CATEDRAL DE BURGOS: PULCHRA ES ET DECORA

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Esta catedral más parece obra de ángeles que de hombres. Felipe II

4 de marzo de 1539

-¿Y bien, maestro?

Catedral de Burgos

Concentrado en el plano imaginario que va barruntando en su cabeza, Juan de Vallejo no escucha la pregunta. A su lado, Juan de Langres también mira a su alrededor, apartando la espesa capa de polvo de cascotes que devora cada esquina de la calle Fernán González, a la altura del hastial del brazo norte del crucero.

Lo que ha sucedido esta noche es una verdadera desgracia para la ciudad y el arte: ochenta años después de que Juan de Colonia concluyera su construcción, el elegante cimborrio de la catedral, coronado con ocho chapiteles, se ha derrumbado, dejando un inmenso vacío, no solamente en el techo de la casa de Dios, sino en el alma de cada uno de los burgaleses.

-¿Y bien, maestro?

La repetición de la pregunta al fin saca al constructor de su ensimismamiento. Entre la neblina de piedra disuelta en el aire frío de la primera luz del día, Vallejo se vuelve al obispo. Juan Álvarez de Toledo tiene ojeras muy marcadas después de una larga noche de insomnio, algo que no le sorprende. Al fin ya la cabo, nadie quiere ser recordado como el hombre bajo cuyo mando se la hundió la que puede ser catedral más bella del orbe católico, tal y como reza leyenda que se alza en una estatua de la Virgen con el Niño.

-El cimborrio se ha derrumbado al ceder sus pilares de este lado norte, arrastrando consigo varias bóvedas.

-Santo Dios –dice el obispo mientras se santigua una y otra vez. A su espalda, la catedral permanece bajo un velo de destrucción e inquietante silencio que se extiende por la plaza del Rey Fernando hasta dominar más de media ciudad- ¿Y qué vamos a hacer?

En ese momento, el maestro siente el peso de la responsabilidad caer sobre sus hombros. Si la traza que le acaba de modelar el francés Juan de Langres, quien sin duda ha heredado el prestigio y la clientela del borgoñón Felipe Bigarny,  se lleva a cabo con éxito, el nombre de ambos quedará labrado en la piedra del tiempo y serán recordados por toda la eternidad.

La idea aportada por De Langres es de una extraordinaria complejidad: una elevada estructura de prisma octogonal dividida en dos cuerpos, cuatro torres adosadas y rematadas por esbeltas agujas que hagan que parezca que la catedral rasque el cielo en busca de Dios. Y en cada uno de sus ocho lados se abrirían grandes ventanales amainelados que permitrán una gran iluminación interior. La suma del renacentista plateresco con el gótico, pináculos y chapiteles que le den un aire de flotar en el cielo.

-No os preocupéis, mi señor –dice al fin-. Don Juan de Langres y yo haremos la más perfecta obra que ojos humanos hayan visto jamás.

Suspira el obispo, tranquilizado al escuchar aquellas palabras, hasta que se le cruza un pensamiento que vuelve a erizarlo como un gato.

–Eso suena bien. Y caro.

Ahora es Vallejo quien mira a Álvarez de Toledo con un punto de sorna. Hablar de maravedíes, por muchos que sean, nunca le ha parecido elegante.

–Señor obispo, ¿quién se atreve a poner precio a la casa Dios?

EL ORIGEN

El 20 de julio de 1221 se colocó en Burgos la primera piedra del templo que sería dedicado a Nuestra Señora, siendo sus principales impulsores el rey Fernando III de Castilla y el obispo Mauricio, prelado de la diócesis burgalesa desde 1213. Por tal motivo, en 2021 la ciudad celebra los 800 años de su imagen más icónica.

La catedral románica había sido comenzada a construir en los tiempos de Alfonso VI, en 1075, cuando la diócesis se trasladó de Gamonal a Burgos, terminándose su construcción en 1095. A finales del siglo XII ya se mostraba insuficiente para el auge que había experimentado la ciudad, así que, aprovechando unas casas cedidas por el obispo Marino junto a la iglesia de San Llorente, justo donde comenzaba a empinarse la ladera del cerro presidido por el castillo, se eligió aquel lugar para su construcción.

