Narración creada y enviada por Mª Amparo, 17 años
Me miro las manos, están temblando. Me apoyo en la pared, mientras inútilmente trato de calmarme. Me cuesta respirar, siento que me ahogo. Una lágrima se resbala por mi mejilla. Trago saliva e intento no llorar, no ahora. Resulta sorprendente como hace unos pocos minutos, mi mente se encontraba en calma y ahora todo es una corriente de pensamientos, que no puedo controlar. Inhalo una bocanada de aire y la sensación de ahogo se convierte en un profundo dolor en el pecho.
Trato de centrarme mientras mi mirada se pasea por la habitación. Es curioso como en tan pocos segundos, ha perdido su luz y su color. Mis ojos se cruzan con los del hombre que se encuentra en el extremo opuesto de la estancia. Agacha la cabeza, visiblemente incómodo, mientras examina la punta de sus zapatos. Aunque intenta ocultarlo, sus manos también tiemblan. Traga saliva con fuerza y alza la cabeza.
-Creo… que debería sentarse- afirma, mientras se dirige hacia mí y me extiende el brazo.
Apoyo una de mis manos temblorosas en él y dejo que me conduzca hasta una de las sillas. Luego coge otra y se sienta a mi lado. Respiro una, dos, tres veces y hablo por primera vez.
-¿Así que…fuisteis amigos?- me cuesta hablar, como si cada palabra pesase en mi garganta.
-Sí…nos conocimos en el mar…dicen que esas amistades son las más fuertes. Le prometí que lo lograríamos…
-¿Cómo…murió?
-Escorbuto- cuando pronuncia esa palabra, sus ojos se oscurecen y la cicatriz de su mejilla izquierda parece agrandarse al torcer su boca en una mueca de odio.
-¿Fue feliz?
-¿Perdone?- me mira sorprendido.
-Mi hijo…navegar era todo para él…amaba el mar…- sonrío mientras otra lágrima cae al suelo. – como su padre…
-Supongo que sí…el viaje fue largo…pero el mar le ponía de buen humor.
-¿Que…sucedió?- abre la boca, pero le interrumpo- No me refiero a mi hijo…me refiero a todo…por favor…necesito saber… si realmente valió la pena.
-Supongo que no pierdo nada…- se pasa una mano por el cuello -Nunca he sido un gran orador…en fin…empezaré por el principio.
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“Recuerdo la primera vez que lo vi. Llegó una mañana junto con un grupo de voluntarios. Era uno de los más jóvenes, bajito y delgado, parecía casi un niño. Muchos nos sorprendimos, cuando se nos informó, que no se trataba de un grumete, sino de un marinero de pies a cabeza. Además, poco tardamos en darnos cuenta de que controlaba y dominaba un barco mejor que la mayoría.
Nos asignaron a ambos en la nao Concepción. Ejecutamos los últimos preparativos y el día 20 de septiembre de 1519, partimos rumbo hacia nuestro destino. Realizamos una breve escala en Tenerife y nos adentramos hacia el inmenso mar que nos aguardaba.
Las primeras semanas de viaje no recuerdo haber conversado con él, aunque creo que me lo crucé un par de veces en cubierta. Yo llevaba mucho tiempo en el oficio y solía juntarme con los marineros que ya conocía de antes… además siempre fue un chico bastante solitario. Mientras el resto nos reuníamos por las noches a cantar y a beber, recuerdo que él prefería sentarse en una zona alejada a leer.
El inicio de nuestra amistad fue algo extraño.
Había hecho una apuesta con un amigo. Tenía que robar algo del comedor de oficiales. Pensé que era algo sencillo y acepté. Así que esa mañana, fui al comedor. Sorprendentemente, no había nadie por la zona. Pero la suerte duró poco. Estaba examinando un armario, cuando oí un carraspeo. Un oficial me estaba observando desde la puerta. Mi cabeza se bloqueó y solo pude tartamudear. En ese momento, él entró por otra puerta. Pareció captar la situación, ya que miró al oficial y le dijo que me había pedido ayuda para limpiar unas ventanas en su turno. El oficial asintió y desapareció. Yo sólo pude mirarle agradecido.
Más tarde, mientras cruzaba un pasillo, lo vi. Unos tipos lo habían tirado al suelo y le estaban dando una paliza. Sentí la necesidad de ayudarlo. Se lo debía. Me acerqué e indiqué amablemente a los tipos que se marchasen. Cuando se fueron, le pregunté qué había pasado. Me explicó que por las prisas de hacer un encargo, se había chocado con uno de ellos y no les había sentado bien. Le dije que ya me ocuparía yo del encargo y que él fuese a comprobar que no tuviera nada roto.
