
La Guerra de Sucesión Española (1701-1714) había dejado a España y Europa en un estado de conflicto. Tras la muerte de Carlos II, sin descendientes, la Corona española fue reclamada por Felipe de Anjou (el futuro Felipe V) y por el archiduque Carlos de Austria (el futuro Carlos VI).

La Paz de Viena de 1725 fue un tratado firmado el 30 de abril de ese año entre el rey Felipe V de España y el emperador Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico. Este tratado ponía fin a la Guerra de Sucesión Española y resolvía la disputa por el trono español entre Felipe V y Carlos VI. Uno de los acuerdos clave fue que Carlos VI renunciaba definitivamente a sus pretensiones al trono de la Monarquía de España, mantenidas tras la firma de los Tratados de Utrecht-Rastatt de 1713-1714, mientras que Felipe V reconocía la soberanía de Carlos VI sobre los territorios de Italia y de los Países Bajos que antes de la guerra habían pertenecido a la Monarquía Hispánica.

Juan Guillermo de Ripperdá fue un famoso aventurero y diplomático que llegó a ser ministro de Felipe V de España. En 1715 estableció su residencia en Madrid como embajador; su viveza y facilidad para los idiomas, que le permitían hablar fluidamente el español, le granjearon el apoyo del cardenal Giulio Alberoni y se puso al servicio de España, entonces bajo el gobierno del primer Borbón. Felipe V, quien con su segunda esposa Isabel de Farnesio y el ministro Julio Alberoni pusieron en práctica una política exterior agresiva respecto a Italia que pretendía «revisar» el Tratado de Utrecht (intentando recuperar los Estados italianos que formaban parte de la Monarquía Católica antes de 1700) y asegurar el trono de los ducados de Parma, de Piacenza y de Toscana para el recién nacido infante don Carlos. Así, en julio de 1717 tuvo lugar la conquista española de Cerdeña y en el verano del año siguiente una nueva expedición mucho mayor conquistó el reino de Sicilia.

Estas conquistas provocaron la Guerra de la Cuádruple Alianza, en la que Felipe V salió derrotado por las cuatro potencias garantes del statu quo surgido de la Paz de Utrecht: el Reino de Gran Bretaña, el Reino de Francia, el Imperio Austríaco y las Provincias Unidas. Felipe V, que se deshizo de su ministro Giulio Alberoni, se vio obligado a firmar en La Haya en febrero de 1720 la retirada de las tropas de Cerdeña y de Sicilia, la renuncia a cualquier derecho sobre los antiguos Países Bajos españoles, ahora bajo soberanía del emperador Carlos VI, y a reiterar su renuncia a la Corona de Francia. Lo único que obtuvo Felipe V a cambio, fue la promesa de que la sucesión al ducado de Parma, el ducado de Piacenza y el ducado de Toscana recaería en el infante Carlos, el primer hijo que había tenido con Isabel de Farnesio.
Para concretar los acuerdos del Tratado de La Haya se reunió el Congreso de Cambrai (1721-1724) que supuso un nuevo fracaso para Felipe V porque no alcanzó su gran objetivo — que los ducados de Parma y de Toscana pasaran a su hijo Carlos — y tampoco que Gibraltar volviera a soberanía española, porque Felipe V rechazó la oferta británica de intercambiarlo, por una parte, de Santo Domingo o de Florida. Tampoco el acercamiento que había iniciado con la Monarquía de Francia fructificó, porque finalmente esta dio marcha atrás en el matrimonio concertado entre el futuro Luis XV y la hija de Felipe V e Isabel de Farnesio, la infanta Mariana Victoria de Borbón. Sin embargo, sí se celebró el matrimonio concertado entre el Príncipe de Asturias Luis y Luisa Isabel de Orleans, hija del duque de Orleans, regente de Francia, hasta la mayoría de edad de Luis XV.

