En torno al año 1900 surgieron en algunas regiones españolas movimientos ideológicos que pretendían reivindicar la superioridad racial de catalanes, vascos y gallegos sobre el resto de los españoles. Evidentemente, no tenemos espacio para estudiar las disparatadas propuestas “racistas” de tipos como Bartolomé Robert, Sabino Arana o Vicente Risco, pero a pesar de que tales racismos eran incompatibles entre sí, la idea tuvo, y aún tiene, notable arraigo en Cataluña, País Vasco y Galicia. Sin embargo, frente a estos ridículos prejuicios, resulta evidente que, desde el punto de vista étnico, España es un país bastante homogéneo en todas sus regiones, incluidas las tres supuestas “nacionalidades históricas”. Y lo es a pesar de que durante siglos, considerables contingentes de personas de origen semítico –árabes y judíos– (que en el resto de Europa han sido mucho más difíciles de asimilar) vivieron en el interior de sus fronteras. Tampoco podemos detenernos a estudiar cómo, al llegar la Edad Moderna, se consiguió eliminar ese pluralismo religioso y cultural por procedimientos que, evidentemente, hoy no se pueden dar por admisibles desde el punto de vista ético. Pero el hecho que resulta innegable es que una considerable proporción de estos elementos “exóticos” quedaron asimilados y diluidos en el conjunto de la población nacional. De hecho, todavía hoy los apellidos de procedencia árabe (Benjumea, Benavides, etc) y judía (Bersabé, Levi, etc) que se remontan a aquellas edades no son raros, e incluso se han hecho estudios para calcular el porcentaje de sangre semítica que portan los actuales españoles[1]. No estamos muy seguros del grado de fiabilidad de semejantes estudios, pero de lo que no se puede dudar es de que entre los genes de nuestra población hay un cierto componente “oriental”, que no se encuentra en otros países de nuestro entorno europeo. En otros tiempos –al menos hasta el siglo XIX– bien que nos achacaban en el resto de Europa, como si fuera un oprobio, nuestro componente moruno y oriental.
Por otro lado, las migraciones internas han sido constantes a lo largo de la historia española. Son muy conocidas las de mozárabes, durante la época de la dominación islámica, y las sucesivas repoblaciones tras la Reconquista, por no hablar de las del siglo XX, cuando se produjo la industrialización de ciertas zonas del país. Todos estos factores ayudan a explicar satisfactoriamente dicha uniformidad general. En cualquier caso, las estadísticas muestran que los apellidos de los ciudadanos españoles son muy repetidos en prácticamente todas las regiones del país[2]. Como ocurrió en muchos otros sitios del mundo, también aquí se produjo un melting pot creado a fuego lento, cuyos ingredientes originarios dice la historia que fueron celtas e íberos, mestizados ya desde la Antigüedad en una general “Celtiberia”, que era casi un sinónimo de “Hispania”.
Según nos han explicado siempre, los celtas eran indoeuropeos que llegaron a la península hacia el 900 a.C., aunque desde el punto de vista lingüístico no parecen identificables del todo con los que habitaron en otras partes de Europa. Tradicionalmente, se ha creído que los íberos serían de origen africano y bereber, pero hay quien cree que vinieron del este o incluso del norte, en una migración antiquísima, sin descartar que los íberos pudieran ser los descendientes de los cromañones asentados en nuestro solar desde la noche de los tiempos. Evidentemente, no forma parte de nuestros objetivos desentrañar estos misterios, ni son esenciales para saber quiénes somos hoy.
En cambio, sí nos interesa destacar que sobre esa fusión celtibérica, base del conjunto de la población peninsular, se fueron añadiendo a lo largo de las centurias otros ingredientes étnicos muy variados: primeramente fenicios, cartagineses y griegos que arribaron a nuestras costas en tiempos protohistóricos, trayendo las primeras semillas de la civilización mediterránea. Luego vino el trascendental aporte romano, absolutamente decisivo, como es sabido, para la conformación de nuestra identidad nacional. A continuación, tenemos el ingrediente germánico, en el que prevaleció el visigótico, más el judío y el árabe, de los que ya hemos dicho algo; sin desdeñar las continuas y decisivas aportaciones que nos han venido de nuestros vecinos ultrapirenaicos. Puede que no fueran muchos los árabes que acompañaron a Tarik en el 711, pero sabemos que vinieron después almorávides, almohades y benimerines, y que muchos de ellos se quedaron aquí.
Tampoco hay que desdeñar otras influencias menores que pueden parecer anecdóticas: el continuo goteo de familias irlandesas que han inmigrado a nuestro país huyendo de la “tolerancia” anglicana; los alemanes y suizos que vinieron como comerciantes y repobladores durante los últimos siglos, y que han dejado su nombre en el callejero de nuestras ciudades; los múltiples marinos de variadas procedencias que llegaron a nuestros puertos y transmitieron aquí sus apellidos[3]; los numerosísimos hispanoamericanos, guineanos y filipinos que, procedentes de ultramar, han perpetuado sus genes en la España actual. En mayor o menor medida, todos ellos han puesto algo, mucho o poco, en la conformación de lo que somos hoy: una nación mestiza e híbrida, que tiene muy poco de “raza pura”, como la mayoría de las naciones del mundo.
Y, sin embargo, a pesar de tantos tópicos, los mapas genéticos que se están haciendo últimamente –si es que podemos fiarnos de lo que dicen– reflejan una población española más parecida en su herencia cromosómica a franceses y británicos que a italianos y griegos, a pesar de que los mediterráneos, al menos los de la ribera norte, hemos sido considerados, como dirían por aquellos lares, una razza, una faccia. Sin embargo, no sabríamos qué otra cosa deducir de este dato más que lo que ya sabemos: que España es una nación netamente europea occidental, como el resto de nuestros vecinos, cosa que la historia y la realidad actual se encargan de demostrar a quien quiera verlo, aunque tengamos nuestras peculiaridades propias.
En definitiva, los españoles no conformamos ninguna “raza” especial ni hemos de reivindicar ninguna pureza étnica para afirmarnos como nación. Si de algo podemos sentirnos orgullosos es de nuestra tendencia al mestizaje, dando ejemplo práctico y directo de la radical unidad y hermandad del género humano. Otras naciones no pueden decir lo mismo.
Macario Valpuesta Bermúdez
1 Se ha dicho que uno de cada cinco españoles tiene genes judíos y uno de cada diez los tiene norteafricanos.
[2] Conviene fijarse en el hecho de que la inmensa mayoría de los apellidos vascos, una de las principales formas de legitimación nacionalista, son topónimos, al igual que muchos apellidos del resto de España. En este sentido, tener un apellido relativo a un topónimo árabe (como Alcalá o Zufre, por ejemplo) no supone tener ancestros árabes; ni por el hecho de llamarse con un topónimo latino (como Marchena o Mérida) resulta que quien lo lleva es descendiente de romanos. De modo que el hecho de tener “apellidos vascos” en ningún caso asegura tener ancestros “puros”, diferentes a los del resto del país. Por otro lado, es sabido que el número de personas con apellidos vascos nacidos en otras provincias fuera de Vasconia es enorme.
[3] Muchos de ellos son muy reconocibles en ciudades como Cádiz, Jerez de la Frontera o Málaga.