José Gómez Ortega nace en Gelves, Sevilla, el 8 de mayo de 1895. Inicialmente conocido como el Gallito, con los años pasó a ser el Gallo y luego a entrar en la historia como Joselito. Puede decirse que nació y murió con un toro a su lado. Hijo de matador de toros, sobrino de banderillero y hermano de Rafael (este sí el Gallo, famoso por sus espantás) y de Fernando, banderillero medroso pero que leía sapientísimamente los peligros y querencias de los toros. Dentro de ese ambiente nació y creció Joselito. Mientras Rafael iba y venía en sus momentos de gloria o de espantá, ni él ni su hermano Fernando, el veedor de toros, lograban sacar de la miseria a la familia. En tales circunstancias Joselito se fue echando su familia a la espalda, con el deseo no solo de triunfar, como hizo, sino también de mandar, dentro y fuera de la plaza, en el albero, en los despachos.
Huérfano de padre, tenía prisa por echarse el capote a las manos y vestirse de luces, con trece años. Hombre serio, algo distante, altivo y, según dicen, algo melancólico.
Con el nombre de Gallito, después de muchas capeas, becerradas y tentaderos, el 19 de abril de 1908, sin llegar a los trece años, se apretó los machos y se ciñó la faja por vez primera, en una de las fincas de los Miura. Domecq le dio cinco duros para aliviar el berrinche de no haberle dejado matar el novillo, al parecer, por ser demasiado grande para él. Su decisión no la calmaron los duros, sino que, con otros niños toreros, Pepete, Limeño, se desentendió de su apoderado y contrató corridas en Lisboa. En esas tierras perfeccionó su técnica, para ya hallarnos a las puertas de la Edad de Oro del toreo.
Llegaba el momento de dar el salto a Madrid. Pero su madre no estaba por la labor. Sin embargo, Joselito le insistió en solicitar su permiso, escribiéndole; “Se me está pasando la edad”. O sea, con quince años tenía mucha prisa por triunfar.
Y lo logró. Durante los años de 1914 a 1920, Joselito fue de plaza en plaza triunfando. De novillero se negaba a torear novillos por estimarlos pequeños, eligiendo toros ya hechos. Tomó la alternativa en Sevilla, triunfando en la Feria sevillana y en cuantas plazas contaban con su presencia. Machaquito y Bombita se retiraron ante al vendaval de arte y valentía de Joselito.
En aquellos tiempos, tomó la alternativa Juan Belmonte, surgiendo la famosa e inconmensurable competencia entre ambos monstruos. Fue Belmonte quien dijo; “Habrá que ir a verlo antes de que lo mate un toro”. Durante seis años el antagonismo perduró entre ambos diestros, que iban pisando terrenos ante el toro que nunca se habían pisado. Y, otra vez, se dividió España; los de Joselito y los de Juan. Unos alababan el dominio, el clasicismo, la elegancia; los otros el culto al arte, el desgarro, la hondura, el valor. Se estaba viviendo la Edad de Oro del Toreo.
Melancólico, la muerte de su madre sumió a Joselito en una depresión. La solución fue irse a torear a América, con un gran triunfo en Perú. En la temporada de 1920, regresó para decirle al gran José María de Cossío; “Nadie más solo que yo”. Comenzaron los murmullos entre la gitanería de que Joselito olía a cera y a muerto. El 15 de mayo el público de Madrid le abroncó, decidiendo suspender la corrida del día siguiente. Se fue a Talavera el 16 y allí, un burriciego de nombre Bailador, que veía de lejos pero no de cerca, se le arrancó, Joselito intento dominarlo con su muleta, el toro le vio de lejos y cuando se le aproximó, ciego de muleta, fue al bulto que tenía delante y veía. El error del morlaco provocó una cornada en la pierna izquierda, ser levantado al aire Joselito y clavarle el toro su pitón derecho en el vientre. En esa plaza talaverana murió, con 25 años, el que dicen mejor de los toreros. Y con él también un poco su competidor, Juan Belmonte.
Juan Belmonte, el Pasmo de Triana, nació en Sevilla, calle Ancha de Feria, el 14 de abril de 1892.
Frágil, sin figura, hijo de un quincallero, la infancia de Juan no puede decirse que fuese pacífica. No fue sino dos años a la escuela; habiendo su padre trasladado su negocio mísero al barrio de Triana, el muchacho se unió a unos torerillos vagos, gamberros, fumadores y bebedores. Aquel Juanito, cuando ya don Juan, tuvo que socorrerles en más de una ocasión dadas sus andanzas un tanto anarquistas. Esos trianeros asaltaban las ganaderías, y con simples zapatillas, después de cruzar el río, con la chaquetilla de alguno de ellos comenzaban a torear a alguna vaquilla despistada.
