La cueva de Altamira, situada en el Norte de España, en la región central de Cantabria, entre Santillana del Mar y el municipio minero de Reocín, solo tiene 270 metros de longitud y debe su nombre a un prado que había en sus inmediaciones. En 1985 fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, pues alberga en sus paredes la más rica colección de joyas prehistóricas que se conoce en el mundo y que demuestran el nivel cultural que tenía la sociedad paleolítica y que tanto se puso en entredicho. Con el paso de los años se pudo demostrar cómo su elaboración implicaba un proceso cognitivo de reflexión sobre qué pintar, cómo hacerlo y distribuirlo propio del Homo sapiens.
“Nada delata a la vista la existencia de la cueva, cuya escondida boca se abre entre zarzas, defendida por una reja.” Creemos advertir la vaga forma de unos bancos o asientos que prestan a este lugar aspecto de templo.” Narraban los periódicos de la época. Nadie, salvo un cazador, llamado Modesto Cubillas, la persona que había descubierto la gruta de modo casual en 1868 al retirar unas piedras para liberar a su perro. En su momento, el hallazgo de la cueva no tuvo la menor trascendencia por la cantidad de grutas que albergaban la zona.
Siete años más tarde, en 1875, Cubillas visitaría de nuevo la cueva, esta vez junto al propietario de una finca aledaña, Marcelino Sanz de Sautuola para mostrarle a aquel hombre culto, curioso y aficionado a la paleontología cómo por aquella boca disimulada entre la maleza entraban los rejones. Al adentrarse, Sautuola reconoció entonces algunos signos abstractos, pero no los consideró entonces como lo que eran: obra humana de cazadores recolectores que consumían la caza en el mismo lugar donde la cazaban.
Altamira era el lugar de difícil acceso todavía desconocido para la Humanidad moderna, la gruta anterior a Belén donde el Homo sapiens del Paleolítico desde 36.500 años hasta 13.000 años antes de Cristo se había refugiado de las fieras y del frío y había plasmado en sus ratos libres figuras antropomorfas, dibujos abstractos y extraños animales propios de los periodos solutrense superior, magdaleniense inferior y gravetiense con gran realismo.
Hace 20.000 años las montañas del Norte de España estaban cubiertas por grandes masas de hielo y nieve, estepas y pequeños bosques con pinos, abedules, robles y fresnos donde habitaban mamuts, rinocerontes, caballos salvajes, toros, bisontes, ciervos gigantes y gamos. Altamira sería el primer lugar del mundo en la que se certifica la existencia del arte rupestre del Paleolítico superior por sus pinturas labradas con hojas de sílex y conchas en tonos negros, rojos -elaborados con hematites- y ocres elaboradas con vísceras y sangre animal, aunque su reconocimiento se postergó un cuarto de siglo, debido a los rígidos postulados científicos que imperaban en el siglo XIX y que ponían en duda su antigüedad: “Cuando se descubrieron los extraños dibujos, sorprendidos los arqueólogos por tal bóveda, se mostraron escépticos, considerando inverosímil que los bárbaros trogloditas hubiesen podido trabajar con auxilio de las pobres antorchas en estas sombrías cavernas y que fuesen capaces de producir unas obras tan meritorias».
A finales del periodo magdaleniense, la entrada de la cueva se derrumbó, lo que ayudó a la mejor conservación de las pinturas y grabados del yacimiento arqueológico. La temperatura y humedad del aire de la gran sala de los polícromos de la cueva se mantienen constantes a lo largo de todo el año. Se cree que en tiempos prehistóricos pudo recibir algo de iluminación natural desde el vestíbulo hasta el derrumbe.
“Si la cueva de Altamira situada a muy corta distancia de Santillana en unos prados fresquísimos del lugar de Viesperes no encerrase ninguna superchería, si las pinturas que lo decoran únicas en el mundo pudiesen proclamarse en voz alta obra del hombre de las edades neolíticas, allí habría tenido su cuna algo que me importa más que la vida doméstica y que la industria: el arte. Mi impresión es muy favorable a la autenticidad de las célebres pinturas.” Juan de Vilanova, catedrático de Geología, fue el primero que defendió la importancia del hallazgo arqueológico en el que se demostraba que desde Antiguo el hombre tenía un alto desarrollo artístico y espiritual.
