San Francisco Javier llegó a tierras niponas en 1.549. Para entonces, los misioneros españoles habían adquirido una amplia experiencia evangelizadora por tierras ignotas, si bien en esta ocasión, debieron enfrentar nuevos retos para poder llevar la paz cristiana ― kirishitan ― a un país sumido en el Sengoku Jiday, la “Era de la Guerra”.
Para empezar, a los naturales de Japón, imbuidos del politeísmo, el concepto de un único Dios les resultaba absolutamente extraño. Además, desde el siglo VI, imperaba el budismo, que había ayudado a los señores a afianzar su dominio sobre la población. Sin embargo, el ya demasiado prolongado conflicto, provocaba ya el hastío de la población e, incluso, de los propios señores, daimios.
El ejemplo de los misioneros españoles y portugueses, sobre todo jesuitas, entregados a sus tareas de ayuda a los desfavorecidos, a las víctimas del conflicto, fue decisivo a la hora de que los japoneses se mostraran receptivos a la nueva fe, desengañados de las presuntas bondades del budismo.
Pero para ello, antes los jesuitas acometieron algo que ya habían emprendido con éxito anteriormente en China, con Mateo Ricci y el español Diego de Pantoja como pioneros, y era la asimilación de la cultura y costumbres niponas, adoptando el tradicional kimono como vestimenta, cortarse completamente el cabello, la abstinencia de comer carne, así como la decoración de las nuevas iglesias cristianas siguiendo los patrones de los templos budistas en desuso; aparte naturalmente, del uso del japonés. Y es que la primera experiencia del santo misionero español, con su pobre dominio del japonés, que despertaba la hilaridad de sus presuntos nuevos acólitos, le enseñó que antes de emprender su labor evangelizadora debían dominar ese idioma.
En las iglesias, se ponían las tatamis tradicionales de todo hogar nipón, y a la entrada de todos los templos se disponía un saloncito de té. Sin embargo, aunque en lo externo se asimilaran los misioneros a las costumbres del país de acogida, en cuestiones de dogma, no se modificó un ápice a lo que se enseñaba en cualquier otra latitud.
Muchos daimios se convirtieron muy pronto al cristianismo, secundados por los samuráis, míticos guerreros equiparables a los caballeros europeos, al servicio de su señor feudal, hasta el punto de dar su vida por él llegado el caso. Imbuidos de un admirable código de honor, esa lealtad fue aprovechada por los misioneros para transformarla en lealtad a Nuestro Señor Jesucristo. En general, el pueblo japonés también tenía en buena parte asumido ese concepto de lealtad y entrega absoluta, que se pondría a prueba más adelante, cuando empezaron las persecuciones contra los cristianos, traduciéndose en numerosos casos de martirio.
El resultado de todo ello fue el éxito en la evangelización de Japón, hasta el punto de que en fecha tan temprana como 1.580, apenas tres décadas después de la primera incursión de San Francisco Javier, ya había más de 150.000 cristianos en el país, la mayoría ― alrededor de 70.000 ― en torno a Nagasaki, el gran centro impulsor del cristianismo hasta bien entrado el siglo XX, hasta el punto de que el siglo XVI se considera el Siglo de Oro del cristianismo en Nagasaki.
Sin embargo, lo que prometía ser una rápida evangelización de Japón se malogró. Los gobernadores determinaron que el cristianismo era una doctrina incompatible con sus costumbres. Después de que Toyotomi Hideyoshi consiguiera bajo su shogunato o gobierno militar, la unificación del país dictó la Orden de Expulsión de los Padres de Japón, en 1.587, al ver a los cristianos como un peligro para su política. En 1.597 tuvo lugar el martirio de los Veintiséis Mártires de Nagasaki. En 1.640 se prohibió por completo la práctica del cristianismo.
En 1641, el sucesor de Hideyoshi, Iemitsu, decretó la expulsión del cristianismo y el Sakoku o “cerrojo”. Desde entonces, solo se permitió la entrada en el Japón unificado de una nave anual china, una coreana y otra holandesa, acabando de esta forma con el siglo cristiano de Japón. Miles de cristianos fueron martirizados. Hasta la reapertura total del país en 1868, los cristianos ocultos, conocidos como kakure-kirishitan, mantendrían la Iglesia viva en las catacumbas, perseverando en la fe ante una represión brutal.
Jesús Caraballo
Muy interesante el artículo Jesús.