Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, más conocida como Santa Teresa de Jesús o simplemente Santa Teresa de Ávila, fue una monja, fundadora de la Orden de Carmelitas Descalzos (rama de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo), mística y escritora española.
Nada te turbe,/nada te espante,/quien a Dios tiene,/nada le falta./Nada te turbe,/nada te espante,/solo Dios basta./Todo se pasa/Dios no se muda,/la paciencia/todo lo alcanza./Quien a Dios tiene nada le falta:/Solo Dios basta”
Teresa nació en Gotarrendura, provincia de Ávila, en el seno de una familia numerosa de la pequeña nobleza castellana el 28 de marzo de 1515. Desde muy niña se interesaba por episodios de la vida de los santos, y cuando supo de los hechos de los primeros mártires, pensó que ese camino era una línea derecha al Cielo. Se enamoró de Cristo precozmente, y quiso derramar su sangre por Él siendo mártir a la edad de 6 años; huyó para ello con su hermano Rodrigo a “tierra de moros”, para entregar allí sus vidas en defensa de la fe. Estaban ya bastante lejos de la ciudad cuando un tío suyo consiguió alcanzarlos y devolverlos a casa.
“En una huerta que había en casa, procurábamos como podíamos, hacer ermitas, poniendo unas piedrecitas, que luego se nos caían, y así no hallábamos remedio en nada para nuestro deseo… ”. La vida eremítica formó parte de sus juegos infantiles. Después, pasó un tiempo entre devaneos, atrapada por el contenido de libros de caballería y el cortejo de un familiar. Su madre murió dejándola en la difícil edad de los 13 años. Internada por su padre a los 16 en el colegio de Gracia, regido por las madres agustinas, echaba de menos a su primo, que era el galán que la pretendía. Al haber perdido a su madre, Teresa se entregó en las manos de la Virgen, tomándola como única Madre. Ella misma cuenta en su autobiografía: «Cuando empecé a caer en la cuenta de la pérdida tan grande que había tenido, comencé a entristecerme sobremanera. Entonces me arrodillé delante de una imagen de la Santísima Virgen y le rogué con muchas lágrimas que me aceptara como hija suya y que quisiera ser Ella mi madre en adelante. Y lo ha hecho maravillosamente bien».
Aunque se hallaba en contacto con la vida religiosa, el mundo seguía disputándosela a Cristo; ser monja no estaba en sus planes. Hasta que, en 1535, después de ver partir a Rodrigo, casarse a una de sus hermanas, e ingresar una amiga en el monasterio de la Encarnación, hablando con ésta descubrió su vocación. Al comunicar a su padre el deseo que tenía de entrar en un convento, él, que la quería muchísimo, le respondió: «Lo harás, pero cuando yo ya me haya muerto». La joven sabía que el esperar mucho tiempo y quedarse en el mundo podría hacerla desistir de su propósito de hacerse religiosa. Y entonces se fugó de la casa y a los 20 años, el 2 de noviembre de 1533, ingresó en el monasterio carmelita de la Encarnación, en Ávila —al principio contra la voluntad de su padre—, donde un año después hizo sus votos. ‘Vuestra soy, para vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?’
Allí vivían casi doscientas religiosas bajo la regla mitigada de la Orden del Carmen. Sor Teresa recibió una espaciosa celda, junto con la libertad de recibir visitas a cualquier hora e ir a la ciudad por el motivo que fuere. Era habitual que las monjas estuvieran horas charlando en el locutorio, convertido en una especie de centro de reuniones sociales. Poco después de su profesión religiosa, una grave enfermedad la devolvió a los brazos de su padre en 1537. Su salud se debilitó tanto que su padre, Alonso de Cepeda, consiguió permiso para llevarla al pueblo de Becedas, donde vivía una mujer cuyos tratamientos médicos tenían fama de eficaces. De regreso a la casa paterna, una contracción muscular fortísima la dejó sin sentido durante casi cuatro días. La habrían enterrado si su padre no se hubiese opuesto. Al despertar, su estado era lamentable: “Quedé toda encogida, hecha un ovillo; sin poderme menear, ni brazo ni pie ni mano ni cabeza, más que si estuviera muerta”.
