LOS DECRETOS DE NUEVA PLANTA Y EL FIN DE LA CORONA DE ARAGON

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La escritura es la expresión misma de la humanidad. A través de ella el hombre cristaliza el sentimiento trágico de su existencia. Mediante los textos el hombre trata de describir sus pasiones, sus anhelos y sus reflexiones más profundas. Son, por tanto elementos trascendentes a la humanidad y porque no decirlo, elementos de poder que tienen un impacto profundo sobre las sociedades. Tanto es así que un texto tiene el poder de hacer temblar los cimientos de gustos, modas y tradiciones, de organizaciones políticas y de sólidas y centenarias instituciones que se han mantenido a lo largo de los siglos.

Esta es la historia de cómo la redacción de un texto allá por mil setecientos desencadenó en una importante guerra europea que cambió el orden mundial tal y como se conocía en aquella época, teniendo importantes consecuencias en la organización política española y como supuso el ocaso de la gloriosa e importante corona de Aragón con seiscientos años de historia.

El rey Carlos II ostentó la corona española entre 1665 y 1700 gobernando un vasto y extenso territorio que comprendía gran parte de la península ibérica (excepto Portugal), Cerdeña, Sicilia, El sur de Italia, Bélgica, algunas posesiones al norte de los Pirineos y un importante número de territorios indianos y de ultramar. Fue una época de constantes intrigas internas y de guerras con el resto de potencias Europeas, especialmente con Francia. A pesar de la debilidad del monarca  -tanto mental como física-, el imperio español siguió manteniendo una importante cuota de poder en el orden geopolítico mundial si bien no pudo frenar completamente el expansionismo del Rey Cristianísimo Luis XIV,  teniendo que ceder varios territorios en las Paces de Nimega, Aquisgrán y Ryswick. Puertas adentro, si bien su reinado estuvo marcado por constantes intrigas palaciegas, se disfrutó de cierta estabilidad y expansión económica en la última etapa, reflotando la grave situación que encontró el monarca al llegar al trono, causada por las grandes guerras libradas bajo  su padre Felipe IV.

Debido a la mala salud del monarca, asegurar la sucesión supuso un grave problema de estado. Este asunto fue tratado con una importancia capital y pese a los sucesivos intentos con su primera esposa María Luisa de Orleans y su segunda esposa Mariana de Neoburgo, el monarca no fue capaz de engendrar heredero. El uno de Septiembre de 1700 bajo el brillo de Venus en Madrid, fallecía el rey Carlos II el Hechizado a sus treinta y ocho años, sin heredero para el imperio español, dejando una situación de total incertidumbre en Europa.

Es importante destacar que de todos los posibles herederos del monarca destacaban dos que consideraban contar con exactamente los mismos derechos dinásticos para reclamar la corona. Estos eran Felipe de Anjou de la casa Borbón, cuya abuela paterna era María Teresa de Austria, nacida infanta de España, hija de Felipe IV. El candidato francés reclamaba el trono como bisnieto de Felipe IV además de designado sucesor en el testamento de Carlos II, su tío-abuelo. Por otro lado, el archiduque Carlos, cuya tía era Mariana de Neoburgo, segunda esposa del fallecido monarca y miembro de la casa de Austria, reclamaba la corona puesto que no sólo entendía ostentar el mismo derecho dinástico que su rival, sino que además pertenecía a la misma dinastía, suponiendo una continuidad con la organización política existente.

La preocupación sobre la sucesión española no sólo era interior, sino que el resto de potencias seguían con mucho interés este asunto dado que podría alterar el tablero de poder mundial si no se manejaba adecuadamente. Luis XIV intentó  por todos los medios dividir el territorio español, temiendo la posible anexión de las posesiones españolas a las del Sacro Imperio Romano Germánico, lo que podría suponer un serio adversario como líder europeo y mundial. El fantasma del vasto y antiguo imperio de Carlos I preocupaba y mucho a Luis XIV. Existía un amplio consenso entre el resto de potencias europeas sobre cómo manejar este asunto en su propio beneficio;  abogaban por reducir las posesiones del nuevo rey español, cediendo gran parte de los territorios europeos excepto los relativos a la Península ibérica. El candidato preferido por la gran mayoría de potencias europeas era el archiduque Carlos de Austria, puesto que representaba una línea continuista en relación con la organización política española y además se aprovechaba la tesitura para debilitar a un rival todavía a tener en cuenta en el juego del poder europeo y mundial.

Sin embargo, la actuación diplomática externa en este sentido no fue exitosa por diversas razones, hasta que la historia dio un giro inesperado debido a un trascendental documento como veremos a continuación.

Un mes antes del fallecimiento de Carlos II, fue otorgado su testamento en el que el monarca nombraba a su sucesor. Hay quien dice que el texto original fue adulterado por el cardenal Portocarrero, no respetando la voluntad regia, en un intento desesperado de mantener la unidad del territorio Español. El testamento nombraba a Felipe duque de Anjou como sucesor de la corona española. Ello suponía un golpe de efecto total, un auténtico giro de ciento ochenta grados al panorama político español, europeo y mundial. Esto suponía una poderosa alianza con la primera potencia mundial, la gran Francia (no olvidemos que Felipe V era nieto de Luis XIV e incluso poseía ciertos derechos de sucesión al propio trono de Francia), lo que podría desestabilizar el equilibrio de poderes mundial al considerar el nuevo eje franco-español una extensión de poder jamás conocida en el viejo mundo, algo que preocupó y mucho al resto de países en liza.

