Se cuenta que en siglo XVII vivía en el Palacio de Orive el Corregidor Don Carlos de Ucel junto a su preciosa hija de nombre Blanca. Quiso el destino que este buen hombre perdiera a su esposa a temprana edad, por quien sentía un amor desmedido y como es de entender ese dolor era prácticamente insoportable. Lo único que parecía mantenerlo atado a la cordura era precisamente su dulce y cándida hija quien era ejemplo de buena educación y modelo de hija que todo padre quisiera tener.
Según cuenta la leyenda un día, cuando Blanca contaba con unos 17 años, fueron ambos, padre e hija, como otras tantas veces, a orar a la Fuensanta por el eterno descanso de la esposa y madre fallecida. Pero ese día fue distinto. Al llegar a la esquina del Convento de San Rafael, una gitana del todo harapienta, de mirada penetrante y maligna, de muecas esperpénticas y con más pinta de vieja chiflada que de otra cosa, abordó a la joven Blanca para leerle la buenaventura a cambio de alguna limosna. Blanca era apuesta y lozana y la gitana experta en averiguar todo tipo de amoríos que tanto gustaban a las chicas de la época. A pesar de las dotes de celestina de la gitana, Blanca, chica religiosa, no tardó un segundo en mostrar su repulsa a tales actos y pidió a la vidente que la dejase tranquila. La gitana la increpó y el padre, Don Carlos, salió como es lógico a la defensa de su hija, apartando a la gitana hacia un lado de no muy buenas maneras y empezaron a acelerar el paso. La gitana se molestó de sobremanera y empezó a proferir toda serie de insultos y maldiciones. Al parecer, la maldición que se escuchó entre toda la sarta de blasfemias fue «Ellos pagarán su orgullo con raudales de llanto que la desgracia les hará verter».
Por supuesto padre e hija no hicieron caso de tales palabras que las achacaban sin duda a la falta de educación y modales de la más baja clase.
Aproximadamente a los dos o tres años de aquel episodio, en una fría noche del todo intempestiva, el descanso de la familia se vio alterado al escuchar, a altas horas de la madrugada, como llamaban a la puerta. Tras abrir la criada el Comendador pudo comprobar que los visitantes inesperados eran unos hebreos que se quejaban al no haber encontrado posada en toda Córdoba y le solicitaban al comendador que expidiera una orden para que les dejasen alojarse en alguna posada o, si su bondad era tan grande como su fama, tuviera la bondad de acogerlos esa noche, aunque fuese en el portal de su casa. Don Carlos se apiadó de ellos y les permitió dormir en su propia casa.
La hija del Comendador, que de lo único que pecaba era de ser muy curiosa, fue junto con la criada, con quién prácticamente se había criado, a husmear a través de la cerradura del portalón, movidas por la imperiosa curiosidad de ver cómo eran esas extrañas gentes. Pasaron pocos minutos cuando fueron testigos de algo del todo sorprendente. Uno de los hebreos sacó de sus pertenencias una extraña vela amarilla y la prendió en el suelo. Otro sacó un vetusto libro y a la luz de la intrigante vela amarilla empezaron a leer en susurros de ese libro a la par que pasaban a gran velocidad las cuentas de un rosario que uno de ellos llevaba a modo de cíngulo.
La imagen que estaban contemplando era intrigante. Si Francisco de Goya hubiera nacido un siglo antes y hubiera contemplado esta imagen bien le hubiera servido como inspiración a alguno de sus cuadros de su etapa más oscura. Varias figuras casi desdibujadas por la negrura del lugar donde se encontraban tristemente iluminadas por la llama de la vela y envueltas un cántico monótono, diatónico, casi hipnagógico que llenaba toda la sala.
Las curiosas casi estaban alcanzando un estado alterado de conciencia cuando un estruendo las sacó del trance. De repente la tierra se separó. Es como si se hubiera rajado el suelo. Cuando terminó de abrirse pudieron contemplar totalmente presas de su asombro que la brecha daba paso a una preciosa escalera como de mármol. Los extraños visitantes seguían recitando ese cántico y uno de ellos se dispuso a bajar por dicha escalera. Al poco volvió a subir acompañado por un joven apuesto de hermosísimo aspecto, el cual portaba un cofre al parecer lleno de alhajas y joyas de grandísimo valor y se los entregó a los hebreos que seguían recitando los extraños mantras. El apuesto joven rogó con todas sus fuerzas que lo dejaran unirse a ellos mas los hebreos le dieron numerosas explicaciones y notables razones para que volviera a bajar ya que aquel era el lugar al que pertenecía y le obligaron a volver por la escalera que le conduciría Dios sabe dónde.
Con solemnidad terminaron de recitar unos versos ininteligibles, apagaron la triste llama de la vela y automáticamente, el suelo se volvió a unir, desapareciendo todo rastro de lo que allí aconteció.
A la mañana siguiente, los extraños huéspedes agradecieron la generosidad al señor de la casa despidiéndose muy amablemente del Corregidor quien sorprendentemente había dormido profundamente durante toda la noche y no se había enterado de nada.
Fue mucha la generosidad que tuvo Don Carlos con estas personas, pero mayor fue la desgracia que trajeron.
Blanca y la criada ardían en deseos de ir a examinar el lugar donde la noche anterior habían presenciado tal maravilla, deseando encontrar la puerta que les llevaría a conocer a tan lindo prisionero, portador de riquezas insospechadas.
Examinaron el portal y nada encontraron. Tan sólo restos de cera amarilla derretida y pegada en el suelo. Blanca se entretuvo en rascar el suelo cuidadosamente y con la cera recogida creo una pequeña vela. Ambas mujercitas tenían la sospecha que esa vela sería la llave que volvería a abrir el suelo del portal. Así que esperaron a la noche.
Cuando todos dormían bajaron al portal y encendieron la triste llama y, efectivamente, tal y como ellas pensaron, volvió a abrirse el suelo y apareció la escalera. Blanca no se lo pensó dos veces y bajó por la escalinata de mármol. La criada la siguió pero decidió esperarla arriba para contemplar la llama de la vela, con el fin de avisar a la hermosa Blanca.
La vela era tan pequeña que parecía que se consumía más rápido de lo normal. La muchacha llamaba a Blanca, advirtiéndole que subiera rápidamente. Blanca echó a correr y justo cuando estaba llegando a lo alto de la escalera la vela se apagó y el suelo se cerró quedando la pobre niña enterrada. La criada empezó a gritar alertando así a todos los habitantes de la casa. Al pronto, criados y Comendador, estaban en el lugar de los increíbles acontecimientos escuchando una no menos increíble historia de labios de la criada que estaba presa de la histeria. El Comendador llamó a voz en grito a su hija, quien se escuchaba lamentarse bajo la tierra.
Desde ese día el Corregidor, totalmente desesperado, hizo numerosas excavaciones resultando todas en vano. Ni un solo rastro de escalera alguna que le llevara a recuperar a su hija.
Varios años después, el Comendador murió presa de la pena y la soledad que sentía al haber perdido a las personas que más amaba.
Se cuenta que desde entonces, son muchos los testigos que aseguran haber escuchado los llantos del padre y la visión de una sombra misteriosa que cada noche recorre la casa. Dicha sombra se le atribuye al alma de la hermosa hija del Comendador, Blanca.
Manuel Villegas Ruiz