
Causa cierta sorpresa la rápida expansión del cristianismo por Mesoamérica, tras las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el cerro de Tepeyac, al indio san Juan Diego. Sin embargo, el fenómeno no es tan extraño, si consideramos varios factores. En primer lugar, la semilla que ya habían ido implantando previamente los misioneros españoles, y que habían recibido con agrado los pueblos sometidos por la tiranía de los aztecas. Pero es que el pueblo azteca, aunque politeísta —tenían hasta 140 dioses—, se caracterizaba por una profunda religiosidad, lo que les hizo receptivos a la nueva fe que traían los españoles.

Los aztecas venían del norte, en un largo peregrinar que terminó, según cuenta la tradición, cuando vieron posarse a un águila, con una serpiente en su pico, sobre un nopal. El lugar, que sería la capital de un nuevo imperio, pasaría a la Historia con el nombre de Tenochtitlán. Los mexicas encontraron un lugar propicio en el valle de Méjico, en el primer tercio del siglo XIV, tras su vagar por toda Mesoamérica, de donde fueron sucesivamente expulsados. Los poemas de entonces se referían a ellos como que “nadie conocía su cara”, es decir, eran unos desconocidos y nadie los quería acoger en sus tierras.
A partir de ahí, los aztecas erigieron un imperio sometiendo a los pueblos vecinos a la esclavitud, que casi siempre venía ligada a la terrible práctica de los sacrificios humanos a sus deidades y al canibalismo, impulsado por la casta sacerdotal.
Ese expansionismo de los tenochcas o mexicas fue favorecido por su carácter belicoso, así como por su extraordinario desarrollo del arte de la guerra, contrapuesto al de sus vecinos texconanos, dedicados más bien a cultivar el Arte, la Filosofía o la Poesía.

Esas conquistas militares llevaban aparejados los importantes tributos que se les exigían a los pueblos sometidos, materias primas, comidas y bienes suntuarios como oro y plumas preciosas, entre otros, pero sobre todo, la captura de prisioneros con cuya sangre y corazones, calmaban a su pléyade de dioses. Esos sacrificios tenían un componente propiciatorio. Contentando a los sus dioses, éstos les protegían, y así, se mantenía el Universo en funcionamiento.
Posteriormente, el resto de sus cuerpos servían para alimentar al pueblo, reservando las partes más apetitosas, para el emperador, sacerdotes y jefes guerreros.
Pese a lo terrible de esa realidad, no se puede obviar un aspecto propio del pueblo azteca, y es el de su profunda religiosidad, lo que lo haría especialmente receptivo a la nueva fe traída de más allá del mar e, inmediatamente después de la llegada de los españoles, a los mensajes transmitidos por la Virgen.

De hecho, se rezaba mucho, y no se salía del hogar sin antes realizar una ofrenda en el pequeño oratorio que presidía la entrada. Además, los aztecas tenían por costumbre recoger sus ideas por escrito, en poemas o cantares en lo que predominaban por igual dramas y temas alegres. Por eso, un indígena que ya se expresaba no sólo en su lengua nativa, el náhuatl — la lingua franca de toda Mesoamérica—, sino también en español y latín, consciente de lo extraordinario que estaba sucediendo en el Cerro de Tepeyac, se decidió a recogerlo por escrito, en el icónico Nican Mopohua, que viene a significar como “Aquí se dice”.

De esta forma, las apariciones de la Virgen de Guadalupe, que venía de Extremadura, al indio San Juan Diego, y su recopilación escrita fueron la mecha que prendieron en una población muy religiosa y que ya había acogido la palabra de los misioneros. Eso explicaría la amplia difusión del cristianismo y la profunda devoción a la Virgen de Guadalupe por toda América, hasta el día de hoy. Una fe que, como se ve, no fue impuesta, al contrario, los indígenas acogieron con agrado el mensaje de consuelo que les transmitía la Virgen, seducidos además por los numerosos milagros que siguieron a las apariciones, después de haber visto transformada radicalmente su cosmovisión tras el encuentro con los españoles.

Jesús Caraballo
