
Tras su expulsión de España, en 1492, los ladinos o judeoespañoles se dispersaron por diferentes puntos de Europa, norte de África y los Balcanes. Una buena parte recaló en la ciudad de Salónica, actualmente en el norte de Grecia, y que entonces formaba parte del Imperio Otomano. Allí se consolidó la mayor comunidad sefardí (del nombre de Sefarad, con el que en la Biblia se designa a España) y la más influyente del mundo, hasta el punto de que los sefardíes eran la población mayoritaria en la segunda ciudad más rica del Imperio Otomano, solo por detrás de Estambul.

Aunque judíos hubo desde los primeros siglos de la era cristiana – son famosas las epístolas a los tesalonicenses, del apóstol San Pablo, quien seguramente se dirigió en primer lugar a las comunidades allí asentadas de sus paisanos-, los sefardíes, llegados en el siglo XV, de gran cultura y formación, miraban con conmiseración a sus correligionarios a los que llamaban “griegos”, es decir, a los romaniotes llegados desde el siglo I, sobre todo de Alejandría, y a los “alemanes” o asquenazes, expulsados tras diversos pogromos habidos en Europa central y oriental, a lo largo del siglo XIV.
Los sefardíes se convirtieron en el corazón de Salónica, ciudad multiétnica, hasta la limpieza étnica impulsada por la nueva República de Turquía, tras la revolución de los Jóvenes Turcos, que significó la expulsión de una ingente población cristiana griega desde sus lugares ancestrales en la península de Anatolia.

La comunidad sefardí tuvo su momento de mayor gloria entre los siglos XVI y XVII, sufriendo luego el declive del Imperio Otomano, pero aún conocería un segundo momento de esplendor en el siglo XIX, con la Revolución Industrial, que supo aprovechar con su conocido espíritu comercial.
A todo ello le puso fin, primero, el proceso de helenización impuesto por las nuevas autoridades griegas, tras la independencia del país del dominio otomano, con el fin de homogeneizar su población.
Y, en segundo lugar, a partir de 1943, con la ocupación nazi, la cruel implementación de la Solución Final a los judíos en todo el territorio griego, y que prácticamente diezmó a toda su población. Un exterminio del que, si no cómplices, si fueron testigos silentes — salvo excepciones — los griegos que veían ahora como “extranjeros” a quienes habían sido sus vecinos durante siglos.

Y en este terrible contexto, sólo España puso un punto de humanidad hacia quienes un día fueron también españoles. Aprovechando un decreto del gobierno del general Primo de Rivera, que reconocía la nacionalidad española para los antiguos sefardíes, diplomáticos nacionales, siguiendo instrucciones precisas del gobierno del general Franco, se aplicaron a la tarea de expedir pasaportes con el sello de España — además de buscarles lugares donde esconderse bajo amparo diplomático español — no sólo a sefardíes, sino a otros judíos.

El más conocido de esos diplomáticos fue el embajador en Budapest, Ángel Sanz Briz, más conocido como el “Ángel de Budapest”, que habría salvado a nada menos que 5.200 judíos en toda Hungría, hasta que tuvo que abandonar la legación ante la inminente llegada del ejército soviético.
Parecido papel desempeñó en la embajada española en Salónica, su titular Sebastián de Romero, quien logró salvar a buen número de judíos de una muerte segura, en los campos de exterminio nazis.
No hay cifras precisas, pero se cree que el gobierno de España, en una tarea poco reconocida, logró salvar a más de 80.000 judíos, siendo así el primer Estado, sólo tras el Vaticano, en la salvación de judíos de las garras nazis. Unas cifras que sacan las vergüenzas de otros países, singularmente los aliados, que no hicieron prácticamente nada para tratar de evitar ese exterminio. En cualquier caso, bastaría que se hubiera conseguido salvar una vida, ya que como dice un proverbio hebreo recogido en el Talmud, «quien salva una vida salva al mundo entero».

El Sultán Murad II incorporó Salónica al Imperio Otomano, en 1430. Un puerto muy comercial, situado en un lugar estratégico y muy bien comunicado, que por obra de la limpieza étnica acometida por los musulmanes, perdió buena parte de su población griego-cristiana. Por este motivo, la llegada masiva de sefardíes, a partir de 1492, fue recibida como un rayo de esperanza, para revitalizar la economía de la ciudad.
A ello se aplicaron los sefardíes, caracterizados como el resto de judíos por su proverbial espíritu comercial, aportando a los otomanos la tecnología aprendida en su Sefarad natal. De hecho, las primeras imprentas del Imperio las implantaron ellos. Se dedicaron al comercio, destacando el casi monopolio del de telas, incluidos los uniformes de los jenízaros, la guardia personal del Sultán (recordemos que estos guerreros eran niños cristianos arrebatados a sus padres en las luchas en los Balcanes, obligados a abjurar de su fe para convertirse al islam y adiestrados para entregar su vida en defensa de su Señor).

La prosperidad de la comunidad sefardí contribuyó al enriquecimiento de Salónica. En su actividad, se vieron beneficiados por ciertas medidas de tolerancia del Sultán, como libertad para su práctica religiosa o cierta autonomía en su gobierno, aunque eso sí, gravados con impuestos especiales que el islam ha impuesto siempre a los infieles y, por supuesto, sin acceso a cualquier cargo de responsabilidad política.
La política de helenización emprendida por Grecia, tras lograr su independencia, y la Solución Final de los nazis contra el pueblo hebreo, prácticamente acabaron con una comunidad y, sobre todo, con su lengua y su ancestral cultura. Tras la segunda guerra mundial, pocos de los supervivientes regresaron a su añorada Salónica.

Jesús Caraballo