Cuando ya era evidente que el Congreso de Cambrai iba a suponer un nuevo fracaso de la política dinástica de Felipe V, Johan Willem Ripperdá, que había llegado a Madrid en 1715 como embajador extraordinario de las Provincias Unidas y que tras abjurar del protestantismo se había puesto al servicio del monarca ganándose su confianza, convenció al rey y a la reina para que lo enviaran a Viena, comprometiéndose a alcanzar un acuerdo con el emperador Carlos VI que pusiera fin a la rivalidad entre ambos soberanos por la Corona de España y que permitiera que el príncipe Carlos pudiera llegar a ser el nuevo duque de Parma, de Piacenza y de Toscana. En última instancia, lo que pretendía Ripperdá era desarticular la Cuádruple Alianza mediante una aproximación entre Felipe V y Carlos VI.

En la corte de Viena el acercamiento a Felipe V fue visto con cautela, dada la crítica situación por la que atravesaba Felipe V, que en enero de 1724 había abdicado en su hijo Luis I de España y al morir este a los pocos meses había recuperado el trono gracias a la intervención de la reina Isabel de Farnesio. El embajador imperial Königsegg en Madrid informó a Viena de la «imbecilidad del rey que de cuando en cuando le incapacita para el gobierno». El desequilibrio mental de Felipe V, que algunos autores han relacionado con un trastorno bipolar, iba acompañado de una casi patológica obsesión religiosa por la salvación que creía que solo podía alcanzar en un ambiente de total tranquilidad.
En 1724 Ripperdá retomó su carrera como embajador, aunque en esta ocasión actuó bajo secreto. Ripperdá volvió a Madrid en 1725 y Felipe V premió su labor concediéndole la Grandeza de España y nombrándolo secretario de Estado. Durante el año que estuvo en Viena Ripperdá se firmaron en Viena cuatro tratados de paz y alianza (dos de ellos secretos) que establecían el reconocimiento recíproco entre ambos monarcas, acordaban el matrimonio entre alguno de sus hijos, sin determinarlos, y el emperador se comprometía a favorecer la devolución de Gibraltar a España. El Tratado de Viena marcó un punto de inflexión en la diplomacia europea, ya que permitió a España recuperar la paz y a Felipe V consolidar su reinado. También fue un paso importante en la reconstrucción de las relaciones diplomáticas en Europa después de la guerra.

Participó en la negociación del Tratado de Viena, que establecía una alianza entre Felipe V y Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico. En uno de los documentos Felipe V otorgaba la amnistía a los austracistas, y se comprometía a devolverles sus bienes que habían sido confiscados durante la guerra y en la inmediata posguerra. Asimismo, se les reconocían los títulos que les hubiera otorgado Carlos III el Archiduque. Además, Felipe V concedía a la Compañía de Ostende, llamada Compañía Imperial y Real de las Indias y radicada en los Países Bajos, ahora bajo dominio del emperador, importantes ventajas comerciales para que pudiera comerciar con las Indias españolas.
Por esta gestión le recompensaron con el Ducado de Ripperdá con grandeza de España y poco después se le nombró secretaría de Estado y del Despacho, sin cartera, lo que le permitió conocer de todos los asuntos y convertirse de facto en un primer ministro. Sin embargo, su ambición y ligereza terminaron por perderlo, ya que se comprobó que el Tratado no era favorable para España y la obligaba a entregar al emperador una astronómica cantidad de dinero a cambio de imprecisos e inconcretos compromisos del emperador para ayudar a Felipe V en la recuperación de Gibraltar y Menorca.

Esto, y los enemigos que se había creado, entre los que destacaban Grimaldo y Patiño, unido a su insostenible situación personal (se le acusaba de malversación), llevó a Ripperdá a renunciar en mayo de 1726 a todos sus cargos. Como quisiera que sus enemigos consiguieran del rey una orden de prisión contra él, se refugió en la embajada británica, de donde fue sacado por la fuerza y trasladado al Alcázar de Segovia, acusado de delito de lesa majestad, lo que nunca llegó a comprobarse.
Pero cuando los reyes de España tuvieron conocimiento del alcance real de los acuerdos de Ripperdá y de que las monarquías de Gran Bretaña y de Francia se oponían a los mismos, el 3 de septiembre habían firmado junto con el reino de Prusia el Tratado de Hannover para «mantener a los Estados firmantes en los países y ciudades dentro y fuera de Europa que actualmente poseyeran», y al que posteriormente se adhirieron las Provincias Unidas, el reino de Dinamarca y el reino de Suecia, aunque Prusia finalmente lo abandonó. Destituyeron a Ripperdá y lo encarcelaron en mayo de 1726, aunque logró escaparse y huyó a Portugal el 30 de agosto de 1728, con ayuda de una doncella de la alcaidesa llamada Josefa Ramos, que se había enamorado del exministro, para después marchar a Inglaterra, donde fue bien recibido por el rey y su corte.

