Los ochocientos años de Reconquista de la península a los musulmanes por parte de los reyes y tropas cristianas están jalonados de hechos históricos, desastres, triunfos y razias sangrientas. Aunque hay una circunstancia que en muchas ocasiones se halla presente en esa gesta que, en la actualidad, semeja que no existió, o cuando menos, es silenciada para no herir «sensibilidades»; nos estamos refiriendo a la unidad entre los reinos cristianos a la hora de oponerse a las hordas moras. Y si la recientemente conmemorada batalla de las Navas es una demostración de ello, la de rio Salado no lo es menos.
En tiempos del rey castellano Alfonso VIII, la derrota de los almohades en las Navas había provocado su descontrol en el sur de la península, abandonado y dividido en taifas que fueron ocupadas por los cristianos. Tan sólo Granada con los nazaríes se mantenía independiente, aun teniendo que pagar un fuerte tributo al rey castellano. Hay que recordar que el reino de Granada, en aquel tiempo, finales del siglo XIII, lo componía las provincias de Granada, Almería y Málaga, junto el con Peón de Gibraltar y su istmo.
Por allá 1269, en el Magreb corrían tiempos de disputa entre debilitados almohades y unas tribus bereberes, benimerines, para los castellanos. Estos, dueños de la mayor parte del dicho territorio, se aproximaron a Argelia y Tunez, para en 1272 dirigir sus ambiciones hacia Granada. Aquella entrada en escena provocó serios temores en los reinos cristianos de Castilla y Portugal. Declarada la guerra santa, los benimerines fueron solicitados por el granadino rey Yusuf I, para la firma de una alianza, a fin de asegurarse el dominio del tráfico marítimo sobre el estrecho de Gibraltar. Así, en 1294, se produjo el asedio de Tarifa, fracasado ante la porfiada defensa del recordado Guzmán el Bueno.
Sin embargo, en 1329, las fuerzas musulmanas aliadas, atacaron de nuevo a los castellanos derrotándolos para tomar Algeciras. Con los vaivenes habituales, en agosto de 1330, en la batalla de Teba, los castellanos derrotaron a los musulmanes, trayendo de la mano tal derrota la oferta y obtención de una tregua de cuatro años entre los reinos nazarí, aragonés y castellano, con el correspondiente compromiso de pago de parias al rey castellano por el emir granadino.
Habiendo reconquistado los cristianos el peñón de Gibraltar en 1333, y empero la tregua pactada, los musulmanes lo sitiaron, disponiéndose la escuadra castellana del Estrecho, bajo el mando del Almirante Alonso Jofre Tenorio, a defender dicho brazo de mar. La insuficiencia de dicha escuadra obligó a Alfonso XI a solicitar ayuda de la corona de Aragón, Esta envió una armada comandada por el almirante Jofre Gilabert, el cual, después de una refriega en Algeciras, resultó herido y su escuadra dispersada. Liberados los benimerines de la presión aragonesa, dirigieron sus esfuerzos hacia la escuadra castellana. El desastre fue total para éstos, logrando solamente resguardarse en la rada de Cartagena cinco barcos, destruidos los restantes y hecho prisionero el almirante Tenorio, para ser decapitado a continuación. Con tal derrota quedaba la península abierta a las previsibles incursiones invasoras.Alfonso XI, conocedor de la catástrofe y temeroso de sus consecuencias, se armó de valor y mando a su esposa María de Portugal a solicitar ayuda a su padre, el rey de Portugal, Alfonso IV, más tarde conocido como El Bravo. Sin embargo, el padre actúo más como tal que como monarca. Su enfado contra su yerno provenía del abandono que dedicaba a su hija, en favor de las atenciones a su amante, Leonor de Guzmán. Tal sentimiento rencoroso, solamente podía abrir una salida que no era sino cumplir con la petición hecha a Alfonso XI de que, fuese él quién solicitase su ayuda. El rey castellano-leonés, se tragó su orgullo y le solicitó, mediante una carta personal, de su puño y letra, la ayuda a su suegro. Alfonso IV de Portugal, mandó hacia Cádiz una flota a las órdenes del marino genovés Manuel Pezagno, que unió a las doce castellanas que ya se hallaban allí ancladas.
