Los mártires de la Guerra cristera

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Desde la separación de México de la Madre Patria, los distintos gobiernos que se sucedieron, de corte liberal, y en buena medida masones, se distinguieron por sus políticas anticlericales, pero la gota que colmó el vaso fue la Ley Calles, por el nombre del Presidente Plutarco Elías Calles, que fue quien la impulsó y que vino precedida por la Constitución de Querétaro de 1917, profundamente anticatólica. Dicha Ley, que entró en vigor en 1926, buscaba, de hecho, la erradicación del catolicismo de un país con una arraigada fe cristiana, lo que sería el detonante de la que vino a llamarse Cristiada o Guerra Cristera, que habría de durar hasta 1929.
En el curso de la misma, hubo más de 200.000 muertos, muchos de ellos declarados mártires por su fe, y muriendo con un ¡Viva Cristo Rey!, en sus labios― grito de guerra de los sublevados ― , en su mayoría humildes campesinos que luchaban por su derecho a la práctica en libertad de la religión-, y perdonando a sus verdugos.


Entre esos mártires, destacan Cristóbal Magallanes o Santo Toribio Remo ― este último patrono de los emigrantes mexicanos ―, canonizados por el Papa San Juan Pablo II, o el padre Miguel Agustín, beatificado por Benedicto XVI, o posiblemente el más popular, el niño José Sánchez del Río, canonizado por el Papa Francisco, y que sufrió un horrible martirio a manos de sus despiadados captores.
El Gobierno dictó la expulsión de numerosos obispos, detuvo a infinidad de sacerdotes, expropió arbitrariamente bienes de la Iglesia… pero ante la sublevación, recrudeció aún más sus medidas, cerrando iglesias, en definitiva, buscando la desaparición del catolicismo en el país guadalupeño por excelencia.

Presidente Calles


Sobre el papel, el Gobierno tenía todas las de ganar, al disponer de 110.000 soldados, frente a los apenas 25.000 sublevados, en su mayoría mal armados, dirigidos por el general Enrique Gorostieta Velarde, quien asumió tan difícil tarea. Un hombre imbuido de una profunda fe, pese a que algunos intentaron manchar su imagen, haciendo ver que era poco menos que un mercenario, pagado por los sublevados.
Sin embargo, pese a la disparidad de fuerzas, los campesinos tenían la moral muy alta, imbuidos de la justicia de su causa, al contrario que los federales, en cuyas filas eran frecuentes las deserciones, hasta el punto de que algunos de los mandos del ejército gubernamental, como el general Eulogio Ortiz, hacían fusilar a soldados, presuntamente desertores, por el simple hecho de portar un escapulario. Por su parte, el coronel conocido como “Mano Negra” arengaba a sus tropas al grito de “¡Viva Satán!”.


De hecho, las tropas gubernamentales, que se centraron en hacerse fuertes en las ciudades y tratar de mantener las comunicaciones ferroviarias, se desempeñaron con especial virulencia en las zonas rurales, tratando de imponer el terror entre el campesinado. Se dieron casos de auténtica barbarie, como ahorcamiento de presos en postes de telégrafos junto a las vías férreas y exposición de los cadáveres, como escarmiento, entre otros deleznables hechos.


Pese a la disparidad de fuerzas, los campesinos consiguieron poner en serios aprietos al Ejército, pero llegó un momento en que la guerra quedó en tablas, sin que ninguna de las partes pudiera imponerse a la otra, lo que determinó que la jerarquía eclesiástica, si bien no de forma unánime, con algunas honrosas excepciones, y con el respaldo de la Santa Sede, se aviniera a pactar con el Gobierno, en lo que se conoció como los “Arreglos”. Una decisión malentendida por aquellos que arriesgaron sus vidas y, a menudo, las entregaron, en defensa de su fe cristiana frente a unas autoridades liberticidas.


Esos “Arreglos”, alcanzados en 1929 y que pusieron término al enfrentamiento fratricida, en principio suponían el compromiso del Gobierno en poner término a la persecución religiosa, pero lo cierto es que fueron incumplidos y, de hecho, con el tiempo, numerosos líderes de los sublevados terminarían siendo ejecutados.
El anticlericalismo de los gobiernos que se han sucedido desde entonces en ese país americano se ha mantenido de manera soterrada durante décadas, pese a lo cual, el admirable pueblo mexicano se ha mantenido fuerte en su fe y, sobre todo, perseverando en su devoción a la Virgen de Guadalupe.

Jesús Caraballo

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