Esta fue la experiencia más fuerte que tuvo en su juventud, de la que quedaría marcada para toda su vida: con afecciones del corazón y del estómago y, en sus propias palabras, con un «miedo a la muerte» que solo desapareció con la gracia mística. Luchó contra la muerte y venció, aunque le quedaron secuelas. A mediados de 1539, después de tres años de parálisis, Teresa recuperó la salud; según la tradición, se debió a la intercesión de san José a quien dirigía sus oraciones y a partir de ese momento la devoción al santo Patriarca se volvió primordial en su vida. Devotísima de San José decía: “sólo pido por amor de Dios que lo pruebe quien no creyere y verá por experiencia cuan gran bien es recomendarse a ese glorioso Patriarca y tenerle devoción”. Volvió a la Encarnación, donde la vida en el convento era, como hoy se diría, demasiado light. Tanta apertura y comodidades, entradas y salidas, no eran precisamente lo más adecuado para una consagrada. Y en la Cuaresma del año 1544, el de la muerte de su padre, ante la imagen de un Cristo llagado, con ardientes lágrimas suplicó su ayuda; le horrorizaba ofenderle.
Era su amor vehemente, sin fisuras, alimentado a través de una oración continua: “La oración no consiste en pensar mucho, sino en amar mucho”. Comenzó a experimentar la vida de perfección como ascenso de su alma a Dios, y a la par recibía la gracia de verse envuelta en místicas visiones que incendiaban su corazón, aunque hubo grandes periodos templados por una intensa aridez. Susurros de su pasión impregnaban sus jornadas de oración: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero…”. Demandaba fervientemente la cruz cotidiana: “Cruz, descanso sabroso de mi vida, Vos seáis la bienvenida. En la cruz está la vida, y el consuelo, y ella sola es el camino para el cielo…”.
Según su testimonio, en 1542 se le apareció Jesucristo en el locutorio con semblante airado, reprendiéndole su trato familiar con seglares. Nuestro Señor le aconsejó: «No te dediques tanto a hablar con gente de este mundo. Dedícate más bien a comunicarte con el mundo sobrenatural». No obstante, la monja no cambió su estilo de vida en varios años, hasta su conversión definitiva hacia 1554 o 1555, tras haber visto una talla policromada de un Ecce Homo, en su propia expresión: “de Cristo muy llagado”.
Tenía 40 años, y Dios iba marcándole el camino que debía seguir. San Juan de la Cruz se unió a su empeño. La reforma no fue fácil. Las pruebas de toda índole, insidias del diablo, contrariedades, problemas internos, dudas y vacilaciones de su propio confesor, así como el trato hostil dispensado por la Iglesia, entre otros, le infligieron grandes sufrimientos. Se ganó para su causa a San Juan de la Cruz, y con él fundó los Carmelitas descalzos. A pesar de su frágil salud, tenía un potente temperamento y no se dejaba amilanar; menos aún, cuando se trataba de Cristo. Así que, acudió a los altos estamentos, se codeó con reyes y nobleza, fue donde hizo falta, y se entregó en cuerpo y alma a tutelar y enriquecer espiritualmente las fundaciones con las que regó España.
Tuvo en 1558 su primer rapto y en otra de las visiones le fue dado a contemplar el infierno. Fue tan terrible que determinó el rigor de su entrega y emprendió la reforma carmelitana, así como su primera fundación. En algunos de sus éxtasis se elevaba hasta un metro por los aires y cada visión le dejaba un intenso deseo de ir al cielo. «Desde entonces dejé de tener miedo a la muerte, cosa que antes me atormentaba mucho». Teresa quería que los favores que Dios le concedía permanecieran en secreto, pero varias personas de las que la rodeaban empezaron a contar todo esto a la gente y las noticias corrían por la ciudad. Unos la creían loca y otros la acusaban de hipócrita, de orgullo y presunción. San Pedro Alcántara, uno de los santos más famosos de ese tiempo, después de charlar con la famosa carmelita, declaró que el Espíritu de Dios guiaba a Teresa.
Veía la necesidad de reformar el Carmelo y sentía la llamada de la Providencia para realizar esta misión. Deseaba comunidades que no fueran mero refugio de almas contemplativas, preocupadas en fruir y gozar de la convivencia divina, sino verdaderas antorchas de amor ocupadas en reparar el mal que era hecho a la Iglesia.“Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testimonios, quieren poner su Iglesia por el suelo. No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia”.
Descontenta con la relajación de las normas que en 1432 habían sido mitigadas por el papa Eugenio IV, Teresa decidió reformar la orden para volver a la austeridad, la pobreza y la clausura que consideraba el auténtico espíritu carmelita. El deseo de fundar casas religiosas de estricta observancia a la primitiva Regla carmelitana muy pronto le fue confirmado, y animado, por el Señor. “Habiendo un día comulgado, mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monasterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San José, y que a la una puerta nos guardaría Él y nuestra Señora la otra, y que Cristo andaría con nosotras, y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor, que qué sería del mundo si no fuese por los religiosos”.
