Nuestra historia tiene toda serie de acontecimientos extraños que pocos conocen. Uno de ellos fue el intento de colonización de Luisiana con agricultores precedentes del sur de la Península Ibérica a finales del siglo XVIII.
Corría el año 1763, cuando se firmo el tratado de Paris, por el cual se ponía fin a la Guerra de los siete años, entre Reino de Prusia, el Reino de Hanóver, el Reino de Gran Bretaña y el Reino de Portugal, por un lado, y por el otro el Reino de Sajonia, el Imperio austríaco, el Reino de Francia, el Imperio ruso, Suecia y el Reino de España. Había sido la primera guerra de ámbito casi planetario. Enconadamente se habían disputado territorios en Europa, África y América y como consecuencia del tratado, España, que según mi opinión parecía que era el único país que tenía consciencia de geografía mundial, consiguió la cesión de La Luisiana.
La Luisiana era un territorio enorme que iba desde el Golfo de Méjico, hasta el norte desconocido. Como Canadá no existía, no había realmente nada que pusiera límite. Estratégicamente, aislaba a las colonias inglesas establecidas en el Atlántico de toda posibilidad de conexión con el Pacifico y por tanto dificultaban enormemente el comercio directo con Asia. Pero una cosa eran las posibilidades que tal territorio ofrecían y otra los recursos necesarios para explotarlas. En el territorio solo habitaban algunos cazadores de pieles franceses y varios centenares de miles de aborígenes, con muy poco espíritu de colaboración para permitir que los europeos se instalaran en sus tierras. Ya en aquellos tiempos, apaches y sobretodo comanches, habían aprendido a servirse de los caballos y ofrecían una férrea resistencia a los avances del hombre blanco.
En este contexto, al gobernador Bernardo de Gálvez, que se hizo famoso posteriormente con la conquista de la Florida, se le ocurrió la gran idea de utilizar a alguno de sus paisanos para colonizar la inmensa región. Solo un español del siglo XVIII podía tener tal cantidad de optimismo como para enfrentarse a semejante tarea. Pero el caso es que se buscaron voluntarios en Málaga y se consiguió reunir a 700 personas, se les dotó de aperos de labranza, se les dio algo de dinero y el 1 de junio de 1778, se embarcaban en el bergantín San Jose con destino a Nueva Orleáns un contingente de colonos malagueños de un total de 700.
No llegaron a la “tierra prometida” hasta cinco meses más tarde. Bueno, el periplo no hacía más que empezar, porque la idea no era instalarse en Nueva Orleans, sino adentrarse en el territorio y fundar una nueva ciudad que fuera de punto de apoyo para una colonización en profundidad.
A la sazón, Francisco Bouliny era el teniente gobernador de la región, donde había nacido y tenía unas ideas más agresivas que las de Galvez, si esto era posible. Pretendía que los malagueños se instalaran en la remota región del rio Ocuachitas, pero finalmente, el criterio de su jefe se impuso y se decidió instalarlos mucho más cerca, en un territorio habitado por la tribu Chetis Machas, de la nación Atakapa, que a pesar de sus antiguas tradiciones de canibalismo ritual, no eran agresivos en aquel momento.
Nuestros labradores, no llegaron a su destino hasta el 12 de febrero de 1779, pero se pusieron manos a la obra rápidamente y en poco tiempo plantaron semillas de cáñamo, lino, trigo y cebada y hasta compraron cabezas de ganado. Las cosas iban bien, pero necesitaban más mano de obra y consiguieron reclutar a un grupo de granadinos y hasta una familia alemana que había recalado en Nueva Orleans.
Todo parecía ir bien, cuando un huracán de los que con tanto frecuencia se abaten sobre la zona, destruyo totalmente el asentamiento. Sin embargo aquellos españoles de siglo XVIII, no se arredraron. Buscaron un lugar cercano más protegido y empezaron de nuevo, con éxito.
Hoy en día la pequeña pero prospera ciudad de New Iberia, en Luisiana, única ciudad de este estado fundada por españoles, es recuerdo de aquella gesta. Fruto de la colaboración entre gente de diversas provincias peninsulares, pero que juntos consiguieron realizar una gesta increíble.
Manuel de Francisco Fabre
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