Luis Suárez Fernández, in memoriam

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Un siglo de vida es mucho y es poco. Todo depende de si esa trayectoria vital se observa desde un prisma biológico, histórico o espiritual. Para la biología, un centenario en la existencia de un hombre puede representar un hito; poca cosa si se compara con la inmensidad del tiempo que engulle la historia y lo sepulta en el olvido, a decir de la copla manriqueña. Es desde la cima del espíritu, que valora e impulsa la fecundidad del obrar humano, la que en última instancia nos ofrece la respuesta más precisa.
Nadie podrá negar que el itinerario humano y profesional de don Luis no haya sido fructífero. Fue su interés constante por aprender y enseñar lo que acrecentó su laboriosidad, su compromiso y su generosidad. Su currículum, tan glosado estos días a modo de síntesis, es una consecuencia de su constancia y buen hacer. Sus estudios y carrera en Valladolid, de la que fue rector de su Universidad, le convirtió en maestro de muchos historiadores. También por el atractivo de su personalidad, siempre amable y cercana. Y es que Luis Suárez era un joven de cien años. Recientemente se han publicado varias anécdotas que acreditan esta afirmación ¿Cómo se explicaría si no la atracción de un catedrático y académico, ya consagrado, por las distintas iniciativas de jóvenes profesionales que empezaban a andar? Le movía su espíritu de servicio. Sabía que la tarea del intelectual era la de instruir y formar a las conciencias en la verdad. De aquí su directa implicación como asesor, consejero y articulista en publicaciones claramente orientadas a fomentar la complementariedad entre la razón y la fe. Dos facetas que constataba integradas en la persona humana y, por tanto, imprescindibles para la promoción de su dignidad.
Ciertamente, la concepción de Luis Suárez se inscribe en la dinámica secular del pensamiento tradicional hispánico, arraigado en una antropología realista y cristiana que sostendría el progreso integral del ser humano. Toda su obra está informada por esta perspectiva. Mucho más visible en sus estudios sobre la Edad Media y los Reyes Católicos, dando a conocer aspectos novedosos que arrojaron luz sobre tanto mito oscurantista. Pero también de las décadas centrales del siglo XX, cuando se pretendió reorganizar la convivencia española sobre un arquetipo humanista de raíces religiosas. Su amplia investigación de la época de Franco, que le tocó vivir, no se entiende sin su conexión con esta línea. El mismo Suárez, en su calidad de procurador en Cortes que le confería su cargo de rector, se sentía profundamente satisfecho de haber colaborado al restablecimiento de la monarquía en 1969 con la proclamación del príncipe Juan Carlos de Borbón como sucesor a título de rey en la Jefatura del Estado. Se trataba, en su opinión, de un acontecimiento significativo, que aunaba los esfuerzos de su generación con el patrimonio heredado del pasado para “crear un futuro mejor”. Esto explica sus reservas a las recientes leyes de la memoria que enmendarían dicho objetivo, excitando viejos rencores que parecían superados.
Los últimos trabajos de Luis Suárez han subrayado este anhelo reconciliador. Asentándose sobre una conciencia histórica que, según sus palabras, resultaría de la libre aceptación de los axiomas forjadores de España como comunidad, ha propuesto El pacto como modelo político. Es decir, el entendimiento que, conforme a la libertad y al derecho ― fundado en el orden moral ―, sellarían gobernantes y gobernados en la monarquía bajomedieval. Toda una declaración que muestra la utilidad de la historia. Con su magisterio, Luis Suárez ha materializado la máxima ciceroniana: historia magistra vitae est. Muchas gracias, don Luis.

Antonio Cañellas Más

CIDESOC

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