En 1.439, bajo el pontificado de Eugenio IV, se celebraba el Concilio de Florencia que, entre otras importantes cuestiones, determinó el “primado, sobre todo el orbe”, del sumo pontífice, lo cual concernía al poder temporal. La Reina Isabel la Católica, como fiel devota de la Iglesia Católica, no era ajena a esa obediencia. Nacida tan solo 11 años después de dicho Concilio, fue una mujer claramente “conciliar”. De hecho, cuando llegue a reinar en Castilla, aunque la Corte era itinerante, ella siempre proclamó que, en realidad, la capital de su reino era Roma.
Eso explicaría que sus funerales se celebraran en Roma, en la iglesia nacional española de Santiago y Montserrat, hace 520 años, y que aún hoy sean frecuentes las peregrinaciones a la capital italiana, para pedir por su pronta beatificación y posterior canonización.
En su funeral en Roma, Ludovico Bruno pronunció su famoso sermón, en que ya proclamaba a la difunta Reina ―que había sido amortajada y vestida con el humilde hábito de San Francisco ― como “beata santa”.
Hay numerosas razones que respaldarían una proclamación en ese sentido. He aquí las más importantes. La primera de ellas sería precisamente la consagración de su reino a Dios, como lo prueba el que declarara a Roma como la capital de Castilla.
Fruto de esa obediencia fue la expulsión de los judíos, derivada del Concilio de Florencia, que en ningún caso era deseada por los Reyes Católicos, que, desde luego, no eran antisemitas, como lo prueba el que estuvieran rodeados de personalidades relevantes de origen judío. Conviene reseñar que los judíos se encontraban en España en calidad de residentes, después de ser expulsados, por lo general en condiciones infames, del resto de Europa. En España, se limitaron a cancelar dicho permiso de residencia, ofreciéndoles la posibilidad de quedarse si se convertían – lo cual aceptó un buen número de ellos-, poder vender sus propiedades por un precio justo, marchar con sus bienes; un plazo de tres meses para regularizar su situación; así como seguridad en su marcha al exilio. Condiciones mucho más favorables a las que sufrieron en el resto del continente, de donde habían sido expulsados anteriormente, a menudo no sin antes ser víctimas de pogromos, y con frecuencia expoliados.
Entre las personalidades que rodearon a los Reyes Católicos se encuentra un judío no converso, Lorenzo Badoz, médico personal de Isabel; Abraham Seneor, administrador de los caudales de la guerra de Granada, o Isaac Abrabanel, prestamista de la monarca durante dicho conflicto.
Tras la toma de Granada, el 2 de enero de 1492, los Reyes Católicos se encontraron un reino nazarí totalmente islamizado. La Reina Isabel acometió como propia llenar la ciudad de iglesias, pero respetando la fe de sus nuevos súbditos, hasta el punto de que ante el excesivo celo de algún religioso, decidido a convertirles a la fuerza a la fe de Cristo, los Reyes Católicos y el cardenal Cisneros, lo prohibieron expresamente. Se dieron instrucciones de que solamente se les podía convertir evangelizándoles, lo cual se intentó, por cierto, con escaso o nulo efecto.
Además, Isabel fue terciaria franciscana y cofundadora de las Concepcionistas desde 1477, así como terciaria dominica. Como terciara franciscana y siguiendo ese carisma, se entregó a asistir a los más desfavorecidos. Una de sus principales obras fue la de crear el primer hospital de campaña del mundo, en Santa Fe, durante el asedio de Granada, si bien ya hubo una primera experiencia de asistir a los soldados heridos en combate, durante la batalla de Toro, en el transcurso de la guerra civil castellana para hacer valer sus derechos al trono frente a Juana la Beltraneja.
Es bien conocido que el apoyo al viaje de Descubrimiento del Nuevo Mundo emprendido por Colón fue empeño personal de la Reina, con aportaciones propias y de la Hacienda Real, lo que la obligó a préstamos de hasta un millón y medio de maravedíes, contraídos con el judío Abrabaniel. Otro se hubiera aprovechado del decreto de expulsión, para obviar la devolución de dicho préstamo, pero la Reina se apresuró a devolver al prestamista hasta el último maravedí.
Sería prolijo explicar el verdadero cariz de lo que significó el Descubrimiento de América, una empresa que para Isabel la Católica solo se justificaba por un fin, el de ganar nuevas almas para la fe de Cristo. Unos nuevos súbditos que se incorporaban al Reino, sujetos a los mismos derechos y obligaciones que el resto de españoles peninsulares, y para los que siempre exigió un estricto respeto a sus bienes y personas. Asimismo, encomendó encarecidamente el matrimonio, para un provechoso mestizaje, del que salió una nueva raza, alumbrando la Hispanidad, algo que no ha conocido parangón en la Historia de la Humanidad.
Finalmente, pero no menos importante, la Reina Isabel la Católica falleció a los 53 años, el 26 de noviembre de 1503, posiblemente por un cáncer de útero, tras sufrir una terrible agonía, que ella ofreció tratando de emular humildemente los sufrimientos de Nuestro Señor en la cruz.
Jesús Caraballo