
A finales del siglo XIX, todas las potencias navales, se encontraban con el mismo problema cuando diseñaban sistemas de ataque contra los nuevos acorazados. Desde el histórico duelo el 18 de marzo de 1862 entre los acorazados USS Monitor y el CSS Virginia (Merrimack) en la boca del canal de Hampton Roads en Virginia (EE. UU.), la guerra naval había tomado un nuevo rumbo. Los barcos de madera, por muy bien armados que estuvieran, no tenían nada que hacer en un enfrentamiento con un acorazado.

Pero cuando aparece un adversario con nueva tecnología, el ingenio humano siempre encuentra la forma de derrotarlo y esto lo lograron los mismos americanos durante la misma contienda fratricida, cuando el submarino confederado CSS H. L. Hunley, hundió el 17 de febrero de 1864 al USS Housatonic, mediante una bomba submarina, colada en una pértiga de 5 metros.
Todos los almirantes del mundo, se dieron cuenta de que mientras no se dispusiera de artillería y proyectiles de perforación, la mejor solución era un ataque bajo la línea de flotación mediante una carga explosiva de alta potencia.

Sin embargo, colocar una carga explosiva en el casco del enemigo, retirarse y activar la bomba, no era una tarea sencilla y podía ser suicida. De hecho, toda la tripulación del CSS H. L. Hunley, murió a consecuencia de la onda expansiva, sin que realmente la estructura del submarino quedara afectada. La longitud de la pértiga de 5 metros era insuficiente para impedir que los tripulantes murieran debido a contusiones internas, como se descubrió años más tarde cuando se encontró, reflotó y analizó el pecio.
A partir de este momento, se declaró una guerra entre todas las potencias para encontrar un sistema de colocar y hacer explotar una bomba junto al casco de un navío enemigo sin, y esto es importante, que el que colocara el artefacto muriese en el intento. Se hicieron todo tipo de experimentos y se llegó a denominar “torpedo” a cualquier cosa que cumpliera con la especificación, llegándose al caso que en un primer momento las minas estáticas se denominaron también como torpedos.

Para ponerlo en contexto, en 1864, cuando el CSS H.L. Hunley, hundió el USS Housatonic, en España reinaba Isabel II. El mismo año se botaba la segunda versión del submarino Ictineo, cuatro años más tarde la Reina era expulsada de España y en 1872 estallaba la Tercera Guerra Carlista. España no parecía el sitio más idóneo para la investigación e innovación, pero tampoco el resto del mundo era un paraíso y aquí hubo personas que intentaron ver por encima del horizonte.

El caso es que el 9 de mayo de 1885, un artefacto diseñado para ser construido íntegramente en España era declarado como arma reglamentaria en la Marina Española. Se trataba del “Torpedo Bustamante”, obra del entonces teniente de navío, Joaquín Bustamante Quevedo, y que, a pesar de su denominación, no era un torpedo como hoy lo entendemos, sino una mina estática pero de accionamiento automático. O sea que no requería de la acción humana exterior, solo un leve choque con el casco de un navío, bastaba para que explosionara. Fue un gran avance técnico para la época y baste con decir que la Marina estuvo a punto de desembolsar doscientas mil pesetas de 1883, para comprar una patente al teniente de navío Pietruski, agente del Gobierno Austriaco. Para el Gobierno fue un negocio redondo, ya que Bustamante tan solo recibió en 1892 un incremento del sueldo del 10 % por su invención.

Joaquín Bustamante era un producto de su tiempo, en el buen sentido de la frase. Había nacido en 1847 en Santander y vivió un momento de transición, de muchas tecnologías, cuando se pasaba del caballo al ferrocarril, del esfuerzo humano a la potencia del vapor y del candil a la electricidad. Por todos estos cambios se interesó y, sirviendo en la Armada, escribió numerosos libros sobre electricidad y su aplicación para el alumbrado, las comunicaciones y la propulsión de torpedos. Su aportación en el caso de la mina fija, llamada “Torpedo Bustamante” no fue un caso aislado. Como no lo fue la multitud de españoles que trabajaron en esta época para intentar mantener el nivel tecnológico que, según algunos, no existía en España.

Manuel de Francisco