Muchos fueron los maestros de obra, entre los que podemos destacar a Johan de Champagne por ser el primero o al maestro Enrique, también de origen francés, quien se inspiró en la catedral de Reims para continuar con las obras. Más tarde vendrían Johan Pérez, Aparicio Pérez, Pedro Sánchez de Molina, Martín Fernández, Juan de Colonia, Juan de Pobes o los anteriormente mencionados Juan Vallejo y Juan de Langres.

La consagración del templo tuvo lugar en 1260, aunque consta documentalmente que ya se oficiaba misa desde 1230.  Es precisamente esta rapidez en su construcción lo que explica su uniformidad en el estilo arquitectónico.

RAZONES PARA VISITAR LA CATEDRAL

EXTERIOR. Cuatro son las imponentes portadas por las que podemos acceder al interior: La de Sarmental da a la plaza del Rey Fernando y está dedicada al tema arcaizante de Cristo en Majestad; la de la Coronería se construyó para dar acceso directo a los peregrinos del Camino de Santiago y a las gentes de la parte alta de la ciudad; y la de la Pellejería fue mandada realizar en 1516 por el obispo Fonseca como alternativa al acceso por la Puerta de la Coronería, al que daban un uso no religioso los habitantes de la parte alta de la ciudad para alcanzar la parte baja de manera rápida y resguardada. Por último, la de Santa María está organizada en tres alturas. La primera dispone de una puerta de entrada para cada una de las 3 naves de la catedral: Puerta Real, o del Perdón, la central, y las de la Asunción y la Inmaculada, las laterales. En el cuerpo intermedio hay un gran rosetón y en el tercer piso se abre una galería llamada de los reyes, por estar representados los ocho primeros reyes de Castilla, desde Fernando I a Fernando III, y una preciosa Virgen con el Niño que es un verdadero retablo en piedra a la intemperie, adornada con una inscripción que resume el espíritu de la catedral: pulchra es et decora. A ambos lados están las torres rematadas con agujas realizadas por Juan de Colonia a mediados del siglo XV.

INTERIOR:

LA ESCALERA DORADA

Situada en el crucero, fueproyectada por Diego de Siloé para salvar el desnivel entre el templo y la puerta de Coronería. Está inspirada en diseños arquitectónicos italianos.

CRUCERO Y CIMBORRIO

82.061 maravedís por distintas tareas, entre ellas varias actuaciones en las sillas del coro y por presentar un modelo para la ejecución del cimborrio, trabajo valorado en 7.000 maravedís, eso es lo que se sabe que cobró Juan de Langres por planear la reconstrucción de la catedral. Guiado por el francés, Juan Vallejo, responsable de unas obras que duraron desde 1540 a 1568, evitó cometer los errores que llevaron al hundimiento del cimborrio original, impulsado por la familia Colonia, mediante una atrevida propuesta arquitectónica que a día de hoy seguimos disfrutando: apoyada sobre cuatro pilares circulares, la linterna, ricamente decorada  con esculturas y escudos nobiliarios, está  encumbrado con un bóveda estrellada de doble estructura y filigranas en sus nervios, consiguiendo así aligerar el peso y que la luz cenital se derrame en el interior.

PAPAMOSCAS

En los pies de la nave mayor, a unos 15 metros de gran altura, se halla un reloj con una figura articulada que, todas las horas en punto, mueve un brazo con el que da un campanazo y abre al tiempo la boca: se trata de un autómata que puede datar de 1519 y que recibe el nombre de Papamoscas. A su derecha, en un balcón, otro autómata, el Martinillo, se encarga de anunciar los cuartos de hora golpeando las campanas que le flanquean.

El nombre de Papamoscas se debe al pájaro papamoscas cerrojillo, cuya boca se mantiene abierta a la espera de que las moscas entren.

CAPILLA DE LOS CONDESTABLES

Es esta capilla una catedral en miniatura, pues alberga todos los elementos característicos de este tipo de templo: coro, retablo, linterna, espacio funerario… es, en definitiva, una catedral dentro de otra.

Se levantó a finales del siglo XV sobre la antigua capilla dedicada a San Pedro a instancia del Condestable Pedro Fernández Velasco y su esposa Mencía de Mendoza. Es un espacio funerario cubierto por una bóveda de estrella calada proyectada por Simón de Colonia. El retablo mayor es obra de Diego de Siloé y de Felipe Bigarny y fue realizado entre los años 1523 y 1526 de los mejores ejemplos del gótico flamígero en España.