Pero las máximas autoridades europeas de entonces, conocedoras de los estudios prehistóricos, ― respetables individuos de la Academia de París como eran Mortillet, Harlé y Cartahilac y el abate católico M. H. Brevil ― negaron el principio el tema de su ancestral antigüedad: Si el arte era símbolo de civilización, debería haber aparecido en las últimas etapas humanas y no en pueblos salvajes de la Edad de Piedra. Por ende, argumentaron: “Se trata de una falsificación de los jesuitas españoles para desprestigiar a la ciencia prehistórica naciente”. Todo ello creó una oposición generalizada en Europa a la veracidad del hallazgo.
Hoy en día la gran sala de los polícromos de Altamira, a la que se llega desde un espacioso vestíbulo ― considerada estancia habitual de los habitantes de la cueva ―, es conocida como Capilla Sixtina del Arte Cuaternario por ser la primera muestra de arte manifiesto de la Humanidad, no solamente por su calidad estética, sino también por su factura técnica y grandiosidad pictórica, algo que ya corroboró en su día el sabio francés Mr. E. Piette en 1887. Vilanova le había enviado dibujos de los famosos bisontes trazados en las cuevas, bien en actitudes de reposo o bien en movimiento, aprovechando las protuberancias de las rocas. Era allí donde el hombre cazador prehistórico se resguardaba del frío para defenderse del ataque de las fieras y Piette dedujo que aquellas obras pictóricas eran símbolo claro de los usos y costumbres del periodo magdaleniense.
Según narra la tradición oral fue María, la hija de corta edad de Marcelino Sanz de Sautuola, ― un hombre interesado ya entonces en promocionar la ciudad de Santander desde el punto de vista cultural, naturista y económico ―, la primera en descubrir en 1879 las figuras trazadas en el techo de la gran sala de la cueva donde la altura originaria era de 110 cm: “El sabio santanderino se había hecho acompañar por su hija, una deliciosa criatura inquieta. La niña sentía miedo a la luz del quinqué, sus ojos se dilataban en la penumbra, sorprendidos y espantados. De pronto vio algo que la hizo lanzar una exclamación: Un dibujo mural de una cierva. Los mayores no lo veían porque les faltaba espacio para levantarse en aquellas zonas.” Después se rebajaría el suelo para facilitar la contemplación de las pinturas.
Emile Cartailhac fue el último experto en el tema en reconocer al cabo del tiempo su antigüedad, con su artículo: “La grotte dÄltamira, mea culpa d’un sceptique”. Catailhac era veterano de la prehistoria y viajó a visitarla acompañado de Brevil. Fue entonces cuando comparó los diseños de Altamira con los de la nación vecina y, dando una prueba de conciencia profesional y lealtad científica, rectificó sus anteriores denegaciones: “Altamira es la reina de las grutas ilustradas, domina a sus hermanas descubiertas y a sus rivales franceses, aúna las más nobles y ricas. Ha alcanzado todos los honores.”
La importancia del hallazgo se debe hoy también no solo a la admirable perfección de las líneas, de los volúmenes y de las proporciones, sino también a la magnífica conservación y frescura de los pigmentos de las pinturas, dadas las condiciones óptimas de humedad de la cueva. Ubicada a casi 160 metros sobre el nivel del mar, con karst de origen plioceno y estratos de calcarenitas separados por finas capas de arcilla, Altamira fue un lugar en el cual un desprendimiento fortuito de hace miles de años facilitó de modo casual la espléndida conservación y custodia actual.