Aquella noche me agradeció por haberle ayudado. Dije que no era nada, pero que andase con más cuidado la próxima vez. Le pregunté cómo se llamaba. “Samuel”, contestó. No recuerdo exactamente de qué hablamos después, solo sé que en un momento de la conversación, me comentó dónde había aprendido a leer. Un clérigo, amigo de su padre, le había enseñado cuando era pequeño. Por curiosidad le pregunté qué tipo de lectura le gustaba. Samuel contestó que le fascinaban los libros de caballería. Luego le pregunté si podía leer algún capítulo de sus libros.
Juro que nunca he visto a un grupo de más de treinta marineros, gritones y medio borrachos, enmudecer tan rápido. El capítulo dio paso a otro y al final, leyó el libro entero. Los aplausos no se hicieron esperar. Aquella noche se ganó a toda la tripulación.
Por la mañana, me dijo que lo había pensado y que quería aprender a defenderse, y que a cambio podía enseñarme a leer. Lo miré con los ojos entornados y tras pensarlo un momento, acepté. No perdía nada intentándolo.
Con ese trato comenzó nuestra amistad.
El resto del viaje a través del océano, fue bastante tranquilo. Aunque comenzó a correr el rumor sobre un enfrentamiento entre Magallanes y Cartagena. Esto se confirmó cuando Magallanes relevó a Cartagena de su cargo. Nunca supe con certeza los motivos de su disputa, sin embargo los marineros rumoreaban que diversos altos cargos españoles, creían que Magallanes era un espía y que los portugueses lo habían tachado de traidor.
Finalmente, arribamos a la bahía de Santa Lucía. Si mal no recuerdo, nuestra estancia duró aproximadamente un mes, mientras llenábamos las despensas y comprobábamos el estado de los barcos. Yo ya había cruzado el océano un par de veces y había caminado por los suelos del nuevo mundo, pero Samuel estaba realmente emocionado. Cuando le pregunté el por qué, me confesó que durante toda su vida había esperado ese momento.
Una vez estuvo todo preparado continuamos la travesía. Y creo que fue en ese momento, cuando las cosas comenzaron a torcerse. Durante largas semanas navegamos sin descanso, bordeando la costa y explorando todos y cada uno de los ríos que se presentaban ante nosotros.
Un grupo de marineros, entre los cuales me incluyo, comenzamos a pensar que Magallanes no sabía dónde nos encontrábamos. Así que el mal humor comenzó a instaurarse en la flota. El único que parecía feliz era Samuel. Devoraba el paisaje con la mirada y se maravillaba a cada metro que recorríamos.
Samuel no era un chico corriente. Era extremadamente inteligente, pero al mismo tiempo, su curiosidad no tenía límites. Ansiaba conocerlo todo, pero a diferencia de otros, él quería buscar ese conocimiento. Amaba el mar, pero no creo que ese fuese el único motivo por el que realizó el viaje. Viajó, porque el mundo que conocía se le quedaba pequeño… y él quería más.
El 30 de marzo, Magallanes ordenó fondear en la bahía de San Julián a causa del invierno. Esto dio paso a un descontento general, que acabó convirtiéndose en un motín. La noche del 1 de abril de 1520, los capitanes Quesada y Mendoza liberaron a Cartagena, apoyados por un grupo de unos cuarenta hombres, entre los cuales nos encontrábamos Samuel y yo.
No hay mucho que contar sobre eso. Fue un desastre que se llevó la vida de ambos capitanes. Cartagena fue abandonado en una isla desierta y al resto se nos perdonó la vida.
Los siguientes siete meses intentamos sobrevivir al invierno como pudimos. A causa de un intento inútil de avanzar, perdimos la nave Santiago,aunque no a sus hombres, a los que tuvimos que acomodar lo mejor que pudimos en el resto de las naves.
Una vez pasó el invierno, avanzamos durante unos pocos días y descubrimos una serie de canales de agua salada que se extendían hacia el oeste. Los ánimos volvieron a subir. Habíamos descubierto el tan ansiado paso, ¿que podría salir mal?”
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Hace una pausa, mientras bebe un poco del agua que le he ofrecido. Mira por la ventana, el sol se oculta tras las montañas.
-Ahora comienza la peor parte.
Me observo las manos, hace rato que han dejado de temblar. Lo vuelvo a mirar, sus ojos oscuros están clavados en un punto fijo de la pared. Sé como se siente, pese a que físicamente está a mi lado, sus recuerdos le impiden huir del pasado.
Le toco la mano y vuelve a la realidad.
-Sabes, parar ahora no creo que sea lo mejor- me tiembla el labio cuando lo digo -Sé que será duro lo que oiré, pero podré soportarlo.
Asiente, respira hondo y comienza a hablar.