Su padre, mientras tanto, cargado de hijos, se iba arruinando y Juanito dormía de día y se jugaba la vida de noche.
Su mandíbula recordaba a la de Carlos I, pero su flacidez, su delgadez no hablaban del torero que llevaba dentro. Un banderillero de apellido Calderón le dio una oportunidad, en Elvas, hasta el punto de que, echado su primer novillo al corral, y con tres avisos el segundo, Juanito se plantó ante la fiera y le gritó “¡Mátame, mátame!”. El animal no le hizo caso y se fue a corrales siguiendo a los cabestros.
Tras un mal año, arrancó en Valencia, en donde comenzó a derrochar una tremenda valentía. En gran medida no era un torero tremendista, sino suicida. Belmonte se consideraba dueño de todo el albero, a lo cual añadía valor, arte y magnetismo. Y en ésas surgió la rivalidad con otro monstruo, Joselito.
De un lado, el Joselito altanero, valeroso, soberbio, elegante. Y del otro, Belmonte, oscuro, pobre, enfermizo, serio. Triunfó por vez primera en Sevilla, y sus partidarios quisieron llevarlo en andas hasta Triana, como El Cachorro. Sin embargo, un cura se opuso frenéticamente, e impidió que cogiesen las andas. Por lo bajo se le oyó decir, “Si por lo menos hubiese sido Joselito”.
Aquella competencia tuvo un efecto especial, construir grandes plazas, como la Monumental de las Ventas. Y, algo sorprendente, los intelectuales como Pérez de Ayala, Valle-Inclán, Romero de Torres, se acercaron a dicho mundillo. Una aproximación que se reflejó en la conocida anécdota de Valle, cuando le dijo a Juan que solamente le faltaba morir en la plaza. A lo cual Belmonte respondió; “Se hará lo que se pueda, don Ramón, se hará lo que se pueda”.
En gran medida Belmonte estaba muy próximo a ese mundo literario. Se dice que junto a la espuerta de los útiles taurinos llevaba otra llena de libros. Fueron unos jóvenes tipógrafos los que la indujeron a la lectura en su juventud. Aun corre el dicho sobre Belmonte: “Torero más leído y duchado no lo habido ni lo habrá”. Los triunfos fueron constantes: aventuras, corridas en América y cogidas, muchas cogidas. Aunque la que verdaderamente le dolió en el alma fue la que recibió Joselito.
Su competencia era en la plaza, en los periódicos, en las tertulias, pues fuera de ellas Juan y José se apreciaban. En los viajes en tren iban juntos y al llegar al destino, cada uno descendía por un vagón diferente para no contradecir al público ni defraudar a sus aficionados. El 15 de mayo, fue una tarde horrible en Madrid. Durante la faena, Joselito, abroncado, le dijo que así no se podía seguir, que se retiraba. Juan estaba de acuerdo. Al día siguiente Joselito era corneado en Talavera y su amigo Juan sentía la misma cornada en la distancia.
Murió una parte de Belmonte aquel 16 de mayo. Se cortó la coleta, como era el ritual, en dos ocasiones, hasta que, definitivamente, con cortijo, con ganado, con millones se retiró a vivir a Madrid. Envejeció entre ese Madrid, Sevilla y su finca en Utrera. Con setenta años se enamoró de una joven flamenca, naturalmente sin esperanzas. Una tarde, el 8 de abril de 1962, después de un paseo, de un acoso y derribo con su jaca “Maravilla”, Juan Belmonte pidió unos cigarros, una botella de su vino preferido y un bolígrafo, subió a su habitación y se pegó un tiro. El hombre solitario que convirtió el toreo de clásico a moderno, que se olvidó de sus pies y dominó al toro con el cuerpo, se hartó de su soledad y de que no le hubiese matado un toro como le sucedió a su amigo y competidor Joselito.
La muerte los unió de nuevo. Belmonte está enterrado en el cementerio de Sevilla, a 20 metros de la tumba de su amigo Joselito. Su deseo era ser enterrado con la túnica de su Hermandad de Semana Santa. Así se hizo y reposa en lugar sagrado a pesar de todo. Era don Juan Belmonte.
Francisco Gilet