El 2 de mayo debiera ser fiesta nacional

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El 2 de mayo de mayo es fiesta en Madrid, pero tendría que serlo en toda España. Ya no se nos puede aplicar el dicho de que “quien a los suyos se parece, honra merece”, porque los españoles de 2022 nos hemos distanciado de los de 1808.

En 1808 los españoles tenían una visión de sí mismos que no se diferenciaba en exceso de la que pudiera haber en los tiempos más gloriosos del Siglo de Oro. Para ellos, España era el mejor país del mundo, las españolas las más guapas de las mujeres, su religión la única verdadera y su monarca el mejor de los reyes. Un pueblo tan profundamente orgulloso y contento consigo mismo, mal podía ser dominado por una nación extranjera.

En principio, los soldados franceses eran mirados como aliados, pero su actitud altanera y provocadora, propia de quien se encuentra en país conquistado, dio lugar a diversos incidentes. Y en efecto, así fue. Carabanchel Alto y 12 de abril de 1808, se oyó un disparo… ¡Cayó un gabacho! Fue un cura el que mató de un tiro a un oficial de esa nueva Francia, que después de renegar de su fe como «la hija primogénita de la Iglesia», expulsó de Notre Dame a Nuestra Señora, para entronizar sacrílegamente en ese templo a una señorita de «virtud complaciente», que representaba a la diosa Razón. Y dos semanas después, un grupo de soldados de Napoleón asesinó en la calle del Candil de Madrid a un comerciante llamado Manuel Vicent. Y en este ambiente de tensión despuntaba el mes de mayo.

Se iba la noche y clareaba el día 2 de mayo de 1808, para que se pudiera ver con nitidez el protagonismo histórico del pueblo español en aquella jornada. Amanecía, cuando unos carruajes se detuvieron en la Puerta del Príncipe del Palacio Real, y permanecieron un par de horas a la espera de que salieran los miembros de la familia real, que todavía quedaban en España, porque los invasores franceses los iban a llevar a Bayona.

El traslado del hijo menor de Carlos IV, el infante Francisco de Paula de Borbón y futuro suegro de Isabel II, que todavía permanecía en Madrid, desató las iras de los madrileños. Y fue un modesto cerrajero, José Blas Molina y Soriano, que se encontraba en palacio, el que dio la voz de alarma con sus gritos:

—“¡Traición! ¡Traición! ¡Nos han llevado al rey y se nos quieren llevar todas las personas reales! ¡Mueran, mueran los franceses!”

Y a continuación, Rodrigo López de Ayala Barona, mayordomo de palacio, desde uno de los balcones del recinto regio, confirmó a voces lo que había dicho el cerrajero:

-—“¡Vasallos a las armas! ¡Que se llevan al infante! ¡Vasallos a las armas!”

Y a las voces dadas desde palacio respondieron otras desde la muchedumbre que se había congregado:

—“¡Mueran los franceses! ¡Que no salgan los infantes!”

El alboroto fue creciendo y el entusiasmo se desbordó cuando el infante Don Francisco se asomó a uno de los balcones. Poco después, apareció un ayuda de campo de Murat, que había sido enviado para que informara de lo que estaba pasando. La multitud quiso matarlo y salió vivo de milagro. Como reacción, Murat envió a palacio un batallón de granaderos, un escuadrón de caballería y dos piezas de artillería. Sin previo aviso, los granaderos abrieron fuego y allí murieron los primeros madrileños.

Lo sucedido corrió como la pólvora por Madrid y el tumulto original se convirtió en un auténtico levantamiento de las clases populares, ya que al decir del historiador José Luis Comellas “la mayor parte de las clases alta y media se apretujaban en sus hogares”.

Miles de soldados franceses, armados hasta los dientes, se enfrentaron a unos civiles mal pertrechados con cuchillos y algunas pistolas. La guarnición española en Madrid quedó confinada en los cuarteles, por orden del capitán general Francisco Xavier Negret. Solo unos pocos militares hicieron caso omiso y se sumaron al levantamiento.