SANTÍSIMO CRISTO DE BURGOS.

Se trata de una imagen milagrera, muy venerada desde antiguo, ya que los mercaderes burgaleses fundaron capillas bajo su advocación en Brujas y Amberes, y los agustinos extendieron su devoción por toda España y el Nuevo Mundo con grabados y láminas, popularizándose su iconografía de largas melenas, cuerpo ensangrentado y, sobre todo, unos faldones que le cubren casi por entero las piernas.

La imagen data del siglo XIV y es de gran realismo, al estar articulado, contar con cabellera y barba humanas, y estar el cuerpo de madera forrado de piel de vacuno que simula la humana.

Una leyenda atribuye la autoría a Nicodemo, que lo habría modelado sobre el cuerpo de Jesús al bajarlo de la Cruz. Otra leyenda, escrita por León de Rosmithal de Blatna entre los años 1465 -1467, asegura que el Cristo había sido hallado hace 500 años, cuando unos marineros burgaleses encontraron un galeón vacío donde solo había una caja con ese Cristo y unas tablas que decían que fuese cual fuese la costa a la que llegase pusieran la imagen en un lugar decoroso. De este modo, tomaron la imagen y la llevaron a Burgos.

EL CID, CAMPEADOR EN VIDA Y EN MUERTE

Bajo el cimborrio se encuentra la tumba de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, junto a su esposa, doña Jimena, cuyos restos han sufrido casi tantas vicisitudes como las que el Campeador tuvo en vida.

Tras su muerte en Valencia en 1099, doña Jimena trajo los restos al monasterio de San Pedro de Cardeña. A pesar del sepulcro que ordenó esculpir Alfonso X en 1272, sus huesos fueron dando tumbos por el cenobio y la iglesia hasta que el emperador Carlos I determinó en 1541 que fueran recolocados en el centro de la iglesia para siempre, hasta que en 1735 las osamentas de ambos fueron recolocadas en una capilla de nueva construcción, la de San Sisebuto, más conocida como la Capilla del Cid. La tranquilidad duró poco, pues las tropas de Napoleón profanaron la tumba, llevándose parte de los restos, mientras otro tanto quedaba expuesto en un mausoleo en el paseo del Espolón, en Burgos. No sería hasta 1921 cuando el Cid regresaría al monasterio de San Pedro de Cardeña, siendo emplazado en la actual tumba de la catedral de Burgos, esperemos que esta vez para siempre.

Aparte de la tumba, también podemos encontrar el llamado cofre de El Cid. Situado dentro de la capilla del Corpus Christi bajo un arcosolio conopial angrelado, reposa un arcón medieval que, según la tradición, fue empleado por el héroe castellano para engañar a los judíos de Burgos. Según cuenta la leyenda, ante la necesidad de liquidez para satisfacer las necesidades de sus mesnadas durante el destierro, El Cid pidió dinero a los judíos Raquel y Vidas, presentando como garantía el cofre, el cual debía ir repleto de monedas, aunque en realidad lo que contenía era arena.

Refierese que hallándose escaso de fondos para emprender la expedel mism metal, un fuertísimo arcón o de madera, çitte al paredición contra la ciudad de Valencia, a unos judíos una considerable suma y les (lió en prendas unos cofres que les dijo estaban llenos de oro y de pedrería; pero que en realidad sólo lo estaban de guijarros, aunque cubiertos por encima de riquísimas te- las. Los judíos, fiados en la buena fe del Cid hubieron de contentarse con mirar sólo por encima y entregaron la suma que les pedía. la cual fue religiosamente reintegrada tan luego como en la primera batalla contra los moros se apoderó de un riquísimo botín.

En la refundición del Cantar por las Crónicas del siglo XIII, manda El Cid a Martín Antolinez, el mismo que había negociado el préstamo sobre las arcas de arena, que pague a los judíos, diciéndoles, que les pida perdón por el forzoso engaño «pero loado sea el nombre de Dios por siempre, porque me dejó quitar mi verdad»

Rodericvs D id aci Campidoctor MXCIX Anno Va lentia Mortvs A todos alcança ondra por el que en buen ora nació. Eximiina Vxor Eivs Didaci Comitis Ovetensis Filia Regali Genere Nata.

