La Universidad de Salamanca es la universidad más antigua de España. Tuvo su origen en la Escuela Catedralicia, fundada en 1130, y en plena Edad Media fue motor del conocimiento universal.
Y transcurridos los siglos, daría lugar a la conocida como “Escuela de Salamanca”, una corriente filosófica, teológica y científica que, desde la concepción católica tradicional del hombre y de su relación con Dios, tuvo lugar entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera del XVII, en el seno de la Facultad de Teología.
Sus miembros más destacados fueron Francisco de Vitoria (1483-1546), Domingo de Soto (1494-1570), Martín de Azpilcueta (1493-1586), Bernardino de Sahagún (1499-1590), Tomás de Mercado (1500-1575), Domingo Báñez (1528-1604), Luis de Molina (1535-1601), Juan de Mariana (1536-1624), Francisco Suárez (1548-1617), etc.
Fue, sin lugar a dudas, la cumbre del Humanismo español que aportó principios novedosos, principalmente en los campos de la política, la ciencia, el derecho y la economía, dando consistencia al pensamiento moderno mediante la adecuación del pensamiento tradicional cristiano desarrollado a lo largo de una época anterior que ha sido estigmatizada por el pensamiento materialista contemporáneo como “Edad Media”.
Los principios filosóficos más destacables se centran en la libertad y el derecho natural de la persona, cuyo origen es la naturaleza misma, motivo por el que todos los humanos tienen los mismos derechos a la vida y a la libertad.
Estas ideas, que sentaban las bases del derecho de gentes moderno, del derecho internacional y de la ciencia económica, chocaban frontalmente con un pensamiento europeo que estaba cayendo en la deriva de la reforma protestante, que santifica las acciones tendentes al éxito sin atención alguna a la moralidad o justicia de esas acciones.
Con una mentalidad universalista, propia del pensamiento clásico español, los filósofos salmantinos mantuvieron correspondencia intelectual con pensadores de todos los rincones de Europa, siendo elemento principal, y en no pocas ocasiones crisol, de los grandes debates de la época, sobre los que hicieron prevalecer los principios humanistas, que tienen su fundamento en la cultura clásica, de la que fueron principales divulgadores, haciendo especial hincapié en la concepción moral de los asuntos, y en busca de la justicia y la igualdad de los hombres, todo lo cual fue base de los principios morales que adornarían la preeminencia que España tenía en esos momentos en el mundo, y que sería garante, no solo de los derechos, sino de la propia supervivencia de los pueblos.
Francisco de Vitoria, a partir de la doctrina de Santo Tomás, atendiendo a que se trataba de seres racionales, remarcó la necesidad de aplicar el derecho gentes a los nativos americanos, motivo por el que el Descubrimiento no daba derecho a esclavizar ni a enajenar los bienes de los naturales.
Y esa filosofía sería de aplicación a todos los hombres, motivo por el cual sancionaron lo que ya había sido reconocido desde el primer momento del descubrimiento de América y que no sería reconocido por el mundo europeo, especialmente británico, hasta bien entrado el siglo XX: La humanidad de los pueblos indígenas. Y la aplicación de esos principios propicia que hoy existan pueblos nativos en toda Hispanoamérica, hecho que contrasta muy llamativamente con lo acaecido en Norteamérica, Australia o Nueva Zelanda.
Y es que, aunque la conocida como “Escuela de Salamanca” tiene su inicio en el siglo XVI, el pensamiento humanista de la misma se hunde en la historia, con fundamentos en San Isidoro de Sevilla y la filosofía clásica, la única que debe ser entendida como filosofía, ya que lo otro es pensamiento sofista, en principio lógicamente autoexcluido del principio de filosofía, tan duramente combatido por Sócrates, y posteriormente injustamente incardinado en el concepto de filosofía.
En 1460 fue creada la Cátedra de Astrología en la Universidad de Salamanca, en la que, además del estudio de Copérnico, se aplicaron prácticas novedosas encaminadas a un estudio astronómico serio, llevando a término una actividad de observación que les permitió la confección de tablas astronómicas en las que se precisan datos de especial interés como la magnitud, longitud, latitud, y números de declinaciones y ascenso de todas las estrellas visibles en el hemisferio norte.
