Bikini, la isla española

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El 1 de julio de 1946, hace 76 años, dentro de la llamada “Operación Able”, Estados Unidos arrojaba la bomba atómica “Gilda” ― primera después de los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945 ―, de una potencia prácticamente idéntica a la arrojada sobre Hiroshima, sobre el atolón Bikini, en medio del océano Pacífico. Para ello, expulsaba a los ciento sesenta y siete nativos que vivían en él, a los que traslada al Atolón Rongrik, retornándolos al atolón Bikini en 1968, y teniendo que volver a despatriarlos ante la cantidad de enfermedades que la radiactividad aún producía, veintidós años después.

El atolón Bikini sobre el que Estados Unidos arroja la bomba atómica es un atolón perteneciente a las islas Marshall, descubiertas por el español Toribio Alonso de Salazar en 1526, durante la expedición de García Jofre de Loaísa que pretendía hacer cargamento de especias (clavo, canela) en las Molucas. Una expedición muy desdichada, pues, para empezar, en ella mueren tanto su promotor, García Jofre de Loaísa, como el gran Juan Sebastián Elcano, el protagonista máximo de la primera circunnavegación del globo terrestre, ambos por el escorbuto. Y para seguir, una vez cargado el barco, sus tripulantes intentarán el retorno a casa por la misma ruta por la que habían venido, es decir, hacia el este, volviendo a América, sin tomar en consideración que aún faltaban casi cuarenta años para que otro de esos grandes marinos españoles, por nombre Andrés de Urdaneta, descubriera la manera de hacerlo, que no era nada fácil. Por lo que tendrán que retornar a las Molucas, donde serán hechos prisioneros por los portugueses.

Volviendo a las Islas Marshall  no mucho más tarde, en 1528, otro marino español, Álvaro de Saavedra Cerón, al mando de la nave Florida, toma posesión de ellas en nombre del rey de España, y da nombre a muchas de ellas: Pintados, Hermanas, Jardines… Son muchísimas las naves españolas que harán escala en las islas, incluido el mismísimo galeón de Manila, pues se hallan en la ruta que lleva los barcos de América a Asia (no así en la contraria, la que lleva de Asia a América, que obliga a ascender hacia el norte aprovechando la corriente del Kuro Shivo, descubierta por Urdaneta). 

En 1788, las islas reciben la visita de un tal John Marshall, un capitán británico con la honrosa misión de trasladar convictos británicos a Nueva Gales del Sur, adonde cumplían sus condenas en régimen de esclavitud, y desde allí partía para la China, viaje en el curso del cual toca en las islas…, y poco más.  Accidental circunstancia que se convierte en suficiente razón para que las islas queden bautizadas con tan absurdo nombre por los siglos. Ni su descubridor, ni quien toma posesión de ellas en legítima ley, no, sino un vil traficante de esclavos, para dar nombre a las islas.

Así pues, bajo soberanía española, en 1885 las Islas Marshall se convierten en protagonistas de un importante conflicto que a punto está de llevar a España a una guerra de consecuencias imprevisibles: la llamada “Crisis de las Carolinas”, otro archipiélago del Pacífico, español también, algo al oeste de las Marshall, que la Alemania del Canciller Bismarck, la nación más potente de la Europa del momento, reclamaba para sí.

La situación se tensa a tal punto que España llegará a preparar un flota para la defensa del archipiélago, la cual pone al mando de su marino más prestigioso y curtido del momento, el Almirante Juan Bautista Antequera, héroe de El Callao, el primero en dar la vuelta al mundo en un barco acorazado ― la famosa Fragata Numancia ―, dos veces ministro de Marina, el cual, de hecho, se hallaba retirado, y no tenía obligación de aceptar la misión, aunque como expresaría en la carta de respuesta al Gobierno, lo haría por amor a la patria, aun consciente de la escasa probabilidad de éxito que la misma tenía. Al final, por fortuna para todos, Alemania acepta el arbitraje que España le propone ante el Papa León XIII, con lo que el conflicto se evita, a costa, eso sí, de algunas concesiones: Alemania reconocía, sí, la soberanía española sobre las Carolinas; pero conseguía a cambio la libertad de comercio, navegación y pesca, y la soberanía sobre las islas Marshall, entre las cuales, la Bikini objeto de estas líneas.

Poco le dura la alegría a los alemanes, pues en 1914, nada más empezar la Primera Guerra Mundial, tras treinta años de posesión, lo primero que hacen los que eran entonces sus enemigos del Imperio del Sol Naciente es apoderarse del archipiélago. Y tampoco a éstos les dura demasiado, otros treinta años, ya que el 31 de febrero de 1944, en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, tropas estadounidenses arrebatan las islas a los nipones.

Terminada la conflagración, las Islas Marshall pasan a formar parte del Territorio en Fideicomiso de las Islas del Pacífico bajo la administración de los Estados Unidos, una situación de la que no se librarán hasta el 22 de diciembre de 1990, fecha en que obtienen su independencia. Así pues, trescientos cincuenta y ocho años españolas, treinta alemanas, treinta japonesas, cuarenta y seis estadounidenses.

Es en el curso de este fideicomiso norteamericano, que los Estados Unidos toman la decisión de realizar sobre el Atolón de Bikini el primer lanzamiento experimental de una bomba atómica después de los dos lanzamientos que habían realizado durante la Segunda Guerra Mundial, sobre Hiroshima y sobre Nagasaki, con doscientos mil y con cien mil muertos, respectivamente.

Corresponderá al comodoro estadounidense Ben Wyatt ordenar a los pobladores de Bikini que cedieran sus islas para pruebas nucleares… según les dijo  “por el bien de toda la Humanidad”.  Por cierto, que hasta un millar de «favores» más -1.031, para ser exactos- le harán los Estados Unidos «a toda la Humanidad» hasta el año 1992 en que lanza su última bomba atómica «experimental». La práctica totalidad de ellas en territorios que habían sido españoles durante muchos años, incluso siglos. Palabras las del comodoro  recordatorio las que hoy figuran en la bandera del Atolón de Bikini, “men otemjej rej ilo anij”, que cabe traducir como “todo está en las manos de Dios”, con las que habría respondido el cacique de la isla, por nombre Judá, al desvergonzado yankee.

Jesús Caraballo

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