
Malta había estado antes bajo el dominio de otras potencias, como los normandos y los árabes, hasta que, finalmente, pasó a formar parte de la Corona de Aragón, en 1283, tras un victorioso combate naval frente a los franceses. En 1469 y tras la fusión de los dos grandes reinos peninsulares, Castilla y Aragón, la isla se incorpora al Imperio español, quedando la administración a cargo de la nobleza local, que se constituye en el órgano de gobierno conocido como la Università.

Años después, en 1522, la Orden Hospitalaria de los Caballeros de San Juan de Jerusalén sería expulsada por los otomanos, al mando del sultán Solimán el Magnífico, de su base de operaciones, en la isla de Rodas, desde donde había hecho frente con desigual fortuna a los ataques del Imperio otomano. Hasta 1530, los caballeros carecieron de lugar propio.

Fue en 1531, cuando el Rey de España, Carlos I, les ofrece como nueva sede Malta y la vecina isla de Gozo, entonces, un archipiélago inhóspito. El Gran Maestre Philippe Villiers de l’Isle-Adam, tras consultar con el Papa y no sin cierto recelo dado el escaso atractivo de la isla, acepta el ofrecimiento. Si bien, estuvo tentado de intentar reconquistar a su añorada Rodas, finalmente renunció, dada la dificultad de la empresa. Pronto se vería lo acertado de la decisión, ya que Malta estaba muy bien situada estratégicamente, convirtiéndose así en un enclave fundamental en la defensa de la Cristiandad frente al Islam.
A cambio de la cesión del archipiélago a la Orden, que a partir de entonces será conocida ya como de Malta, Carlos I recibirá como pago simbólico anual un halcón, que deberían enviar al Virrey de Sicilia, entonces también territorio perteneciente a la Monarquía Hispánica; así como la obligación que asumían los caballeros de celebrar una misa el Día de Todos los Santos. Los caballeros de Malta recibieron, además, por parte de España, Trípoli, cabeza de puente en territorio de sarracenos y muy útil a la hora de mantener a raya a los corsarios de Berbería, entonces tributarios de los otomanos.
Malta se había convertido en un baluarte estratégico, que dificultaba el dominio que pretendía lograr el Imperio otomano en el Mediterráneo. Por esta razón, una gran armada, integrada por 200 navíos de guerra y más de 30.000 soldados, se presentaron ante las costas maltesas un 18 de mayo de 1565. Frente a ellos, los malteses apenas podían oponer 6.000 combatientes. La desigualdad era abrumadora a favor de los invasores y la batalla parecía decidida de antemano.

El conocido como Gran Asedio fue brutal, pero tanto los Caballeros de San Juan, como los malteses de toda condición social que se aprestaron a la defensa de sus tierras, se encomendaron a la Virgen. Tras no pocas vicisitudes y mil penalidades, la victoria a favor de las armas de la Cristiandad se consumó un 8 de septiembre de ese mismo año de 1565, fiesta de la Natividad de la Virgen María.

Naturalmente los defensores pronto atribuyeron su victoria a la intercesión de la Virgen, bajo la advocación de Nuestra Señora de Damasco, por la que sentía especial devoción el Gran Maestre Jean Parisot de la Valete, y que pronto pasará a ser conocida como Nuestra Señora de la Victoria, a la que desde entonces los malteses guardan particular fe.
Como reconocimiento a su intercesión, el Gran Maestre ordena erigir una nueva ciudad, la que sería capital de Malta, La Valeta, siendo el primer edificio una catedral dedicada a la Natividad de la Virgen.

Aparte de su pasado, primero aragonés y luego español, Malta debe también a la intervención de los soldados de España, parte del mérito de librarse de tan terrible asedio, sin desmerecer la fuerza de la oración de los sitiados a la Virgen. Y es que el marqués de Villafranca del Bierzo, García Álvarez de Toledo, desembarcó en la bahía de San Pablo, en el extremo norte de la isla, al frente de 10.000 españoles, batiendo antes con los cañones de sus barcos a la flota turca. Para entonces, los otomanos estaban un punto desanimado, ante lo difícil de una empresa, que, a priori, habían presumido muy fácil.
Al tiempo, en tierra, los temidos tercios españoles, después de una rápida marcha de tres días, consiguieron sorprender a los turcos, que se aprestaban para el asalto final a los defensores malteses. Álvaro de Sande, al frente de apenas un puñado de soldados, una compañía de arcabuceros, y sin siquiera tomarse un momento para ponerse la coraza o recibir órdenes, se lanzó en tromba contra los otomanos, bien atrincherados en lo alto de una colina. Frente al empuje de la aguerrida tropa española, que no dio cuartel al enemigo, los otomanos salieron en desbandada, reembarcando y poniendo rumbo de vuelta a sus tierras.

La Virgen volvería a interceder por la Cristiandad más tarde, en otro momento de gran tribulación — 7 de octubre de 1571 —y también con gran disparidad de fuerzas a favor del islam. Hablamos, claro está, de la batalla de Lepanto, ante la que el Papa San Pío V pidió que se rezara el Rosario. España volvió a llevar el peso principal, dentro de la Liga Santa, en aquella memorable ocasión “la más alta que vieron los siglos”, en palabras de Miguel de Cervantes, — que la vivió en primera persona — , con don Juan de Austria al frente de la armada cristiana.

Jesús Caraballo
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