Entre los palacios de los reyes de España, con una función básicamente residencial ― algunos utilizados también como pabellones de caza ―, hay uno especialmente singular. Se trata del Monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial, que a su carácter eminentemente religioso, une además su empleo como residencia del rey Felipe II; descanso de los restos de los monarcas hispanos, y un aspecto menos conocido, su condición de templo del saber y de la ciencia.
Así es, la considerada como octava maravilla del mundo, Patrimonio de la Humanidad y el monumento de Madrid de Patrimonio Nacional más visitado solo por detrás del Palacio Real, fue concebido por un príncipe renacentista como lo era el Rey Prudente, monarca de la mayor potencia del momento, para recopilar el saber científico de la época y darlo a conocer.
Ejecutada la obra por el gran arquitecto Juan de Herrera, basándose en el Templo de Salomón, el Monasterio se erigió para conmemorar la victoria de San Quintín, el 10 de agosto de 1557, día de San Lorenzo. Una victoria que abría las puertas de París a los tercios españoles, pero que, incomprensiblemente, el Rey Felipe II no se decidió a tomar la capital francesa.
Signo de la profunda fe del monarca español es que en el centro del complejo, ocupado por las dependencias del rey, se erigió una capilla, con el sagrario justo en el centro, al contrario que las habitaciones del rey francés, en el palacio de Versalles.
Encomendado a la Orden de los Jerónimos, el monarca quiso, desde el primer momento, que el Monasterio acogiera un pequeño colegio – seminario, en donde varias generaciones de colegiales se formaron desde el 28 de septiembre de 1587, hasta la Desamortización de Mendizábal, en 1837. Asimismo, el Rey fundó el Real Colegio de Estudios Superiores de El Escorial, lo que equivaldría hoy a estudios universitarios.
Felipe II quiso recopilar todo el saber humano, encargo que hizo, entre otros, a Benito Arias Montano, sacerdote especializado en lenguas clásicas, que había estudiado en la madrileña Universidad de Alcalá de Henares, fundada por el Cardenal Cisneros. Para ello, el religioso empezó a formar la que llegaría a ser la mayor biblioteca del mundo de la Cristiandad, solo por detrás de la del Vaticano, y que pasaría a conocerse como la Laurentina. Alcanzaría los 14.000 volúmenes, si bien el incendio de 1671; la invasión francesa y la posterior Desamortización, que lleva el nombre de su inspirador, el masón Mendizábal, le hizo perder una parte importante de su patrimonio. Desde el principio, fue concebida como gabinete científico y centro de investigación, abierta, por tanto, a todos los eruditos y sabios de entonces.
En torno al fundador, Arias Montano, se formó toda una escuela de científicos, aprovechando ese valiosísimo fondo de libros, que entonces era el único modo de aprender el saber de la Humanidad atesorado hasta entonces, y al que poder aportar nuevos conocimientos. A ese tesoro bibliográfico, hay que añadir los numerosos instrumentos astronómicos y científicos que acogía el Monasterio.
No menos importante que la Biblioteca Laurentina es la Real Botica y la Destilería, donde se practicaba la química al más alto nivel internacional, no solo para atender la salud del propio monarca y su familia, sino para avanzar en los conocimientos de la medicina y la farmacia, en beneficio de todo el mundo. Precisamente esa fue una de las condiciones que puso el fraile jerónimo boticario fray Francisco de Bonilla, a quien se le encomendó la tarea de constituir dicha botica y avanzar en esas disciplinas, con la ayuda de su equipo, quien pondría especial empeño en “socorrer a los pobres”. Allí se forjaría una de las mejores escuelas de botánicos del mundo, que se beneficiaban de las hasta entonces desconocidas plantas que llegaban del Nuevo Mundo.
De esas plantas, que pronto se consiguió aclimatar al clima castellano, se extrajeron los principios activos, que permitieron crear medicamentos nuevos, en forma de jarabes, infusiones o zumos. La botica o farmacia, ubicada en los bajos de la Torre de la Enfermería, fue inaugurada en 1573; mientras que la Destilería, construida en el edificio anejo – en lo que hoy es la sede del Colegio Universitario María Cristina-, comenzó a construirse en 1585, a impulso personal del propio Rey, siempre ávido de nuevos conocimientos.
Al año siguiente ya estaba concluida la Destilería, que a las diferentes estancias, sumaba el famoso destilatorio de Mattioli o Torre Filosofal, ajustándose a los diseños del veneciano Pietro Andrea Mattioli. Esta era la pieza principal, en donde se obtenía la quintaesencia ― lo que hoy conocemos como alcohol ―, para la obtención a partir de plantas de nuevos y más poderosos fármacos. El complejo, obra de fray Francisco de Bonilla y el destilador real Giovanni Vincenzo Forte, llegó a disponer de más de quinientos alambiques. Los fundadores, junto con el también destilador Diego de Santiago, el vidriero veneciano Guillermo de Carrara, y el fraile benedictino irlandés Richard Stanihurst, desarrollaron en el monasterio las ciencias experimentales.
Toda esta actividad experimental vino acompañada del acopio de los mejores libros de la época sobre alquimia, que eran seguidos con interés por sabios de todo el mundo. Además, en el Monasterio se habilitó un hospital, la Galería de Convalecientes, donde eran atendidos los más menesterosos.
En 1885, tras la restauración borbónica en la persona de Alfonso XII, se encomendó la custodia del Monasterio a la Orden agustina, que, hasta la fecha, ha mantenido la actividad religiosa y docente, brillando a gran nivel desde el principio de su nueva etapa, gracias al impulso del monarca. Una actividad que se ha mantenido prácticamente ininterrumpida, salvo el breve lapso de la República y la Guerra Civil, en la que numerosos frailes regaron con su sangre su fidelidad a la fe de Cristo.
Jesús Caraballo