En el plano interior, el testamento supuso un auténtico shock ya que de un plumazo situaba al gran archirrival de España, (la odiosa Francia, con la que España estaba en guerra desde hacía cuarenta años) como su principal valido y aliado. Este golpe de efecto tampoco fue entendido por muchos estratos de la sociedad española, abriendo una brecha social que sólo las armas iban a saldar.

El testamento de Carlos II ha estado siempre rodeado de polémica y bien merece un artículo dedicado, pero lo que si es cierto, sin atisbo de duda, es que este texto cambió el destino de millones de personas y el rumbo de la historia, sumiendo a Europa en una terrible y larga guerra por la sucesión y el equilibrio de poder mundial.

Las potencias europeas, Inglaterra, Holanda y Germánicas no podían permitir semejante concentración de poder y la posibilidad de ser regido por “el gran enemigo de España” levantó ampollas en una parte muy importante de la sociedad española, tanto en parte de las clases populares como entre la nobleza. La guerra estaba servida.

En términos políticos, el bando austracista y el borbónico representaban dos estilos completamente antagónicos sobre la organización política del territorio.

Los monarcas de la casa de Austria mantenían históricamente cierta autonomía entre los reinos y territorios que señoreaban, respetando sus propias instituciones tradicionales y sus leyes forales. Llevándolo a la propia idiosincrasia española, esto hacía que en Castilla, cuya tradición y leyes eran históricamente centralistas, la autoridad real era fuerte y sólida.

En cambio en los territorios relativos a la corona de Aragón, la existencia de fueros y privilegios, así como la propia ley aragonesa limitaba la capacidad de maniobra regia en dichos territorios. Esta organización interior siempre suscitó ciertas tensiones internas con el poder regio, tanto en materia impositiva como en la movilización de efectivos para las numerosas campañas militares. En líneas generales la casa real solía recaudar más impuestos y efectivos militares en Castilla que en Aragón. Tampoco es de extrañar que la influencia de los nobles castellanos en la corte fuera superior a la aragonesa por esta misma razón. Otra característica relevante de la casa Austriaca era la excesiva burocracia asociada al Estado, que lo hacía en general poco eficaz y excesivamente lento en su respuesta.

La administración borbónica abanderada por Felipe V representaba un estilo profundamente centralista en todos los territorios bajo el poder regio así como administrativamente más eficiente y con menos burocracia interna, menos cargos y funcionarios, lo que lo hacía más eficaz en general que el modelo austracista.

Así como en Castilla, el bando vagatan, sólo fue apoyado por una parte de la alta nobleza, cercana a Mariana de Neoburgo, el clero , funcionarios de nivel medio y algunos sectores de comerciantes enfrentados a Francia por el comercio de ultramar. Básicamente estos formaban el partido alemán, liderado por Juan Tomás Enríquez de Cabrera, el almirante de Castilla. Las clases populares apoyaron masivamente el bando de Felipe V.

En cambio, en la corona de Aragón, el bando austracista tuvo una fuerte implantación. En el caso de la nobleza y el clero. El recelo al modelo francés que amenazaba las sólidas instituciones locales de cada reino y territorio aragonés, así como el temor a la supresión de los fueros y privilegios propios hicieron de la corona de Aragón un bastión austracista, al menos al inicio de la guerra. La proximidad con el enemigo francés, hizo que las clases populares aragonesas se posicionaran casi íntegramente en contra el bando botifler que representaba en cierta medida los intereses de Francia, gran enemigo de España y causa de viudas y ruina para muchos hogares aragoneses. Por otro lado, los comerciantes catalanes también estaban en contra del bando borbónico por el uso de los puertos propios –sin aranceles- por parte de la marina mercante francesa años atrás, expandiendo un sentimiento de rechazo hacia todo lo francés.

El devenir de la guerra y las decisivas victorias de Brihuega y Villaviciosa en 1710 por parte del duque de Vendôme, cambiaron el curso de los hechos y darían la victoria final a Felipe V.

La casa de Borbón se imponía finalmente en un largo conflicto que duró catorce años. Tras la victoria el ya monarca Felipe V promulgó una serie de decretos, denominados los Decretos de Nueva Planta, por los que quedaban abolidas las leyes e instituciones propias del Reino de Valencia y del Reino de Aragón el 29 de junio de 1707, del Reino de Mallorca el 28 de noviembre de 1715 y del Principado de Cataluña el 16 de enero de 1716. Aunque estos reales decretos también fueron aplicados a la corona de Castilla, no tuvieron un excesivo impacto en su organización interna, puesto que Castilla ya presentaba per se una organización política bastante centralista, con lo que la aplicación de estos decretos apenas tuvo un impacto.

Los Decretos de Nueva Planta supusieron el fin de la Corona de Aragón como organización política propia. Nacida en 1137 fruto del enlace de la Reina Petronila con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV y con casi seiscientos años de historia, artífice del pactismo, verdadera semilla del parlamentarismo moderno y de la justicia popular articulada a través de otra institución propia -el Justicia  de Aragón- quedaba diluida en el nuevo Estado central.

El famoso juramento de los reyes aragoneses en las cortes “Nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal, Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no” quedaba como un bonito recuerdo. La corona de Aragón quedaría diluida en el nuevo Estado español, formado a imagen y semejanza de la poderosa Francia y con ello, la historia española pasaba página y comenzaba su etapa absolutista.

Es de mencionar que la figura del Justicia de Aragón fue recuperada en 1982, quedando recogida recogida en el Estatuto de Autonomía de Aragón y amparada por la Constitución de 1978.

El primer Justicia  en esta etapa contemporánea fue Emilio Gastón, que juró el cargo ante los restos óseos del Justicia Juan de Lanuza V. El acto se celebró  en el Salón de Obispos del Palacio episcopal de Tarazona.

Jaime Sogas

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