
Sitio y empresa de la ciudad del Salvador en la Bahía de Todos los Santos por D. Fadrique de Toledo Osorio
Tras el brillo de Felipe II, en cuyo Imperio no se ponía el sol, pudiera parecer que el reinado de sus sucesores de la dinastía de los Austrias — los “Austrias menores” —, resultaba deslucido, pero no hay tal, y buena prueba de ello es 1625, el “Annus Mirabilis» de Felipe IV. En ese año, se sucedieron una serie de victorias de la Monarquía Hispánica frente a sus enemigos, que mantuvo en lo alto el prestigio y el poder de España en todo el mundo. La principal de esas victorias fue la recuperación de Salvador de Bahía, en Brasil, de manos de los holandeses, que nos la arrebataron en 1624, en una operación naval conjunta hispano luso — recordemos que Felipe II logró reunificar los dos reinos de la Península Ibérica —, comandada por Fadrique Álvarez de Toledo Osorio, Capitán General de la Armada Real y Exército del Mar Océano y Reyno de Portugal.

Con este motivo y aprovechando el cuarto centenario de ese extraordinario año, el Museo Naval de Madrid ha organizado, hasta el 27 de julio próximo, la exposición «ANNUS MIRABILIS. Salvador de Bahía, 1625: El crédito de España» — comisariada por David García Hernán, catedrático de Historia Moderna de la Universidad Carlos III de Madrid, y por Berta Gasca, directora técnica, e Inés Abril, del equipo técnico, ambas de dicho museo —,en la que la estrella es un cuadro anónimo del siglo XVII, que lleva por título “Sitio y empresa de la ciudad del Salvador en la Bahía de Todos los Santos por D. Fadrique de Toledo Osorio”.
Además de este cuadro, la exposición muestra 50 objetos, procedentes de los fondos del propio Museo Naval, así como de otras instituciones, como el Archivo General de Simancas, la Biblioteca Nacional, el Museo Nacional del Prado, el Museo Cerralbo, el Museo del Ejército o la Real Academia de la Historia, y de colecciones particulares.
Los hechos reflejados en la exposición se remontan al 30 de abril de 1624, fecha en que tropas holandesas consiguen apoderarse de la entonces capital de Brasil, Salvador de Bahía de Todos los Santos. El objetivo, al igual que el del resto de enemigos de España, era tratar de socavar el poder de la Monarquía Hispánica, cuyos extensos dominios resultaban difíciles de defender.

La expectación ante la más que previsible respuesta de Felipe IV ante tal desafío era total: «…y en suceso, de tanto cuidado, y que habría de asistir la observación de todo el mundo, no era razón que se pusiese a riesgo el crédito de España, pues en ningún caso podía mejor empeñar su poder que en este… (y que) don Fadrique… no dejase de ir prevenido para todos trances…».

Y es que, en la extraordinaria racha de victorias militares, incluidas navales, logradas por España en ese magnífico año de 1625, la que más asombro provocó en todo el mundo fue precisamente la protagonizada por Fadrique Álvarez de Toledo Osorio, y que logró mantener el prestigio de España frente a las potencias enemigas; así como su capacidad estratégica que aún le permitía mantenerse como primera potencia mundial.
El cuadro protagonista de esta exposición, un poco posterior a los hechos, retrata fielmente los mismos, pero, sobre todo, es testimonio de la fidelidad que Don Fadrique profesaba a su rey, incluso sobreponiéndose a los celos y rencillas con el todo poderoso valido, Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares. El lienzo, con su profusión de detalles ambientados en el paisaje marítimo, urbano y rural donde tuvieron lugar los hechos, describe el teatro de operaciones y la magnífica operación de logística, transporte, táctica naval y anfibia acometida por españoles y portugueses, bajo una misma bandera.

Para entender esta batalla, hay que ponerla en un contexto histórico, definido por una sucesión de guerras: la de los Ochenta, que iniciaron las Provincias Unidas, encabezadas por Holanda, y que se rebelaron contra su Señor natural, Felipe II. Tras la Tregua de los Doce Años (1609), las hostilidades se reanudaron en 1621, justo el año en que asumía el Trono un jovencísimo Felipe IV, tras el deceso de su padre, Felipe, el tercero de los Austrias menores.
Además, en 1618, comenzó la guerra de los Treinta Años, en Europa central, midiendo sus fuerzas los partidarios de la herejía luterana, fundamentalmente parte de los príncipes alemanes (España consiguió que el sur alemán se mantuviera fiel al catolicismo), y el Papa y el emperador. Un enfrentamiento en el que terminaron involucrados los distintos países, en su afán por lograr la hegemonía en Europa. Ese conflicto se desarrolló no sólo en territorio europeo, sino en todo el mundo, ya que las distintas potencias tenían intereses en distintas partes del orbe.
Amplios dominios

