Dentro de la Tercera Guerra Carlista tuvo lugar la Batalla de Lácar el 3 de febrero de 1875. Las tropas lideradas por el pretendiente Carlos de Borbón, conocido como Carlos VII, entraron en la localidad navarra de Lácar ante el asombro del ejército liberal. Una vez tomado el pueblo de Lácar y otras localidades vecinas en el valle de Yerri, ante el avance de los hombres de Carlos VII, los responsables de la defensa de la localidad decidieron preparar la huida del rey Alfonso XII. Los carlistas asaltaron el pueblo por sorpresa, de ahí que esta batalla sea conocida también por la Sorpresa de Lácar, capitaneados por el propio pretendiente don Carlos, que el 29 de enero había pasado revista a todas las fortificaciones desde Obanos hasta Añorbe.
Se generó un desastre total en el ejército liberal, en el que se contaron más de 1000 bajas. Alfonso XII, muy joven todavía, tuvo que abandonar rápidamente el lugar de la contienda, donde se hallaba en esas fechas, pues estuvo a punto de ser capturado por las tropas carlistas que hubiese supuesto acabar con el reinado de Alfonso XII, que solo un mes antes había llegado a España después de firmar el Manifiesto de Sandhurst, una declaración promovida por Cánovas del Castillo para restaurar la monarquía borbónica en España después del fin de la I República y en el que Alfonso, apodado “el Pacificador”, se presenta ante los españoles como un futuro rey modélico: español, católico, liberal y con espíritu verdaderamente conciliador. Alfonso XII había regresado a España vía Barcelona (9 de enero de 1875) e hizo su entrada en la capital el 14 de enero. Sumamente significativo resulta que, solo cinco días más tarde, la primera acción emprendida como jefe del Estado español fuese marchar al norte para dirigir las operaciones militares contra los carlistas.
Las tropas carlistas, desde su cuartel general en Puente la Reina, habían diseñado una estrategia de fortificaciones con el objetivo de aislar Pamplona y provocar un movimiento de los soldados liberales. Pero los planes de los rebeldes se vieron truncados por la concentración de tropas reales en Lorca y Lácar. El propio Alfonso XII se había desplazado hasta allí con el general Fernando Primo de Rivera. Los sublevados respondieron con un ataque que provocó la desbandada de las fuerzas reales y causó más de mil bajas en sus filas. Las fortificaciones del Carrascal tenían por objeto bloquear Pamplona y obligar al enemigo a acudir en su ayuda. El cuartel general estaba en Puente la Reina, pero don Carlos inspeccionaba continuamente las líneas. Iba escoltado por generales y por oficiales de su Estado Mayor y del Cuerpo de Ingenieros.
La víspera de la batalla trató de ponerse en comunicación con el capitán general carlista de Vizcaya y de darle órdenes especiales, pero habían sido rotos los hilos telegráficos. Don Carlos, acompañado de algunos voluntarios, creyó oportuno inspeccionar la línea telegráfica. Próximo ya a Cirauqui, se le dijo: «¡El enemigo está allá!» Tras subir a una altura, descubrió una fuerza enemiga, de cerca veinte mil hombres, que ocupaba Lorca, Lácar y las eminencias que dominan esas poblaciones. Don Carlos echó entonces mano de un lápiz y escribió al general Mendiri, que se hallaba en aquel momento en la extremidad opuesta de la línea. Cuando Mendiri recibió el aviso de su rey, supo del movimiento de los liberales, que envolvían las posiciones del Carrascal. Rápidamente mandó concentrar todas las fuerzas carlistas en Puente la Reina. Los carlistas se vieron entonces obligados a abandonar esa línea estratégica en la que fundaban todas sus esperanzas sin haber visto al enemigo.
En la noche del 2 de febrero, don Carlos conferenció largamente con Mendiri. La carretera real de Estella estaba ocupada por el mismo rey Alfonso XII y el general Fernando Primo de Rivera. Por el otro lado se hallaban Moriones y Despujols. La primera idea de los generales carlistas fue la de no exponer la artillería montada, que no podía prestar gran servicio en una región quebrada y llena de obstáculos. Se la despachó con la sola garantía de la marcha de sus mulas, pudiendo así salvarse. Luego todos los batallones pasaron el río. Don Carlos salió el último de Puente la Reina, y fue a descansar en Mañeru mientras que Mendiri se trasladó a Cirauqui, siendo desplegadas las tropas en las cercanías, decidiendo Don Carlos que, al día siguiente, al rayar el alba, comenzaría enérgicamente el ataque en toda la línea.
El 3 de febrero, el cañón del Monte Esquinza hizo algún disparo contra los carlistas. Hacía buen tiempo y don Carlos vestía el uniforme de Coronel de Guardias. Escoltado por este escuadrón, salió de Mañeru y al salir de la población, se le acercó una mujer, que tomando las riendas de su caballo, en ademán de impedirle el paso, exclamó: «¡Mueran nuestros hijos y nuestros hermanos; pero no expongáis Vos vuestra vida!». Sobre el camino de Mañeru y de Cirauqui, se dispararon algunos obuses sobre el Estado Mayor carlista, sin obtener resultado alguno. Don Carlos no oía el fuego de fusilería que había ya comenzado. Se dirigió a toda prisa hacia donde estaban Mendiri y las fuerzas escalonadas cerca de Cirauqui. Cerca de las nueve de la mañana Mendiri se dirigió al encuentro del pretendiente con su Estado Mayor, preguntando Don Carlos cómo no había comenzado aún el ataque, a lo que el general contestó que era imposible, y conduciéndole a una pequeña altura le explicó las posiciones enemigas, indicándole que hubiera sido temeridad atacar; pero opinando lo contrario don Carlos, creyó que era más oportuno no demorar la acción.
