El 27 de octubre de 1807, Manuel Godoy, valido de Carlos IV, representado por su plenipotenciario, el Consejero de Estado y Guerra Eugenio Izquierdo, firma con Gérard Duroc, representante de Napoleón, el Tratado de Fontainebleau, en el que se estipula la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, para la que se permite el paso de tropas francesas por territorio español. Consecuencia de tal Tratado, motivado por la ambición del Príncipe de la Paz y el fracaso de Napoleón en su intención de invadir Inglaterra, con el ordenado bloqueo continental de productos ingleses, no aceptado por Portugal, llegará a producirse el levantamiento de todo un pueblo, el español, contra el entonces señor de Europa, Napoleón. Un personaje elevado a la cumbre de la historia francesa, cuando, en realidad, no hizo sino desgastar a Francia, de guerra en guerra, instaurando la misma dictadura y el nepotismo que habían sido descabezados con la guillotina revolucionaria.
Napoleón, con sus tropas comandadas por el general Junot, ya alcanzó en la frontera portuguesa el 20 de noviembre de 1807. Sin embargo, tenía unos planes diferentes: tomar posiciones en las más importantes ciudades españolas, en sus plazas fuertes y, por fin, derrocar a los borbones e instaurar su propia dinastía, encabezada por José Bonaparte, conocido entre los españoles como Pepe Botella. Nos adentramos con ello en el período de 1808 a 1814, durante el cual los desmanes de las tropas francesas lograron el levantamiento de un pueblo que, en su desesperación, llegó a reclamar la presencia del hijo del rey Carlos, es decir, Fernando VII que ha pasado a la historia como el Deseado.
Ocupadas las plazas, las exigencias de las tropas francesas, sus abusos, su petulancia y engreimiento fueron la causa de numerosos incidentes con la población española, la cual no se mantuvo impasible ante la conducta francesa, sino que, aparte de sucesos sangrientos, provocó una fuerte inestabilidad política. A la cual ayudó la querella surgida entre Carlos IV y su hijo Fernando, con instigación francesa, junto con el Proceso de El Escorial, el motín de Aranjuez, la caída de Godoy y la subida al poder del dicho Fernando, todo ello acontecido el 19 de marzo de 1808. A partir de tales hechos se comienzan a gestar los levantamientos populares contra el francés, que tendrán su espoleta el 2 de mayo en la capital del Reino, escenario de la tremenda y sanguinaria represión esplendidamente plasmada en las telas de un afrancesado aragonés, Francisco de Goya.
Conocidas las brutales respuestas de los mamelucos, las noticias de la abdicación en Bayona a favor de Fernando VII se expandieron por todas las poblaciones españolas, para en Móstoles declararse la guerra al francés, en contra de la opinión de la Junta de Gobierno designada por el rey Fernando. Una guerra que, iniciada desde el fervor del pueblo, puede calificarse de maldita tanto para el francés, Napoleón, como para el vencedor, el pueblo español. Los primeros éxitos de las fuerzas españolas en la primavera y el verano de 1808, con la batalla del Bruch, la resistencia de Zaragoza y Valencia y, en particular, la sonada victoria de Bailén, provocaron la evacuación de Portugal y retirada francesa al norte del Ebro, seguida en el otoño de 1808 por la entrada de la Grande Armée, encabezada por el propio Napoleón, que culminó el máximo despliegue francés hasta mediados de 1812. La retirada de efectivos con destino a la campaña de Rusia fue aprovechada por los aliados para retomar la iniciativa a partir de su victoria en los Arapiles (22 de julio de 1812) y, contrarrestando la ofensiva francesa, avanzar a lo largo de 1813 hasta los Pirineos, derrotando a los franceses en las batallas de Vitoria (21 de junio) y San Marcial (31 de agosto).