La reunificación de los reinos de España y Portugal, lograda bajo el reinado de Felipe II, y que habría de prolongarse entre 1580 y 1640 — en realidad, la independencia del país luso no fue reconocida oficialmente hasta 1668, tres años después de la muerte de Felipe IV — tuvo como efecto la ampliación de los ya de por sí extensos dominios de la Monarquía Hispánica, sumándose los territorios portugueses por los continentes europeo, americano y africano. Unos dominios difíciles de defender, frente a las potencias rivales, celosas del poderío hispano que, siempre que podían, trataban de socavar.
Holanda fue una de esas potencias que, en su caso, puso sus miras en Brasil, con sus apetecibles plantaciones azucareras, pero con 500 kilómetros de costa difíciles de defender frente a las apetencias de nuestros enemigos. Además, la soterrada rivalidad entre españoles y portugueses, pese a estar ahora bajo la bandera de la misma dinastía de los Habsburgo, tampoco ayudaba.
Con aspiraciones abiertamente colonialistas y con el foco en Brasil, y apenas dos meses después de expirar la Tregua de los Doce Años, ya en el reinado de Felipe IV, Holanda funda, en 1621, su Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales. Y la primera acción que emprendió fue precisamente la conquista de Salvador de Bahía.

Pero tenían enfrente a dos personajes que no se iban a dejar intimidad, uno era el propio rey Felipe IV (1605 – 1665), y el otro su valido, Gaspar de Guzmán y Pimentel (1587-1645), conde duque de Olivares. Este último emprendió, en el exterior, una política belicista y, en el interior, reformista, con el fin de asegurar la preeminencia de España en el continente europeo. Precisamente entre sus reformas previó la Unión de Armas, es decir, que cada reino integrante de la Monarquía Hispánica contribuyera a su propia defensa allegando recursos y soldados, ya que, de otro modo, la defensa de tan vasta extensión era harto difícil. Sin embargo, no logró su objetivo, al encontrar fuerte resistencia a sus propósitos, lo que iría en perjuicio de las arcas de la Monarquía.
Sin embargo y a pesar de las dificultades — en realidad, causa asombre cómo España logró a lo largo de varios siglos mantener todo un Imperio, con recursos muy limitados — , la Monarquía Hispánica obtuvo en ese año 1625 importantes victorias, que contribuyeron a mantener su prestigio como primera potencia mundial: además de la ya referida recuperación de Salvador de Bahía, objeto de la exposición del Museo Naval, la defensa y recuperación de Génova, el sitio de Breda, la recuperación de San Juan de Puerto Rico y la defensa de Cádiz contra los ingleses.
Para aprovechar esa racha de triunfos y con un fin eminentemente propagandístico, para exaltar a la Monarquía Hispánica representada entonces por Felipe IV, el Conde Duque de Olivares encargó a los mejores pintores de la Corte de la época que las recrearan con lienzos – uno de ellos, el que protagoniza la exposición de la que tratamos-, para decorar el Salón de Reinos, del Palacio del Buen Retiro, que se estaba construyendo en ese momento.

El protagonista del cuadro que nos ocupa es, naturalmente quien llevó a cabo la proeza de la recuperación de Salvador de Bahía, Don Fadrique Álvarez de Toledo Osorio. El cargo que ostentaba, el de Capitán general del Mar Océano, además del de capitán general de la Gente de Guerra de Portugal, era el cargo más relevante de la Monarquía como hombre de mar. Otros logros militares que consiguió fueron la victoria contra una escuadra holandesa, en 1621, y la recuperación de la isla de San Cristóbal apresada por ingleses y franceses (1629). Estas victorias le valieron un nuevo título, otorgado por Felipe IV, el de primer marqués de Villanueva de Valdueza, además de la grandeza de España — la más alta dignidad nobiliaria —, si bien esta última no se hizo efectiva, por causa de sus disensiones con Olivares.

Pero sin duda, por lo que ha pasado a la Historia Don Fadrique, fue por recuperar Salvador de Bahía, en abril de 1625, tras derrotar a los holandeses, al frente de la flota más numerosa que había surcado hasta entonces el Atlántico, integrada por 52 barcos y 12.500 hombres. La «Jornada del Brasil», como se conoció la expedición, tuvo una enorme repercusión en todo el mundo, siendo recogida en más de 130 relaciones y escritos de la época.
Sin embargo y pese a su brillante historial militar y su reconocida fidelidad al Rey, pudieron más los celos del valido Olivares — la envidia, deporte nacional español —, y Don Fadrique Álvarez de Toledo cayó en desgracia, siendo despojado, poco antes de morir, de sus cargos y honores. Su esposa consiguió ocultarle en el lecho de muerte tamaña ingratitud, que al cabo fue reparada. Así es, tras no pocos esfuerzos, en 1635, la viuda consiguió que al héroe de Salvador de Bahía le fueran restituidos todos los honores y mercedes, logrados merecidamente por sus servicios a España.
Pese a su derrota en Bahía, la Compañía Neerlandesa de Indias Occidentales no desistió de su empeño en lograr una cabeza de puente en América, y más en concreto, en Brasil, emprendiéndola con Pernambuco, por su evidente interés azucarero. Sin embargo, volvieron a salir trasquilados. Otros militares españoles, Antonio de Oquendo o López de Hoces fueron los encargados de enseñarles quién mandaba.

Jesús Caraballo