Las islas Galápagos, paraíso de la biodiversidad, están indefectiblemente asociadas en el imaginario popular al naturalista inglés Charles Robert Darwin, quien, embarcado en el HMS Beagle arribó a dicho archipiélago en 1853. Sin embargo, pocos saben que, en realidad, las islas fueron descubiertas tres siglos antes por un obispo español.
Así es, en 1535, Fray Tomás de Berlanga, natural de la localidad soriana de Berlanga de Duero y obispo de Panamá, se dirigía a Perú, al encomendárselo resolver algunas disputas territoriales entre españoles. Partió desde su diócesis, en un periplo de 1.118 millas, pero en su derrota, el velero español en el que iba embarcado, se fue desviando hacia el oeste, impulsado por vientos y corrientes.
A los pocos días, el barco se tropezó con un conjunto de islas, la mayoría estériles, que no figuraban en la carta de navegación. La tripulación desembarcó para hacer aguada, pero apenas había agua dulce. Berlanga aprovechó para hacer anotaciones sobre la fauna local, compuesta por leones marinos, tortugas de gran tamaño capaces de transportar a un hombre sobre su caparazón, e iguanas, que el obispo describió como “serpientes”. Las aves, según Berlanga, eran como las de España, pero “tan tontas que no saben huir”.
Tanto Berlanga como la tripulación apenas dieron importancia a su descubrimiento, por lo inhóspito de las islas, debido a la escasez de agua dulce y de alimentos. De hecho, fallecieron dos hombres y algunos caballos por la carestía de agua.
El Domingo de Pascua, Berlanga ofició Misa desde el barco y, tras conseguir por fin hacerse con provisiones de agua, se hicieron a la mar, arribando al fin en Ecuador, al cabo de 20 días, y 600 millas de travesía.
Tras informar al rey Carlos I del descubrimiento, este le dio el nombre a las islas de “Archipiélago de Colón”, si bien, los marineros españoles se refirieron pronto a ellas como Galápagos, refiriéndose a las tortugas gigantes que las habitaban y que parecían sillas de montar, que en español se conocían como “galápago”.
Posteriormente, en 1546, el capitán Diego de Rivadeneira, quien visitó el archipiélago, las llamó “Las islas encantadas”, debido a las fuertes corrientes y la niebla repentina, que dificultaban la navegación por la zona. Ya en 1570, el cartógrafo flamenco Abraham Ortelius, las incluyó en su atlas mundial.
Darwin aprovechó las cinco semanas que pasó, en 1853, para las notas que realizó de la fauna local y que habrían de catapultarle a la fama, aunque obviando a los auténticos descubridores de la Galápagos.
Fdo. Jesús Caraballo