La Cátedra aglutinó un elenco de estudiosos. Abraham Zacut, Juan de Salaya o Diego de Torres, convirtieron a Salamanca en un poderoso centro de ciencia que daría lugar a que la Corona apoyase el viaje de descubrimiento iniciado por Colón en 1492.
Entre sus docentes figuraba Domingo de Soto, el primero en establecer que un cuerpo en caída libre sufre una aceleración constante; principio que resultaría esencial para las investigaciones de Galileo y de Newton.
En el campo de la matemática, la Escuela dio lugar a la reforma del calendario, que se llevó a cabo por encargo del papa Gregorio XIII a Pedro Chacón y a un equipo de colaboradores, que dio lugar al calendario que hoy mismo usamos.
Y como signo de la amplitud de miras, señalar que entre los profesores de la Universidad se encontraban personajes como Lucía de Medrano, que desarrolló la cátedra de Cánones; y sin relación directa nos encontramos que Pedro de la Mota, discípulo de Nebrija, sería el valedor de quién acabaría siendo el primer catedrático del mundo de raza negra: Juan Latino.
Otro aspecto que no reviste importancia menor es el estudio de la economía. Algo que, al rebufo del creciente renacimiento hispánico, está siendo mediatizado por los mismos que en su momento consiguieron eliminar el Imperio y el pensamiento español: el liberalismo, que ahora se reclama heredero de la Escuela de Salamanca.
La Escuela de Salamanca dio inicio al primer estudio de macroeconomía, señalándose como la primera corriente de pensamiento económico, moral y jurídico que trató los problemas morales del mercantilismo.
Son de especial significación los aportes realizados por la Escuela en este sentido, siendo de reseñar el desarrollo de la teoría cuantitativa de la moneda o el control por parte del estado de los asuntos públicos, aspecto que fue atendido especialmente por Francisco Suárez, Martín de Azpilcueta y Tomás de Mercado.
Y es que, si aspectos de puro carácter económico fueron asumidos en su totalidad por el pensamiento liberal al tiempo que ocultaban a la historia el origen de los mismos, ese mismo pensamiento liberal elude los principios filosóficos que subordinan aquellos a la ética y a la moralidad. Hay que tener en cuenta que tanto Suárez como los demás miembros de la escuela, someten sus ideas a principios que para los pensadores liberales son una rémora.
Así, el principio de propiedad privada es tenido por Domingo de Soto como positivo para el desarrollo, pero teniendo siempre presente el bien común. Por su parte, Luis de Molina vinculó la libertad económica a la libertad humana. Y el interés en los préstamos, tradicionalmente condenado por la doctrina cristiana, fue defendido por los miembros de la escuela, entendiendo que el dinero no era más que otra mercancía, y como tal debía ser tratada.
A partir de esos principios llegaron a conclusiones muy superiores, como fue la determinación de la inflación, aspecto que fue desconocido en el mudo hasta el aporte de plata proveniente de América. Señalaron los riesgos de la usura, tan padecida durante la Edad Media, cuando propició altercados de mucha envergadura que hoy son presentados como persecución de judíos, y elaboraron teorías económicas que sin lugar a dudas sirvieron a la Corona para enfrentarse a las nuevas realidades, muy en concreto Martín de Azpilcueta señaló la que representaba el aumento de los precios como consecuencia del aumento de liquidez, remarcando que donde los metales preciosos eran escasos los precios de los bienes eran inferiores a los lugares con abundancia de los mismos.
La Escuela de Salamanca fue, así, la eclosión de unas teorías de todo tipo, amparadas todas ellas en el humanismo cristiano, que dieron base jurídica, económica, política… a la Corona española para expandirse por el orbe para llevar a cabo la culminación de la labor iniciada por Roma, de la que, sin lugar a dudas es la continuadora.
Cesáreo Jarabo