Cuando en 1580 y tras la muerte de Enrique I de Portugal se alcanzó la unidad ibérica en la corona de Felipe II, se posibilitó la relación directa entre los territorios ultramarinos, siendo que durante el reinado de Felipe II, Felipe I de Portugal, los dominios de Portugal conocieron una importante expansión, llegando a controlar casi toda la Amazonía.
La expansión se produjo al norte, al nordeste… y hacia el sur, donde toparon con los asentamientos jesuitas del río Paraná, en el centro de Río Grande do Sul y en el Mato Grosso, donde los jesuitas habían fundado misiones en las que se había desarrollado un avanzado sistema de gobierno centrado en el cabildo que llegó a alcanzar competencias militares al servicio de la Corona.
En esa expansión, en 1679, y cuando la Unión Ibérica estaba a punto de ser definitivamente destruida, al otro lado del río de la Plata, frente a Buenos Aires, el gobernador de Río de Janeiro, Manuel de Lobo, fundó la Colonia de Sacramento, en la que a la sombra de Inglaterra, acabó desarrollándose un intenso contrabando y una decidida campaña de captura de esclavos que tenía en los asentamientos guaranís su principal objetivo. Además, en España crecía el temor de que la Colonia fuera convertida por Inglaterra en una base militar.
Inglaterra estaba interesada en adentrarse en el continente, algo que España no podía permitir, por lo que manejó los hilos a través de Portugal, reino que para 1680 ya estaba en su órbita tras haber conseguido romper la unidad ibérica.
Para esta fecha los asentamientos, que estaban especialmente conformados por las doctrinas jesuitas existentes entre los ríos Ibicuy e Ijuí llegaron hasta el río Negro al sur, comenzaron a ser hostigados desde la Colonia de Sacramento, por lo que, como método de autodefensa, los guaraníes recibieron armas y formación militar facilitada por el ejército español, alcanzando capacidad defensiva autónoma, que si comprendía los métodos de combate de los tercios, se completaba con un sistema de comunicación y vigilancia efectivo.
En el curso de los enfrentamientos, unidades militares guaranís del ejército español tomaron Colonia de Sacramento e hicieron prisionero al gobernador. Pero el tratado de paz de 1681 forzó la devolución de la misma sin contrapartida para España.
Con el siglo XVIII y el cambio de dinastía en España todo había cambiado, y todo alumbraba que iba a cambiar mucho más, sometida a la dominación extranjera; francesa, sí, pero crecientemente británica en el mismo siglo XVIII, siendo que si la actuación de Portugal estaba manifiestamente dirigida por Inglaterra, también contaba con importantes baluartes dentro del gobierno de Fernando VI, cuya actuación manejó la posibilidad de enajenar Tuy a cambio de la Colonia de Sacramento.
Finalmente, no se produjo ese trueque, sino otro que resultaba más ventajoso para la actividad británica cuál fue el abandono de la jurisdicción española sobre las misiones jesuíticas guaraníes, cuyos miembros pasaron a perder su condición de súbditos libres de la corona española para pasar a ser esclavizados.
Luego, durante la Guerra de Sucesión nuevamente fue tomada Colonia de Sacramento, y nuevamente fue abandonada como consecuencia del humillante Tratado de Utrecht, punto de inflexión en el decaimiento de España, que en el ámbito geográfico guaraní tendría un rápido desarrollo que se incrementaría en 1737 cuando a costa de la provincia de San Pedro fue creada la ciudad de Río Grande do Sul.
El conflicto, que había comenzado con la separación de Portugal del reino hispánico y su entrada en la órbita de Inglaterra, a mediados del siglo XVIII había alcanzado un nivel que, nuevamente forzado por Inglaterra, en 1750 se llegó a un acuerdo que, conocido como Tratado de Madrid significó una nueva humillación para España que además comportó un genocidio en el pueblo guaraní.