Es en esa “maldita guerra española” a la que aludió Napoleón en su exilio como la causa de todos los males de Francia y del propio Emperador tirano, en donde apareció el fenómeno guerrillero, que junto con los ataques de las fuerzas aliadas, españoles, portugueses e ingleses, al mando todos ellos del duque de Wellington, provocaron el desgaste de las tropas francesas. Sin embargo, a pesar de la victoria, la población española sufrió tanto de los desmanes de las tropas invasoras como de las aliadas, produciendose saqueos, pillajes, devastación, e incluso la hecatombe de la industria española. Es forzoso aludir al coste de la guerra para España que perdió de 200.000 a 375.000 habitantes como consecuencia de la violencia y de hambrunas como las de 1808 y 1812, que, junto con las epidemias y enfermedades, provocaron un descenso en la población de casi 800.000 personas, especialmente en Cataluña, Extremadura y Andalucía. Nos encontramos con una alteración demográfica importante, así como con la destrucción de infraestructuras, industria y agricultura, la bancarrota del Estado, con una deuda superior a los 12.000 millones de reales y la pérdida de un grueso importante del patrimonio cultural, destruido o saqueado. Una guerra de un alto coste ocasionado por las conductas de los ejércitos contendientes que se aprovisionaban sobre el terreno mediante requisas, esquilmando las cosechas agrarias, induciendo a los agricultores a no cultivar por la inseguridad, con lo cual las cosechas de 1811 y 1812 fueron malas y escasas, propiciando hambrunas. Así mismo, la industria textil desapareció en Castilla al ser incautados los rebaños para alimentar a las tropas. Igual sucedió con el trasporte de mercancías, es decir bueyes, mulos, caballos y toda clase de animales aptos para el tiro, requisados por los militares. Y para mayor escarnio, a la gran cantidad de muertos, a la destrucción de pueblos y ciudades, a la rapiña de muchos franceses y también de los ingleses, hay que añadir la deslealtad estos aliados, demostrada con el bombardeo, ordenado por Wellington, de la industria textil de Béjar que era competidora de la inglesa o en la destrucción de la Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro en Madrid cuando ya los franceses habían evacuado la ciudad.
El panorama que dejó esa guerra maldita para derrotar a un emperador dictador no solamente era desalentador en el territorio nacional, sino que también alcanzaba a la debilidad internacional de España. Mientras en el Congreso de Viena se dibujaría el mapa geopolítico de la futura Europa, las colonias de ultramar veían aproximarse las guerras de su independencia. Posiblemente pueda aceptarse que en el plano político interno el lecantamiento impulsó el florecimiento de una identidad nacional española, encaminándose hacia el liberalismo con la Constitución de Cádiz. Pero también abrió un periodo de grave enfrentamiento entre absolutistas y liberales, con las guerras Carlistas que se extendieron hasta el siglo XIX.
Si todo lo anterior comenzó con un Tratado, su final también lo enmarcó el firmado en Valençay. Tras unas semanas de diálogo, el documento quedó cerrado el 8 de diciembre de 1813 y sellado el día 11. Mediante el mismo, Napoleón declaraba finalizadas las hostilidades en España, así como la vuelta de Fernando VII al trono. El gobierno francés ratificó lo acordado sin problemas. Sin embargo, ni la regencia ni las Cortes de Cádiz de 1811, lo aprobaron. Napoleón, que sabía perdida la guerra en España, permitió de todas formas regresar a Fernando VII, lo que se hizo efectivo en marzo de 1814. Luego ya nos encontramos con el exilio de los afrancesados, la anulación de la política liberal y la abolición de la Constitución de Cádiz, el sexenio absolutista, el pronunciamiento de Riego, el trienio liberal y el final de la aventura americana. Es decir, todo un mundo de la historia de España.
Francisco Gilet.
Bibliografia
Episodios Nacionales, de Benito Pérez Galdós
Carrasco Álvarez, Antonio (2013). La guerra interminable : claves de la guerra de guerrillas en España,
Diego García, Emilio de (2008). España, el infierno de Napoleón
Fraser, Ronald (2006). La maldita Guerra de España.