Sin embargo, no recibió el mismo apoyo de sus superiores, de sus hermanas de hábito y de la sociedad abulense. Sólo con mucha prudencia y el favor de varios hombres de Dios — como San Pedro de Alcántara, entre otros —pudo superar las oposiciones levantadas y llevar a cabo las reformas necesarias. Ayudada por algunos amigos adquirió, en la misma ciudad de Ávila, una minúscula casa en precarias condiciones destinada a ser el nuevo monasterio. A fines de 1561 recibió Teresa cierta cantidad de dinero que le remitió desde el Perú uno de sus hermanos, y con ella se ayudó para continuar la proyectada fundación del Convento de San José. Para la misma obra contó con el concurso de su hermana Juana, a cuyo hijo Gonzalo se dice que resucitó la Santa.
Abrazada la empresa, comenzaron las pruebas: una pared que estaba siendo rehecha cayó sobre su sobrino pequeño; su cuñado, que dirigía las obras, se puso enfermo; la bula papal que aprobaba su fundación llegó incompleta de Roma. Y cuando, en el momento decisivo, amaneció desplomada otra pared de la casa, construida con los últimos ducados que Sor Teresa había conseguido, la tentación de desánimo amenazó a todos. No obstante, mirando los escombros decía: “Si se ha caído, levantarla”.
Finalmente, con las debidas autorizaciones, el 24 de agosto de 1562 se celebró la primera Misa en el Monasterio de San José, el primogénito de los Carmelos reformados. Teresa abrió el monasterio de San José el 24 de agosto de 1562; tomaron el hábito cuatro novicias en la nueva Orden de las Carmelitas Descalzas de San José. Hubo alborotos en Ávila; se obligó a la santa a regresar al Convento de la Encarnación, y, calmados los ánimos, vivió Teresa cuatro años en el Convento de San José con gran austeridad. Las religiosas seguidoras de la reforma de Teresa, dormían sobre un jergón de paja; llevaban sandalias de cuero o madera; consagraban ocho meses del año a los rigores del ayuno y se abstenían por completo de comer carne.
En la más estricta pobreza y clausura, Teresa se puso a instruir a sus monjas, mostrándoles la fuerza de la vida comunitaria bien llevada, en la obediencia y en la alegría. Era una excepcional formadora. Tenía alma misionera; lloró amargamente pensando en las necesidades apostólicas que había en tierras americanas, donde hubiera querido ir. “Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles”, fueron las palabras que oyó Teresa en el primer éxtasis que le concedió la gracia divina. “Desde aquel día yo quedé tan animosa para dejarlo todo por Dios como quien había querido en aquel momento dejar otra a su sierva”. Al par de las pruebas, ahora Cristo continuaba hablándole con frecuencia y parecía andar siempre a su lado.
La Inquisición estuvo tras ella; incluso quemó uno de sus textos por sugerencia de su confesor. También fue confidente de Felipe II. Hacia 1562 vivió la experiencia mística de la transverberación: “Veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla. No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan. Deben ser los que llaman querubines. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios”.
No era raro, en esas intimidades con Jesús, sentir en su alma el fuego del amor divino. En más de una ocasión llegó a tener su corazón transverberado por un ángel, dejándole las marcas físicas de una perforación. Para perpetuar la memoria de dicha misteriosa herida, el Papa Benedicto XIII, a petición de los carmelitas de España e Italia, estableció (1726) la fiesta de la “Transverberación del corazón de santa Teresa” que se celebra el 26 de agosto. Aunó magistralmente contemplación y acción. Recibió dones diversos: éxtasis, milagros, discernimiento… Fortaleza y claridad, capacidad organizativa y sabiduría para ejercer el gobierno, confianza y entereza en las contrariedades, humildad, sencillez, sagacidad, sentido del humor, una fe y caridad heroicas son rasgos que también la definen.
Al llegar a Alba de Tormes (20 de septiembre) el estado de salud de Teresa empeoró. Recibido el viático y confesada, murió en brazos de Ana de San Bartolomé la noche del jueves 4 de octubre de 1582 (al día siguiente el calendario juliano fue sustituido por el gregoriano en España, por lo que al día de su fallecimiento le sucedió el día viernes 15 de octubre, fecha en que se celebra su festividad). Hasta exhalar el último suspiro Teresa gozó la dicha de conversar con las personas divinas, que la consolaban o revelaban ciertos secretos del cielo; la de ser transportada al infierno o al purgatorio, y aun la de presentir lo venidero. La imagen representa el arrobamiento acaecido a Teresa en un monasterio de la Orden de Santo Domingo del que dijo: “Me pareció que me veía vestir una ropa de mucha blancura y claridad y, al principio, no veía quien me la vestía. Después vi a Nuestra Señora hacia el lado derecho y a mi padre San José al izquierdo que me vestían aquella ropa. Se me dio a entender que ya estaba libre de mis pecados. Me pareció entonces que me había echado al cuello un collar de oro muy hermoso y asida a él una cruz de mucho valor”.