El Tratado de Madrid, firmado el 13 de enero de 1750, fue firmado por las coronas de España y Portugal, sí… y también fue firmado por el embajador británico Benjamín Keene, muestra de que el mismo no era sino un enjuague más de Inglaterra a costa de España. Y España pagó 100,000 libras a la South Sea Company por los perjuicios que supuestamente sufría por la supuesta pérdida de control sobre la Colonia de Sacramento.
Y todo con la anuencia de Fernando VI, que al alimón con miembros del gobierno abiertamente anglófilos, como Ricardo Wall, acabó forzando la firma del Tratado por el cual España, a cambio de Colonia de Sacramento cedía 500.000 kilómetros de territorio en la ribera del río Marañón así como el Mato groso, y el territorio existente entre este y Brasil. Terrenos en los que tenían asiento importantes estancias ganaderas, y lo que es más grave, abandonaba a sus súbditos guaranís, a quienes condenaba a esclavitud si no aceptaban una indemnización de 28.000 pesos.
Una medida que afectaba a treinta mil personas que habían aprendido con los años que esa medida que se les imponía los privaba de los derechos que habían forjado con su esfuerzo y que se había concretado en el abandono de sus territorios originales para concentrarse en las misiones; en la lucha militar contra los bandeirantes y la victoria aplastante sobre ellos en la batalla de Mbororé, todo lo cual les había permitido crear unas poblaciones florecientes y que ahora, por un tratado inicuo e injustificado, muestra solo de la pérdida de dignidad por parte de la Monarquía, los condenaba al peor de los destinos.
Algo que no podían aceptar. Ellos eran súbditos libres, y, sin embargo, nadie les había consultado sobre el tratado. Ni el gobernador, ni el virrey, ni el Padre Provincial.
Cuando en septiembre de 1750 llegaron las noticias del tratado, ni las autoridades virreinales ni los padres misioneros daban valor a las mismas. ¿Cómo era posible que el rey de España apoyase semejantes desatinos? Nadie podía dar crédito porque semejante tratado era contrario al pacto social existente, que garantizaba la propiedad de las tierras y la posibilidad de acceder a nuevos territorios.
Los padres jesuitas no comunicaron el contenido a los guaranís, pero al llegar la comunicación oficial y su orden de ejecución tanto a los oficiales reales como a los jesuitas, no pudo ocultarse por más tiempo y el desasosiego se generalizó entre la población. No podían entender cómo, por un acuerdo de despachos, se les privaba de todos los derechos que habían venido forjando y disfrutando durante muchos años.
Pero los guaranís estaban educados en la libertad y no aceptaron la nueva situación y recurrieron al derecho que habían aprendido, el de la resistencia contra el soberano que imponía una ley injusta. Como consecuencia, se negaron a abandonar los pueblos y a someterse al dominio portugués, y además de recurrir a la resistencia armada, expresaron su sentir en un manifiesto que hicieron llegar al gobernador Andonaegui, que como amarga protesta decía:
Nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros hermanos han peleado bajo el estandarte real, muchas veces contra los portugueses, muchas veces contra los salvajes; quién puede decir cuántos de ellos cayeron en los campos de batalla, o delante los muros de las tantas veces sitiada Nueva Colonia. Nosotros mismos nuestras cicatrices podemos mostrar en prueba de nuestra fidelidad y de nuestro valor. (…) Querrá, pues, el Rey Católico galardonar estos servicios, expulsándonos de nuestras tierras, de nuestras iglesias, casas, campos y legítimas heredades. No podemos creerlo. Por las cartas reales de Felipe V, que por sus propias órdenes nos leyeron desde el púlpito, fuimos exhortados a no dejar nunca aproximarse a nuestras fronteras a los portugueses, suyos y nuestros enemigos…
No estaban dispuestos a entregar sus tierras a sus seculares enemigos, por lo que cuando fue ordenado el desplazamiento de siete Misiones (San Borja, San Antonio, San Juan Bautista, San Nicolás, San Luis, San Miguel y San Lorenzo), dio comienzo una revuelta que se convirtió en guerra, la conocida como “guerra guaranítica”, que se desarrolló entre 1753 y 1756… Guerra que libró España contra sus propios súbditos guaranís en beneficio de los esclavistas portugueses, que a su vez eran subsidiarios de Inglaterra.