Los capitanes Pedro Velarde y Luis Daoíz, y el teniente Ruiz, con un puñado de soldados y cien civiles, se hicieron fuertes en el parque de artillería de Monteleón, donde muchos de ellos encontraron la muerte tras el ataque de miles de franceses. Sobre las dos de la tarde, todo había concluido o quizás todo había empezado. El hecho es que las tropas de Murat restablecieron la calma en la ciudad y procedieron a fusilar a cuantos creyeron sospechosos.

Las cifras hablan por sí solas. En esa jornada, murieron 409 personas, de las que 370 eran civiles y tan solo 39 eran militares. El dos de mayo también fueron heridos 170 individuos, de ellos 142 civiles y solo 28 militares.

En el Prado, donde hoy se encuentra la estación de Atocha, fueron fusilados 32, uno en Cibeles, dos en el Portillo de Recoletos, tres en la Puerta de Alcalá, cinco en el Buen Suceso y 24 en la montaña del Príncipe Pío.

Goya, tan buen pintor como antipatriota, se quedó escondido en su casa y no pintó “Los fusilamientos” ni “La Carga de los Mamelucos” en la efervescencia de los acontecimientos, esos cuadros; los pintó en 1814 y se los pagaron los contribuyentes.

Más tarde de los sucesos del 2 de mayo de 1808, Goya se puso al servicio de José I y por encargo del rey intruso, recorrió las iglesias y los museos para hacer una relación de los cuadros que habían de ser trasladados a París, entre los que se encontraban obras de Velázquez, Murillo y Valdés Leal. Y en pago, en 1811, Goya recibió la condecoración de la Real y Militar Orden de España, instituida por José Bonaparte, conocida popularmente como la “Orden de la Berenjena”, alias con el que se la quiso despreciar con toda justicia.

. El pueblo, héroe del 2 de mayo

El verdadero protagonismo del dos de mayo queda reservado para la gente sencilla, que dio su vida por defender la integridad de la patria como Juan Antonio Alises, palafrenero; Manuel Álvarez, carretero de la provisión del pan; Benito Amigide, tendero; Manuel Antolín, jardinero; Teodoro Arroyo, zapatero; Domingo Braña, mozo de tabaco en la aduana; José del Cerro, de 14 años, aprendiz de empedrador; Miguel Cubas, carpintero; Juan Fernández, hortelano; José Fumagal, oficial de la Dirección de Lotería; Francisco Gallego Dávila, presbítero; Manuel García Valdés, lavandero; Juan José García, cartero; Pascual López, oficial de la Biblioteca del Duque de Osuna; Fernando Madrid, oficial de carpintería; Manuela Malasaña, de 15 años, bordadora; Félix Mangel, guarda de coches; Gregorio Martínez, mancebo de caballerizas y esquilador; José Eusebio Martínez, arriero; Antonio Matarraz, aserrador; Pedro Oltra, albañil…

España se había vaciado de poder: Fernando VII y la familia real estaban en Bayona, el Consejo de Castilla pedía paz y sosiego y las Capitanías Militares consideraron que el levantamiento era una locura. Y en esas circunstancias, Pérez Villamil, fiscal del Consejo Supremo de Guerra redactó el bando que firmó el alcalde de Móstoles:

“Señores justicias de los pueblos a quienes se presentare este oficio, de mí el alcalde ordinario de la villa de Móstoles.

Es notorio que los franceses apostados en las cercanías de Madrid, y dentro de la Corte, han tomado la ofensa sobre este pueblo capital y las tropas españolas; por manera que en Madrid está corriendo a estas horas mucha sangre.

Somos españoles y es necesario que muramos por el rey y por la patria, armándonos contra unos pérfidos que, so color de amistad y alianza, nos quieren imponer un pesado yugo, después de haberse apoderado de la augusta persona del rey.

Procedan vuestras mercedes, pues, a tomar las más activas providencias para escarmentar tal perfidia, acudiendo al socorro de Madrid y demás pueblos, y alistándonos, pues no hay fuerza que prevalezca contra quien es leal y valiente, como los españoles lo son.

Dios guarde a vuestras mercedes muchos años.

Móstoles, dos de mayo de mil ochocientos ocho.

Andrés Torrejón”.

Jesús Caraballo

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