies, mientras la salida de los barcos negreros de África seguía produciéndose pero con menor frecuencia, por lo que todo ello propiciaba que se mantuviera la relación colonial con la metrópoli y que se defendieran los intereses económicos y sociales de Cuba como colonia dependiente de España. Era clave para ello que en la isla perviviera el comercio negrero, la cultura peninsular y la esclavitud en ese periodo de transición hacia la colonización blanca. La trata seguía siendo el principal antídoto contra la emancipación de la isla y contra las planes futuros de anexión.
Mientras en 1844 un grupo representativo de los hacendados temía por sus vidas, pues la mitad de la población en la isla era ya de color negro y no solo se sublevaban dotaciones de esclavos sino también mulatos artesanos, negros libres y trabajadores de las compañías de ferrocarril. Entre unos y otros enseguida se persuadieron de que existía una conspiración orquestada de las personas de color para emancipar a los esclavos y mientras los agentes de gobierno acaloraban los ánimos con faltas noticias. O¨’Donnell aunque a su llegada apenas conocía el país después en los cinco años que estuvo en la isla la recorrió de un lado a otro “dando alas a su natural vanidad y presunción se persuadió de que a él estaba reservada la gloria de salvarla de la ruina inmediata y conservarla unida a la decrépita monarquía”.
Al parecer el Capitán general miraba con recelo a todo aquel que tenía ideas contrarias a sus ideas mientras percibía tres onzas de oro por cada bozal que entraba en la isla, en lo que ya se consideraba un comercio clandestino que iba en contra los tratados suscritos con Inglaterra: “No se puede destruir la ambición de un gobernador cuyo solo instinto es el dinero, máxime cuando la distancia que separa la colonia de la madre patria hace que muchos de nuestros gobernantes estén revestidos de facultades más amplias aún que las que tiene la misma soberana” decía Miguel Aldama. El hecho de lucrarse con la trata despertó mucha envidia a su figura y le hizo objeto de calumnias aunque había quienes aseguraban por otro lado desde España que era un hombre al que no se le conocían ni vicios ni disipaciones.
La lucha del Capitán General sería establecer cuanto antes una comisión mixta cuyos miembros cometieron después bastantes crueldades para contentar la política omnímoda de los capitanes generales, llenar de presos las cárceles, mantener la inquietud del país y así retardar en lo posible el abolicionismo en las colonias españolas. Ello iría en su propio beneficio de ascensos y condecoraciones y también en pro de los hacendados y comerciantes de esclavos, que veían peligrar sus cosechas y su negocio a la sombra del despotismo colonial. Es por ello por lo que O´«’Donnell censuró en su día, a través del Censor José Antonio Olañeta, La Gaceta de Madrid, para que no se difundiera en la isla la Ley de Represión de 1845 del Tráfico Negrero como se acostumbraba de oficio. La introducción de los negros bozales era rentable, se cobraba un soborno a los comerciantes y el Capitán general se lucraba con la operación y prohibía el contacto entre dotaciones vecinas y buscar cualquier pesquisa sobre la posible emancipación de los esclavos en el interior de los ingenios.
En la península el gobierno era partidario de cumplir los tratados y además estaba el problema latente desde 1837 por la Constitución de aquel año que negaba la representación a Cortes de los cubanos y prometía unas leyes especiales para el gobierno de la isla.
Según sus propias palabras cuando se fue en 1848 de la isla lo hizo también sin aceptar obsequios de nadie y hasta entonces se dedicó con ahínco a formar su ejército en prevención de futuras rebeliones de esclavos. El pasado había sido algo conflictivo, el momento presente de posibles reformas era inconcreto y la futura autonomía o reformas para la isla estaban de nuevo en entredicho.
Los principales esclavistas proporcionaban dinero para pagar publicaciones en el extranjero y establecían tímidos contactos con Estados Unidos e Inglaterra: “No somos hombres perversos ni de la clase proletaria, todo lo contrario, somos un grupo de hombres adelantados y de los que tienen propiedades que perder en Cuba”. La isla necesitaba de un gobierno liberal que identificase los intereses morales y materiales de la isla con los de la península.
Estados Unidos ya tenía entonces la mira puesta en la isla de Cuba, la cual amenazaba con ocupar si Inglaterra trataba a su vez de ocuparla. O’´Donnell con su gallarda presencia preservaba a la isla de un gobierno en el exilio abanderado por los ingleses y con la colaboración de Espartero y libre del intervencionismo americano. Consiguió ser el capitán general más odiado y calumniado por los periódicos ingleses.
En 1847 entraban en la isla culíes, inmigrantes chinos procedentes de Asia con un contrato por ocho años y un salario que les equiparaba a los esclavos. En treinta años entraron unos 140.000 culíes.
A la vuelta a España un año después, O´«’Donnell ejercerá como senador y director de la Academia de Infantería y advierte de que si gobierna “lo haré con hombres desengañados de otros partidos, deseosos del bien público y enemigos de las miserias y pequeñeces”. Afines a él fueron los hermanos Gutiérrez de la Concha, Francisco Serrano, que sustituyó al anterior después como Capitán General de Cuba y Roncali, marqués del Duero, marqués de La Habana y Dulce, todos ellos valedores del proyecto reformista. La revolución en Francia ponía en peligro ese año la placidez moderada española.
O´«’Donnell siempre destacó por su anti abolicionismo y siguió poseyendo fincas en Cuba y manteniendo contacto con amigos como Carlos Drake, duque de Vegamar, reformista cubano que ayudaba económicamente para favorecer la postura antillana en la península y que deseaba la obtención de representación en cortes y que a su vez pretendía aminorar la presión del gobierno colonial sobre los propietarios de los ingenios. También se trataba con Julián Zulueta y el conde de Fernandina.
O´«’Donnell falleció en Biarritz. El emperador de los franceses, Luis Napoleón Bonaparte también siempre tuvo pruebas de consideración hacia su persona como igual despertó las simpatías de Benito Pérez Galdós que le dedicó uno de sus Episodios Nacionales.
A su muerte el 5 de noviembre de 1867 la reina Isabel II dirá: “El rey y yo hemos perdido un defensor y un amigo que nunca olvidaremos”. Estaba claro que su cometido en la isla fue defender los intereses de la madre patria contrarios a las intenciones inglesas respaldadas por su rival Espartero, aun cuando en el camino quedase para siempre en entredicho la moralidad de sus acciones.
Inés Ceballos
Querida Inés:
Insisto en criticar el «seguidismo» de todos aquéllos que aprovechan el más mínimo pecado para denostar a España y a sus figuras históricas. Aquí todos somos pecadores, como reconocemos los cristianos católicos. A pesar de tu relato, pienso que don Leopoldo fue uno de los grandes del XIX Español. Tan grande que los ingleses, como tú misma reconoces, le aborrecían. Posteriormente, con Méndez Núñez como almirante, consiguió que nuestra Armada fuera respetada y temida en la Guerra del Pacífico.
Atentamente,
Francisco Iglesias