El pasado 31 de enero se conmemoraba el Día de los Tercios Españoles que, un año más, pasó desapercibido. El país estaba enredado en las miserias de la política actual. ¿Hasta cuándo el celebrar con la dignidad que se merece a los gloriosos tercios o dedicarles un monumento que haga justicia a aquellos valientes soldados?.
Unos tercios que se enseñorearon de Europa durante siglo y medio, emulando las gestas de las legiones romanas y de los hoplitas griegos, inspirando a veces temor y a menudo admiración, por su pundonor y valor.
Aunque los Tercios fueron creados formalmente por el rey Carlos I, tienen su origen en la Guerra de Granada, dirigida con acierto por los Reyes Católicos, y luego en las campañas de Italia del Gran Capitán. Siguieron el modelo, mejorado, de los piqueros suizos, que se enfrentaron hábilmente a la caballería borgoñona. Los Tercios españoles supieron combinar las picas con los arcabuces, formando cuadros compactos de soldados profesionales, veteranos, muy disciplinados y combativos, que pusieron fin a la hegemonía de la caballería medieval.
Los primeros Tercios, los conocidos como Tercios Viejos, fueron los de Sicilia, Nápoles y de Milán o Lombardía, además del de Galeras, que sería la primera infantería de marina del mundo, cuando los Estados Unidos no existían y mucho menos sus populares marines. A esos, les seguirían otros, como los de Flandes, que durante la rebelión de las Provincias Unidas, rebeldes a su señor natural, el Rey Felipe II, se midieron en los campos del Norte de Europa.
Precisamente en Flandes tuvo lugar uno de los hechos más extraordinarios en la historia de estas valerosas unidades militares. Se trata del milagro de Empel. El Tercio de Bobadilla se encontraba asediado en la isla de Bommel. Estaban en clara inferioridad y sin apenas recursos. Entonces el almirante Filips van Hohenlohe-Neuenstein, que dirige la flota holandesa, les intima a la rendición. La respuesta de los defensores es clara: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos». El enemigo rompe los diques inundando el campo y aislando a los defensores en el pequeño montículo de Empel, donde ateridos por el frío y las inclemencias del tiempo se disponen a cavar trincheras para resistir hasta el último aliento. En ese momento, uno de los soldados descubre una talla de la Virgen, a la que todos, desde el maestre de campo al último soldado, se encomiendan antes de la que ya creen su inminente muerte. Esa misma noche, por obra de la Virgen, se hielan las aguas, quedando aprisionada la flota enemiga, que es acometida con brío por las tropas españolas. El mismo almirante holandés reconoció admirado: «Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro». Desde ese día, la Inmaculada Concepción es patrona de la Infantería española.
El éxito de los Tercios españoles no se debió sólo al acierto táctico en su uso, sino al espíritu de quienes los integraban, soldados con fama a veces de pendencieros, a menudo injustamente vilipendiados por la Leyenda Negra propalada por los enemigos de España, pero sobre todo hombres de honor, dispuestos siempre a estar en primera línea, para dar testimonio de la alta estima en que tenían ese honor, puesto al servicio de su Rey y de su fe católica.
Incluso en la derrota, como en la batalla de Rocroi, que empezó a marcar el fin de una época, nuestros antepasados supieron mantener bien alta su fama y su orgullo, como ha sabido plasmar el moderno pintor de batallas Augusto Ferrer-Dalmau, al igual que hiciera antes Velázquez al recoger con sus pinceles la Rendición de Breda: orgullosos, pero siempre generosos con el vencido.
Fdo. Jesús Caraballo