El inicio de la misma puede fecharse el 26 de febrero de 1753, cuando Sepé Tiaraju, al mando de un destacamento guaraní, se dispuso a impedir la demarcación de límites, lo que provocó el enfrentamiento armado conjunto de España y Portugal contra los guaranís.
Y el final de la misma, registrado en 1756, se produjo cuando José de Andonaegui y el gobernador José Joaquín de Viana, junto con el portugués Gomes Freire, enfrentaron en Caibaté un ejército que el 11 de febrero dio la puntilla definitiva al ejército guaraní, y con él a una experiencia social que significa un ejemplo de convivencia y desarrollo humano, cuando menos digno de ser tenido en consideración.
Los guaranís, los españoles del Amazonas, fueron despojados de todos sus derechos, y ellos, que eran conscientes de los mismos, en el curso de la batalla de Caibaté manifestaron por boca de Sepe Tiarajú su principal alegato:
«¡ALTO AHÍ! ESTA TIERRA TIENE DUEÑO»
La actuación fue fiel reflejo de la actuación británica. El ejército combinado, dirigido por un espíritu liberal, llevó a cabo una terrible matanza que ascendió a 1.311 súbditos de la corona hispánica, cristianos que sucumbieron blandiendo sus pendones, crucifijos e imágenes santas.
El gobierno de Fernando VI de Borbón, no solo mutiló los reinos; no solo mandó a la esclavitud a sus súbditos, sino que además los combatió en una guerra cuyo objetivo no era otro que obligarlos a que aceptasen la pérdida de su ciudadanía hispánica para que pudiesen ser objeto de esclavitud británica.
Y con la acción se sentaban las bases para justificar la inminente expulsión de la Compañía de Jesús, a la que se acusó de haber organizado la revuelta, aunque ciertamente se mostró como elemento colaborador de la administración. Los Ministros Ricardo Wall en España y Sebastiáo de Carvalho en Portugal, encarnizados enemigos de los jesuitas, encontraron en la guerra guaranítica la excusa perfecta para expulsar a los jesuitas. En una sola actuación acabaron con la obra material de las misiones y con la misma compañía, que ya jamás volverá a ser lo que fue.
Ricardo Wall y José de Carvalho e Mello cumplieron a la perfección su cometido, y es que ambos eran las cabezas de puente de Inglaterra, y Antonio Gomes Freire de Andrade por parte de Portugal y el gobernador de Río de la Plata, José de Andonaegui, los encargados de reprimir a quienes siempre habían sido súbditos leales de la Corona.
El agente que manejaba los asuntos británicos en Brasil era Alexandre de Gusmão, que, a cambio de la Colonia de Sacramento, acabaría consiguiendo para el control subsidiario británico de Río Grande do Sul, con el Mato Grosso y el control de la ruta fluvial hasta el Amazonas.
Y siendo la expulsión de los jesuitas uno de los objetivos marcados por la guerra guaranítica, ¿por qué no fue expulsada la compañía, sino hasta el reinado de Carlos III?
Fue el nuevo gobernador de Buenos Aires, Pedro de Cevallos, quien en 1756 puso los obstáculos necesarios al poner al descubierto la conspiración llevada a término contra la Compañía por parte de la masonería. A esa circunstancia se unió en 1758 la muerte de Bárbara de Braganza, esposa de Fernando VI y especialmente significada en tan sucio asunto, y finalmente el fallecimiento en 1759 del propio Fernando VI, lo que posibilitó que el hermano masón Carlos III dictase finalmente la expulsión de la Compañía el 27 de febrero de 1767.
Cesáreo Jarabo
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Muy bueno y esclarecedor artículo. La película «La Misión» ya me abrió los ojos en su día, porque obviamente cuando yo estudie historia en el bachillerato (1950-58) de esto no salía nada.
Ahora empiezo a entender mejor lo que está ocurriendo en nuestra querida Iberoamérica, no en vano el «pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla».
Muchas gracias por su articulo y saludos. JR A