Epitafio en la tumba del Cid escrito por Ramón Menéndez Pidal

CUENTA LA LEYENDA…

Como cada día antes de salir el sol, la catedral va recibiendo fieles a rezar Laudes. Uno de los fieles es un joven embozado que, quien lo viera podría pensar que más fuera de incógnito que a purgar pecados, y razón no les faltaría, pues en verdad el mozo no desea ser reconocido, aunque la causa es lícita. Al fin y al cabo, un rey nunca pasa inadvertido.

-Deus in adiutorium meum intende.

-Gloria et honor Patri et Filio et Spiritui Sancto, in sæcula sæculorum. Amen.

 No ha ni tres días que la vio por primera vez, justo enfrente de la tumba de Fernán González, que Dios guarde en su gloria, y ya no ha podido olvidar a la joven más bella que jamás haya pisado la faz de la Tierra: ojos serenos, sonrisa capaz de hacer que cualquier hombre pierda la razón, piel de seda, carne turgente…un milagro de Dios hecha de carne. Tan enamorado ha quedado Enrique III que el primer día no dudó en seguirla por las calles de Burgos para saber dónde vivía.

-Confundantur, et revereantur omnes inimici mei, qui quærunt animam meam…

Comienza el salmo y allí está, en el mismo sitio y a la misma hora: piadosa y bellísima, casi divina, como si un ángel hubiera escapado de las piedras de la catedral para tomar forma humana.

Pasa la oración y el rey reza con los labios, pero el corazón anda ocupado en otras tareas. Cuando el sacerdote da la bendición, la joven se santigua y enfila hacia la Puerta del Sarmental, pasando por delante del embozado, a quien le regala una sonrisa como solo saben hacer las mujeres, al tiempo que deja caer un pañuelo a sus pies. Para su azoramiento, el rey descubre que ella sabe de su amor y hasta quizás que el otro día la estuvo siguiendo.

Loco de amor, el rey recoge el pañuelo, pero el monarca es tímido en extremo y, en lugar de devolverlo a su propietaria, se lo guarda, ofreciéndole a la joven uno propio, gesto que acompaña con la sonrisa más bobalicona que hombre jamás haya perfilado.

Sintiéndose rechazada, la muchacha rompe en un lloro inconsolable y huye a la carrera, dejando al rey roto de dolor, pues cada lágrima derramada se le clava en el corazón como clavos en un ataúd.

La noche ha durado lo que tardan las campanas en llamar de nuevo a Laudes. Otro día más, Enrique III, llamado más que nunca el Doliente, regresa de incógnito a rezar, entre otros intereses.                                                                                                                                                                                                                                                           

-Deus in adiutorium meum intende

Al mirar a la tumba de Fernán González, un ruego desgarrador se dibuja en los labios del rey:  Dios mío, ven en mi auxilio, clama al ver que la joven no ha acudido. Señor, date prisa en socorrerme.

Enrique no aguarda el final de la oración para buscarla por toda la catedral, sin éxito. Roto de dolor, se dispone a rezar, pero le resulta imposible: continuamente gira la cabeza y rastrea con la mirada con la esperanza de volverla a ver. Una, otra y otra vez, hasta que al fin se da por vencido.

Los días pasan: uno, tres, cinco… y para desesperación de Enrique la joven no ha vuelto a ir a la catedral.

Incapaz de aguantar más tiempo sin verla, decide ir personalmente a su casa. Gracias a Dios, tuvo la perspicacia de seguirla hasta su morada, y allí mismo la tomará por esposa. Incluso ya sabe qué va a decirle: ni siquiera conozco vuestro nombre, pero ya sé todo lo que he de saber de vos, que seréis la reina de Castilla y la de mi corazón.

Está en ese pensamiento cuando, tras bajar por la plaza del Rey Fernando hacia la escalinata, se detiene en seco mientras en su rostro se dibuja un rictus de horror: la casa donde vio que la joven entraba ya no es más que un erial de puertas abiertas y ventanas rotas.

Enrique III no entiende nada. Llevado por la desazón, entra en la casa, no encontrando más que desolación, polvo y soledad. Todo tiene la apariencia de haber estado abandonado durante años, y a así se lo confirma un vecino.