Como legado, la Doctora de la Iglesia también dejó plasmada su experiencia mística en la siguiente poesía de amor, titulada “Mi Amado para mí”: Ya toda me entregué y di/y de tal suerte he trocado/que mi Amado para mí/y yo soy para mi Amado./Cuando el dulce Cazador/me tiró y dejó herida/en los brazos del amor/mi alma quedó rendida,/y cobrando nueva vida/de tal manera he trocado/que mi Amado para mí/y yo soy para mi Amado./Hirióme con una flecha/enherbolada de amor/y mi alma quedó hecha/una con su Criador;/ ya yo no quiero otro amor,/pues a mi Dios me he entregado,/y mi Amado para mí/y yo soy para mi Amado. El libro de la Vida es el primero que escribe santa Teresa de Jesús, el más espontáneo y fresco, fiel reflejo de su personalidad y su experiencia humana y sobrenatural. Lo escribe inicialmente en 1562 en una edición ya perdida. Pero vuelve a escribirlo de nuevo, basándose en el texto inicial, en 1565. Plasmó sus experiencias místicas en obras maestras, imprescindibles para alumbrar el itinerario espiritual como El camino de la perfección, Pensamientos sobre el amor de Dios y El castillo interior, que no vio publicadas en vida.
Su cuerpo fue enterrado en el Convento de la Anunciación de esta localidad, con grandes precauciones para evitar un robo. Se lo tapó con grandes cantidades de roca y tierra al punto que éstas rompieron el ataúd. Tres años después del fallecimiento, la Orden de los Carmelitas Descalzos mandó llevar el cuerpo a Ávila, así que fue exhumado el 25 de noviembre de 1585 y se trasladó el cuerpo prácticamente incorrupto, debido a la ausencia de un brazo, que permaneció en Alba de Tormes para compensar la pérdida. La decisión provocó el rechazo de los Duques de Alba, que echaron mano de su poder para recuperar el cuerpo y lo lograron. A través del nuncio en España, el papa Sixto V dio la orden, bajo pena de excomunión de que el cuerpo fuera inhumado de nuevo en su sepulcro primitivo de Alba de Tormes, y continuó incorrupto. El sepulcro de Teresa de Jesús está custodiado por nueve llaves, de las que tres están en posesión de la Casa de Alba. Se elevó su sepulcro en 1598; se colocó su cuerpo en la capilla Nueva en 1616, y en 1670, todavía incorrupto, en una caja de plata.
Después de estos hechos no la volvieron a trasladar más, pero se sacaron varias reliquias. El brazo izquierdo y el corazón, en sendos relicarios en el museo de la iglesia de la Anunciación en Alba de Tormes. Y el cuerpo incorrupto de la santa en el altar mayor, en un arca de mármol jaspeado custodiado por dos angelitos, en dicha iglesia. El pie derecho y parte de la mandíbula superior están en Roma. La mano izquierda, en Lisboa. El ojo izquierdo y la mano derecha, en Ronda. Esta es la famosa mano que Francisco Franco conservó hasta su muerte, tras recuperarla las tropas franquistas de manos republicanas durante la Guerra Civil Española. Un dedo, en la Iglesia de Nuestra Señora de Loreto en París. Otro dedo en Sanlúcar de Barrameda. Dedos y otros restos santos, esparcidos por España y toda la cristiandad. Cuando Santa Teresa entró en la eternidad, en 1582, dejó fundados más de veinte monasterios de la rama reformada, femeninos y masculinos: Ávila (1562), Medina del Campo (1567), Malagón (1568), Valladolid (1568), Toledo (1569), Pastrana (1569), Salamanca (1570), Alba de Tormes (1571), Segovia (1574), Beas de Segura (1575), Sevilla (1575), Caravaca de la Cruz (1576), Villanueva de la Jara (1580), Palencia (1580), Soria (1581), Granada (1582) y Burgos (1582 ). Y como suele ocurrir con los muy llamados, el árbol que ella plantó continuó, tras su muerte, dando inestimables frutos a la Iglesia en los cinco continentes. En 1626 las Cortes la nombraron copatrona de los Reinos de España, con Santiago Apóstol.
Fray Juan de la Miseria pintó el rostro de Santa Teresa sobre lienzo. Es el cuadro más parecido al aspecto original, por realizarlo con la protagonista delante de sus ojos, y con los pinceles en la mano. Fue una mujer de una personalidad impactante, de empuje, audaz, soñadora, apóstol incansable, mística y doctora de la Iglesia. Pablo V la beatificó el 24 de abril de 1614, Gregorio XV la canonizó el 12 de marzo de 1622 y Pablo VI la declaró doctora de la Iglesia el 27 de septiembre de 1970.
Jaime Mascaró