El pasado 23 de abril, coincidiendo con la efeméride de las muertes de Cervantes y Shakespeare, la localidad castellana de Villalar celebró el quinto centenario de la batalla que enfrentó a las tropas realistas del rey Carlos I y los comuneros. Fecha tan señalada pasó apenas de tapadillo. En los años 70 y 80 del siglo pasado, la izquierda política se apropio de esta fecha, identificándose con el carácter supuestamente “revolucionario” del levantamiento de los comuneros, frente al imperialismo de un rey extranjero. ¡Esa triste manía de juzgar el pasado de nuestra Historia con criterios del presente!.
La realidad es mucho más simple. En 1.517, llega a España un nuevo rey, Carlos I, que no sólo inauguraba una nueva dinastía, sino que había sido educado en Flandes. Lo ignora todo de sus súbditos, sube impuestos y distribuye oficios y privilegios entre sus paisanos flamencos. La marcha del rey a Alemania, las presiones durante las Cortes celebradas en La Coruña para votar nuevos subsidios, la petición de ayuda de una Segovia ya sitiada, a la que pronto se suman Madrid y Toledo y el incendio de Medina del Campo, provocaron en 1.520 la Junta de las ciudades castellanas en Tordesillas, para exponer sus quejas a la reina Juana.
Ante la imposibilidad de llegar a un arreglo, comienza la guerra que, tras distintos altibajos, concluirá bajo la lluvia de los campos embarrados de Villalar, con la victoria de la caballería realista y el posterior ajusticiamiento de los principales cabecillas, el segoviano Juan Bravo, el toledano Juan de Padilla y el salmantino Francisco Maldonado.
La revuelta no fue un episodio aislado en la Castilla del Norte, ya que Toledo fue también uno de sus focos principales. Además, ciudades como Madrid, Guadalajara y Murcia enviaron también representantes a Tordesillas. También se produjeron incidentes en lugares como Jaén, Úbeda o Baeza.
Tampoco se trató de una sublevación popular, pues basta para desmentirlo el perfil biográfico de los protagonistas. Padilla era regidor hereditario de Toledo y estaba emparentado con el Comendador Mayor de la Orden de Calatrava y con el marqués de Mondéjar; mientras que Juan Bravo era sobrino del obispo de Ciudad Rodrigo y estaba desposado en segundas nupcias con la hija de Abraham Seneor / Fernando Coronel, rabino mayor de Castilla, cuya madrina de bautismo tras su conversión, en 1.492, fue nada menos que la reina Isabel la Católica.
Más bien se trataría, como reconocieron Menéndez Pelayo, Ganivet o Gregorio Marañón, del epígono de las relaciones políticas medievales, en las que una parte de la nobleza y las ciudades se resistían a la creciente autoridad real de las monarquías nacionales, que iban apareciendo también en la Inglaterra de los Tudor o en la Francia de los Valois.
Otros, en cambio, como Maravall o Pérez, sí aprecian que pudo tratarse de la primera revolución moderna de la Historia, anticipándose en varios siglos a las revoluciones atlánticas del siglo XVIII, por la afirmación de una nación como sujeto político frente al poder real.
Posiblemente la respuesta esté en un término medio. Las Comunidades tenían a la vez aspectos medievales y modernos. Las libertades medievales y los textos constitucionales modernos, salvando las distancias, coinciden en la idea de la limitación del poder, la existencia de una ley superior y la presencia de asambleas representativas del conjunto de la comunidad política.
La realidad es que la rebelión se saldó con apenas la ejecución de sus más significados cabecillas, el resto de implicados no sufrió las consecuencias. Si de algo sirvió la guerra fue de llamada de atención a Carlos I, que a raíz de aquel triste enfrentamiento civil enmendó su actitud inicial, y supo rodearse de leales servidores españoles. Desde entonces, el rey, pese a su origen flamenco y sus numerosos títulos, sintió a España como su verdadera patria.
Jesús Caraballo