Tan pronto los batallones vieron a su caudillo, todas las músicas entonaron la Marcha Real y los soldados con entusiasmo gritaban «¡Viva nuestro Rey! ¡Viva nuestro General!». La presencia de Don Carlos les inspiraba confianza y se oyeron algunas voces de «¡mueran los traidores!» que no se supo de dónde salían. Como los soldados ansiaban pelear a costa de cualquier sacrificio, Don Carlos dijo a Mendiri: “Mira estos soldados, con tales hombres podemos llegar hasta el fin del mundo. Deploro el tiempo que hemos perdido esperando la reunión del Consejo. Temo más una retirada sin lucha que una derrota combatiendo. Importa mucho que los soldados sepan que entre nosotros no hay traidores; que hemos hecho lo que hemos podido frente el número que nos ha abrumado”.
Mendiri discutió la situación y la mayoría de los jefes participaba del entusiasmo de los soldados y de su deseo de pelear, pero ante lo dicho por Mendiri, se vieron obligados a opinar como él, en pro de la retirada. Sin embargo, cuando le tocó hablar al Jefe supremo, dijo que agradecía mucho sus consejos, que, militarmente hablando tenían razón, pero que se veía obligado a obrar contra toda consideración ordinaria.
Don Carlos dijo entonces: “Atacaremos, debiendo ser Lácar nuestro objetivo. Emprenderemos el ataque a las cuatro y media, al objeto que tengáis el tiempo suficiente de regresar a vuestros puestos y de reuniros a vuestras tropas. Esta hora es propicia, porque el enemigo no sospechará verse molestado a una hora tan avanzada, y, como tenemos pocas municiones, no podríamos sostener el fuego más allá de dos horas. La bayoneta suplirá esta falta. A esa hora nada tenemos que temer de Moriones y de Despujols, que no se atreverán a socorrer a Primo de Rivera. Señores, como Rey y como general, cargo sobre mí la responsabilidad de esta jornada, exigiendo de vosotros tan solo la responsabilidad en la ejecución de las órdenes que os transmita”.
A las cuatro y media en punto, los pequeños cañones Vitwort dieron la señal, haciendo una sola descarga. Entonces los batallones carlistas cayeron como una avalancha sobre la población atrincherada. Diez minutos después cesó el fuego: carlistas y alfonsinos habían llegado a las manos. Se atacó a la bayoneta. Los primeros que entraron en Lácar fueron el conde de Bardi y el marqués de Valde-Espina, que no tenían mando. Bardi se cubrió de gloria; Don Carlos le dio la cruz de San Fernando, y el Conde de Chambord, separándose por una vez de la costumbre que se había impuesto, decoraría al joven príncipe con la cruz de San Luis. El conde de Bardi, que era hermano de la esposa de Don Carlos, salvó la vida a gran número de prisioneros, gritando: «¡En nombre de la Reina, respetadles sus vidas!».
Al principio del combate, don Carlos se hallaba en una altura y apercibió en el camino de Esquinza un grupo de jinetes que se alejaban a toda prisa. Era Alfonso XII, que podría haber llegado a caer prisionero si hubieran pasado algunos minutos más. La madre de Alfonso, Isabel II, que se hallaba exiliada en Francia, se oponía a los liberales y tenía simpatías carlistas, llegando a decir al respecto: «¡Hubiera preferido ver a Alfonso prisionero de Carlos, que cautivo de la Revolución!». Durante la batalla, llegó un oficial, anunciando que Moriones ejecutaba un movimiento envolvente. Don Carlos le detuvo, para no infundir el desaliento; por otro lado, no creía en él, y tenía razón. Tras una lucha calificada como heroica, los liberales huían a la desbandada. Después de la batalla, los generales insistieron en que Don Carlos ostentara en su pecho la Gran Cruz de San Fernando. Y el pretendiente la llevó todo el resto de la campaña.
Carlos de Borbón y Austria pretendió el trono español entre los años 1868 y 1909. Pese a que su padre había reconocido a Isabel II como reina, la hermana de su abuela, María Teresa de Braganza, publicó la famosa «Carta a los españoles» en la que reclamaba la corona para Carlos. En 1866, Carlos VII se erigió como líder de los carlistas y estuvo a punto de pactar con Prim su llegada a España como monarca, pero el Borbón no estaba dispuesto a aceptar una monarquía parlamentaria y el pacto no prosperó. Carlos de Borbón entró en España disfrazado y comenzó a organizar su ejército, convencido de que la única vía para lograr su objetivo era la militar.
El 21 de abril de 1872 dirigió la sublevación que dio lugar a la Tercera Guerra Carlista. Localizó sus cuarteles en Estella y Durango y juró los fueros en Guernica. Pese al éxito de la Batalla de Lácar, en la que casi consiguió apresar al rey Alfonso XII, solo un año después tuvo que exiliarse del país. Pasó los años siguientes reclamando sus derechos reales en congresos antimasónicos y las grandes fiestas del zar Alejandro II.
Jaime Mascaró