––Años ha que los dueños murieron, enfermos de peste.

Muy abatido, el rey regresa al castillo, dudando si es que ha perdido el juicio. No puede dormir, comer y apenas habla, enajenado por el recuerdo de la muchacha recogiendo su pañuelo, su mirada y aquellas lágrimas, hasta el punto de que su salud se va viendo mermada por un mal de melancolía que los médicos tratan de curar aconsejándole paseos por los alrededores de Burgos.

Atardecer en Burgos; una tarde fría, oscura, con las estrellas titilando en el cielo, impacientes a que el último rayo de sol se desvanezca. Enrique III camina solo, tan perdido en sus pensamientos que, sin darse cuenta, anda mucho más de lo acostumbrado, perdiéndose en el bosque. Con la noche acechándole, intenta regresar sobre sus pasos, pero es incapaz de recordar el camino y cuando quiere darse cuenta todo se ha vuelto oscuro a su alrededor.

Entre tinieblas y silencio, solo se escuchan sus pisadas torpes, cuando de repente resuenan ruidos extraños semejantes a resuellos salvajes detrás de unos matorrales cercanos. Preso del pánico, el monarca desenvaina la espada, aunque de inmediato piensa que un cobarde vale para dos batallas, así que sale corriendo, pero la fuga es corta: no ha avanzado ni diez pasos cuando se ve rodeado de seis lobos.

-¡A mí!

La pelea es encarnizada: matar o morir. El rey se defiende bien, pero seis es más que uno. El trágico final es cuestión de aritmética y de tiempo. 

Apiádate de mí, Señor. Cuando, exhausto, ya ha decidido dejarse vencer, de repente resuena en el bosque un lamento tan desgarrador, cual lloro íntimo y lastimero, que los lobos huyen despavoridos. Encogido de ánimo, Enrique III apenas tiene fuerzas para levantar la espada ante un nuevo enemigo que aún no se ha dejado ver, y aunque sabe que no puede ganar, desea que al menos que lo maten de pie.

Entonces la ve: ojos serenos, piel de seda, carne turgente…es ella, su verdadero amor, pero en su cara hay algo diferente, esta vez no transmite alegría, solamente dolor y tristeza y unas lágrimas que gangrenan el alma del rey, el cual, sorbido el seso, solo desea besarla. Con tal intención se acerca, pero la muchacha le aparta delicadamente:

-Os amo por noble y generoso-dice-, pues sois heredero gallardo y heroico de Fernán González y El Cid, pero no puedo ofreceros ya mi amor…  

Mientras habla, Enrique ve que la joven porta en su mano el pañuelo que días atrás él le dio; lo lleva junto a su corazón. A partir de ese momento ya no vuelven a dirigirse la palabra, conscientes ambos de que su amor solo puede durar hasta que raye el alba, por lo que viven cada minuto como si fuera el último de sus vidas. Cuando arrecia el amanecer, el rey regresa a Burgos sabiendo que en aquel bosque acaba de dejarse parte de su alma.

Nada más llegar a la ciudad, atormentado su corazón y con el deseo de inmortalizar su amor, acude al taller de un artesano morisco y le da una orden: crear una figura para colocarla encima de un reloj veneciano que, inmortal, permanezca en el interior de la catedral. Además, queriendo eternizar las lágrimas que resuenan continuamente en su interior, pide al artesano que la figura emita un sonido al toque de las horas.

Cuando a las pocas semanas Enrique regresa al taller, la decepción lo inunda. El artesano no es hombre hábil para esos menesteres y no ha sabido reproducir la belleza de la joven, creando una figura grotesca que, además, en lugar de replicar las lágrimas de su amada emite un grito estridente.

-Este no es símbolo mi amor- se queja el rey, iracundo-. Esto…esto no es más que un simple papamoscas.

Y con el dolor como testigo, Enrique III se da cuenta que su corazón nunca más volverá a amar como aquella noche.

Ricardo Aller Hernández

BIBLIOGRAFÍA

Riubu.ubu.es/

Abc.es/local-castilla-leon/abci-leyenda-papamoscas-catedral-burgos

Catedraldeburgos.es

Cervantes virtual/elcofredelCid

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