Las huestes cristianas, estaba diversamente integradas, tanto por portugueses, aragoneses y castellanos, comandadas por caballeros de la Orden de Calatrava, de Alcántara, pendones y vasallos de don Pedro, heredero de Castilla, por el Mayordomo mayor Juan Alfonso de Albuquerque, junto con mesnadas concejiles de Salamanca, Badajos, Corrión de los Condes… La Hueste de Portugal estaba formada por: el Obispo de Braga, el Prior de Crato, Maestre de Santiago, el Maestre de Avís, Lope Fernández Pacheco, Gonzalo Gómez de Sousa y Gonzalo de Acevedo.
Todas las tropas cristianas se reunieron en Sevilla, para encaminarse hacia Tarifa, y llegar, trascurridos ocho días, a la Peña del Ciervo, desde donde contemplaron las fuerzas moras. El 29 de septiembre se reunió consejo de guerra, decidiendo que el rey de Castilla lucharía contra el Rey de Marruecos, mientras el de Portugal se enfrentaría al rey de Granada, Yusuf I. Las tropas cristianas cruzaron el rio Salado, dirigiendo sus esfuerzos contra la caballería musulmana. Esta no pudo detener el empuje de la cristiana, disponiéndose Alfonso XI, con el grueso de sus fuerzas, a acudir contra la tropa musulmana, la cual sitió inicialmente a los cristianos, quienes, luchando con todo su esfuerzo y acudiendo el rey a los espacios de mayor peligro, acabaron por derrotar a las fuerzas musulmanas. Las fuerzas que ocupaban Tarifa salieron para caer sobre la retaguardia del campamento de Abul-Hassan, causándole grandes estragos. Mientras tanto los portugueses padecían de grandes dificultades, ante la mayor disciplina e instrucción militar de las tropas nazaríes, comandadas por Yusef Abul-Hagiag. Fue Alfonso IV, quién logró romper la barrera de las tropas moras, al mando de sus jinetes, provocando el pánico en el bando nazarí. El escenario ocasionado por el rey portugués, conocido desde ese hecho como Alfonso IV el Bravo, no era sino un campo de batalla repleto de cadáveres y heridos, mientras los moros huían en desbandada. El campo del rio Salado había contemplado una absoluta derrota tanto de benimerines como de nazaríes, gracias a la unión de los reinos de Portugal, Aragón, Castilla y León. Sus ejércitos abandonaron el campo de la batalla con un gran botín, dirigiéndose a Sevilla. El rey portugués permaneció en dicha ciudad pocos días, para regresar a sus territorios, con un botín muy escaso, una cimitarra enjoyada y, como preso, un sobrino del rey Abul-Hassan, y ello merced a la insistencia de su yerno castellano.
El único monumento que conmemora la victoria en la batalla, el Padrão do Salado, lo mandó construir el rey Alfonso IV de Portugal en la ciudad de Guimarães, frente a la iglesia de Nuestra Señora de Oliveira.
La victoria de los cristianos en la batalla del Salado desmoralizó al mundo musulmán y extendió un gran entusiasmo entre el cristianismo europeo. Después de seis siglos, era como una renovación de la victoria de Carlos Martel en la batalla de Poitiers. Alfonso XI para exteriorizar su alegría se apresuró a enviar al papa Benedicto XII una pomposa embajada, portadora de muy valiosos regalos procedentes de parte del botín conquistado a los moros, además de veinticuatro presos que portaban las banderas que habían caído en manos de los vencedores.
Así, la unión de los reinos cristianos enfrentada a la desunión de los musulmanes demuestra una vez más que, sin ella, no produce el abocamiento al fracaso, como aconteció a los invasores musulmanes.
Francisco Gilet
Bibliografia.
Huici Miranda, Ambrosio (2000). Las grandes batallas de la reconquista durante las invasiones africanas.
Segura González, Wenceslao (2005). «La batalla del Salado (año 1340)