El descubrimiento de Altamira tenía similitudes con dibujos sobre piedras y huesos de los hombres de la edad de las cavernas al descubrirse en Francia en 1895 la existencia de pinturas del poder cuaternario en la gruta de La Mouthe, ― donde había pinturas de ocre, carbón vegetal y hematites de figuras de bisontes similares a las de Altamira ― y en Daleau en Pair non Pair y en La Gironde. Al descubrirse estas nuevas pinturas rupestres fue cuando se reconoció sin tapujos la antigüedad ancestral de Altamira, mostrando el desarrollo intelectual del hombre primitivo: “Aquí la figura de la mujer es fina, de formas recogidas y castas, los animales no figuran en reposo, si no que figuran en acción, en movimiento y los caballos y los perros mostraban actitud humilde de sumisión al hombre. Algo que va en contra de las tesis evolucionistas imperantes que cuestionaban el inicio entonces del pensamiento inteligente humano: “
Marcelino Sanz de Sautuola visitó la Exposición Universal de París y fue tras este viaje cuando volvió con una visión renovada al conocer de primera mano los objetos prehistóricos encontrados en cuevas al sur de Francia, muy similares a los hallados por él en su finca de Puente de San Miguel, donde custodiaba una colección de fósiles, minerales y otras antigüedades que visitaron en su día los sabios franceses. Sautuola se dedicaba a realizar ensayos de aclimatación de plantas y animales en Cantabria, como el eucalipto traído de Francia, concretamente de las Islas Hieres. Sautuola había estudiado en profundidad cuevas como la de La Peña del Cuco, en Castro Urdiales, las de El Pendo, La Peña del Mazo, y la Fuente del Francés.
Hasta que no se encontraron muestras de arte rupestre en otras cuevas de Europa el valor de Altamira como asentamiento humano habitacional de casi trescientos metros de longitud en la Prehistoria, plasmado de las más variadas técnicas artísticas de dibujo, pintura y trazado, donde se cultivaba ya la línea geométrica y la estilización de las figuras, con más de 26.000 años de antigüedad y en la que necesariamente debieron emplear alguna luz artificial ― empleando lámparas de grasa de tuétano en conchas de lapa, bígaro y vieras en cráneos para su elaboración ― no fue reconocido y Sanz de Sautuola murió en 1888 sin ser partícipe de ese insigne reconocimiento y gozar de este triunfo merecido. La honradez de este hidalgo montañés ya no se pondría jamás en duda, sobre todo a partir de 1902, cuando se produjeron cambios sustanciales en la mentalidad de los investigadores tras varias prospecciones in situ de los grandes entendidos como eran Obermaier, Breuil y Cartailhac.
“Llegamos a la catedral con su bóveda de diez metros de elevación y su lindo púlpito entre estalactitas y estalagmitas. No hay rastros de vegetación, el ambiente no es ni caliente ni frío, ni un insecto mora en estas cuevas solitarias…», diría la escritora Emilia Pardo Bazán.
El duque de Alba constituyó en 1910 la Junta Protectora de la Cueva de Altamira. En 1920 la reina Victoria Eugenia quiso visitar la Cueva de Altamira y visitó todas las estancias, iba con dos de los sabios especializados en estudios históricos, Carballo y Obermaier. La pintura negra de toros, ciervos y bisontes hecha con carbón y por dentro con pintura roja o amarillenta extraída de la sangre de los animales está dotada de un gran naturalismo y simbolismo. No solo ciento cincuenta figuras representan bisontes, caballos, ciervos, sino también manos y misteriosos signos indescifrables. No se pierde en detalles y gana en sencillez.
En 1928 se descubrió otra cueva sin interés pictórico, pero de gran belleza, por la cantidad de estalactitas y estalagmitas que la adornaban: La Cueva de las Estalactitas.
Altamira dio pie a la creación en Santillana de la Escuela de Altamira de pintura moderna y Picasso, tras contemplar las pinturas de la cueva que tanta luz, serenidad y reposo transmitía a sus escogidos visitantes, se atrevió a decir: “Después de Altamira todo parece decadente”.
Inés Ceballos
habría que resaltar que las pinturas fueron hechas por mujeres.