La devoción a la guadalupana en el mundo hispano

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España llevó una nueva fe al Nuevo Mundo, pero fue un viaje con retorno. En 1531, la Virgen de Guadalupe se apareció, en el cerro de Tepeyac (México, entonces Virreinato de Nueva España), a un humilde indio, San Juan Diego Cuauhtlatoatzin. La devoción a esta advocación de la Virgen pronto se extendió por todo el mundo novohispano (incluidos los territorios de la Monarquía Hispánica en Asia, así como en Portugal e Italia). El arte, en sus diferentes manifestaciones, se hizo eco de esa devoción, llegando a la España peninsular, desde el otro lado del Atlántico numerosas pinturas, grabados, esculturas y libros. Hasta el 14 de septiembre, el Museo del Prado recoge una muestra de esa riqueza, con hasta 70 obras, en la Exposición “Tan lejos, tan cerca. Guadalupe de México en España”. Sin duda, se trata de uno de los primeros signos de esa primera globalización, que acometió España a partir del siglo XIV.

Es conocida la milagrosa impresión de la imagen de la Virgen en la tilma del indio Juan Diego, y que terminó de convencer al escéptico obispo de México, Fray Juan de Zumárraga. Incluso hoy en día, esa imagen sigue asombrando a los más reputados científicos, que no le encuentran explicación racional, tampoco a la conservación de ese retrato, durante siglos, pese a las malas condiciones ambientales.

A partir de 1654, se intensifica el trasiego de copias de la Virgen, desde México a la Península (tráfico que casi se interrumpió desde la separación del Virreinato de la Madre Patria, en 1821), enviadas sobre todo por indianos, virreyes, obispos, representantes de órdenes religiosas, funcionarios, comerciantes o empresarios de la minería. Se han documentado alrededor de un millar de obras, acogidas en 18 catedrales, 13 basílicas, 7 colegiatas y 4 santuarios marianos, en los que se les rinde culto; aparte de iglesias de distintas localidades, conventos, museos, o colecciones particulares.

La exposición del Museo del Prado hace un recorrido, a través de diferentes secciones, de los distintos aspectos que envuelven la devoción a la aparición milagrosa de la Virgen de Guadalupe a un humilde indio, y que fue uno de los principales factores que contribuyeron a la rápida difusión del cristianismo en los nuevos territorios de la Monarquía Hispánica.

El primero de esos aspectos es precisamente lo milagroso de la aparición, con las rosas en pleno invierno adornando la cima del cerro de Tepeyac, donde hoy se levanta el santuario; las rosas recogidas en la tilma de Juan Diego, que ante el incrédulo obispo se transforman en la imagen de la Virgen… Desde el principio, los artistas novohispanos supieron plasmar el canon iconográfico que ha perdurado hasta hoy, primero en la pintura, pero luego en otros soportes como dibujos, esculturas, etc. A los pintores novohispanos José Juárez y Juan Correa, y al grabador sevillano Matías de Arteaga, se debe la ejecución de las primeras series de las cuatro apariciones de la Virgen.

Se trata de una Virgen típica del gótico tardío, aunque ya con características más propias del Renacimiento, y que enlaza con las representaciones de la Inmaculada Concepción, tan querida en España. Muestra sus manos en oración, rodeada por una mandorla solar, y con sus pies apoyados en una luna menguante y una peana adornada de ángeles.

Los artistas, a quienes la sociedad del siglo XVII consideraba poco menos que artesanos, trataban de reivindicarse intelectualmente, intentando plasmar en sus obras conceptos teológicos, históricos o, incluso, mitológicos.

Por su consideración de icono revelado, con frecuencia, las representaciones de la guadalupana se mostraban al culto popular, resguardada tras unos paños de brocado — más propio de los ritos orientales — , que sólo se descorrían durante las grandes solemnidades, operación acompañada de la música de la liturgia, lo que contribuía a reforzar la piedad de los fieles.


«namban»

Como se señalaba más arriba, el culto a la Virgen de Guadalupe llegó hasta Asia, de donde tomó elementos que enriquecieron el original. Prueba de ello es la técnica de los enconchados, que se desarrolló en el Virreinato de Nueva España, entre el XVII y el XVIII, y que tiene una clara influencia del trabajo ornamental de las lacas japonesas conocidas como “namban” — un arte japonés dedicado a la exportación —. Consistía en incrustar láminas de nácar en un panel de madera, sobre el que se pintaba con delgadas capas de pigmento, laca y barnices, y permitiendo asomar el brillo de las conchas.

Antiguo Convento de los agustinos recoletos

Las dos primeras copias de la Virgen de Guadalupe llegaron a Madrid, en 1654, de la mano del Visitador General de Nueva España, Pedro de Gálvez, quien las expuso al culto popular en el Convento de los agustinos recoletos, y en el Colegio de Doña María de Aragón, de los agustinos calzados. El grabado de Pedro de Villafranca recoge uno de estos dos cuadros, que están perdidos, pero que sirvieron de modelo a la obra de Senén Vila.

Juan Bernabé Palomino

Por su parte, en 1740, el famoso grabador madrileño Juan Bernabé Palomino realizó una estampa alegórica de la guadalupana, celebrando el patronato de la Virgen en la Ciudad de México— recién proclamado, en 1737 —, y que gozó de gran popularidad a ambos lados del Océano. Dicho grabado fue solicitado por los indianos de la Real Congregación de Guadalupe en Madrid, a la que pertenecía como hermano mayor el Rey Fernando VI.

Benedicto XIV,

Fue en 1746, tras una epidemia devastadora, cuando la guadalupana fue jurada como patrona no solo de la capital mejicana, sino de toda la Nueva España, a instancias de los cabildos eclesiástico y civil de allí, a raíz de lo cual, se intensificó aún más la devoción a esa advocación. El nuevo estatuto jurídico consiguió que la causa de la Virgen encontrara todavía más valedores, fuera de las fronteras del Virreinato, hasta el punto que el Papa Benedicto XIV, en 1754, reconoció dicho patronato, confirmando la fiesta de la guadalupana, en el calendario litúrgico. A partir de entonces, las obras recogerán la iconografía propia de esa proclamación, adornadas con los antiguos atributos del imperio azteca.

Por último, numerosas obras reproducen el paisaje montañoso del cerro de Tepeyac, un espacio que, en época precolombina, ya se consideraba sagrado, por lo que, desde antiguo, y aún más a raíz de las apariciones de la Virgen, fue un lugar objeto de numerosas y devotas peregrinaciones.

 Jesús Caraballo

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