En la caída de Ripperdá colaboraron activamente dos de los miembros más influyentes de la corte José de Grimaldo y José Patiño, además del embajador imperial Königsegg, aunque el hecho decisivo parece que fue que el emperador no diera finalmente su consentimiento al matrimonio de sus dos hijas con los infantes españoles Carlos y Felipe (en realidad hacía tiempo que estaba concertado el matrimonio de María Teresa con el joven duque Francisco Esteban de Lorena, boda que se celebró en 1736). Además, el emperador tampoco estaba dispuesto a entrar en conflicto con Gran Bretaña, por lo que no apoyaría a Felipe V si este intentaba recuperar Gibraltar o Menorca. En contrapartida, las concesiones comerciales prometidas a la Compañía de Ostende nunca se materializaron y acabó disolviéndose en 1731 por la presión británica.
Gran Bretaña desplegó su flota por el Mediterráneo y el Atlántico, capturando barcos españoles y bloqueando Portobelo sin que hubiera habido una declaración de guerra. Como las reclamaciones ante el gobierno de Londres por los apresamientos por barcos británicos, a los que la corte de Madrid consideraba piratas, no surtieron ningún efecto, el nuevo grupo de consejeros que había sustituido a Ripperdà apoyaron la decisión de Felipe V de conquistar Gibraltar. Así en enero de 1727 el embajador español ante la corte de Jorge I de Gran Bretaña presentó un escrito en que consideraba sin valor el artículo 10 del Tratado de Utrecht por el que se cedía Gibraltar alegando los incumplimientos del mismo por parte de Gran Bretaña, había ocupado tierras en el istmo, no había garantizado el mantenimiento del catolicismo y había permitido la presencia de judíos y musulmanes.

El asunto fue llevado al parlamento por el primer ministro Robert Walpole y allí se comprometió a que nunca se entregaría Gibraltar sin el consentimiento expreso del mismo. La votación final celebrada el 17 de enero de 1727, en la que el parlamento ratificó la soberanía británica sobre Gibraltar, supuso la declaración de guerra a la Monarquía de España.
El segundo sitio a Gibraltar — el primero tuvo lugar en 1705 — no tuvo éxito debido a la superioridad de la flota británica que defendía el Peñón, que impidió que la infantería pudiera lanzarse al asalto después de que la artillería hubiera bombardeado las fortificaciones británicas. «España volvía a comprobar que la Roca, desde tierra, era casi inexpugnable mientras pudiese contar con el apoyo de una flota que llevase tropas de refresco y provisiones. En junio de 1727 se llegó a un armisticio, pero hasta marzo de 1728 Felipe V —presionado por el rey de Francia, el emperador y el papa para que pusiera fin al conflicto con Gran Bretaña y al que prometieron celebrar el Congreso de Soissons— no volvió a reconocer la validez del artículo 10 del Tratado de Utrecht en la llamada Acta de El Pardo, en un momento de agravamiento de su enfermedad mental.

El Congreso de Soissons no dio ningún resultado, pero sí lo tuvieron las negociaciones a «tres bandas» entre las Monarquías de España, Gran Bretaña y Francia, que culminaron con la firma del Tratado de Sevilla del 9 de noviembre de 1729. En ese tratado, Felipe V obtuvo, por fin lo que venían anhelando él y su esposa Isabel de Farnesio desde 1715, que su hijo primogénito, el infante Carlos, ocupara el trono del ducado de Parma y del ducado de Toscana, lo que fue reconocido también por el emperador en otro tratado firmado después. «Lo que resulta llamativo es que en agosto de 1731 una flota británica llegó a Cádiz para acompañar a don Carlos a su destino».

Jaime Mascaró Munar