El 21 de septiembre de 1558, fallecía en Yuste el emperador Carlos I de España y V de Alemania. Un monarca siempre en constante viaje, bien en defensa de la cristiandad, bien frente a sus enemigos internos y externos, bien para poner coto a los intentos de expansión del turco. Empero la vorágine que imprimió a su reinado, no solamente legó un imperio a su sucesor, Felipe II, sino también, como buen humanista, el firme compromiso de mantener su unidad.
El hombre que contempla Europa desde su cabalgadura, como refleja el cuadro de Tiziano, era Señor del Viejo y del Nuevo Mundo. Un Nuevo Mundo lejano que recorrieron, conquistaron, colonizaron y evangelizaron unos hombres y mujeres cuyas acciones permanecían fuera del alcance del Estado, de la Corona. Sin embargo, ello no empece para tener presente que, con Carlos I, siguiendo la senda abierta por sus abuelos los Reyes Católicos, se prosiguió la gran labor emprendida, apareciendo el Consejo de Indias, los juicios de Residencia, las Leyes de Indias y Reales Ordenanzas, por las cuales conquistadores y gobernantes debían regir sus conductas y competencias.
Ese régimen legal es proclamado, sin rubor, por los propios conquistadores, como Hernán Cortés en el mismo asalto a las tierras y poblados aztecas. Cuando su mando encontró respuesta y resistencia en alguno de sus subordinados, Cortés se lo recriminaba, como lo expresa en sus cartas al Emperador: “Que mirasen que eran vasallos de Vuestra Alteza y que jamás los españoles en ninguna parte hubo falta y que estábamos en disposición de ganar para Vuestra Magestad los mayores reinos y señoríos que había en el Mundo…” Añadiendo: “… y les dije otras cosas que me pareció decirles de esta calidad, que con ellas con el real favor de Vuestra Alteza cobraron mucho ánimo y los atraje a mi propósito y a hacer lo que yo deseaba, que era dar fin a mi demanda comenzada”.
Los hombres y mujeres que, con su entrega, comandaban aquella inmensa tarea, estaban convencidos de que ella engrandecía a la Corona, conocedores de la disposición de ésta en respetar su propio beneficio. Son dos Españas las que están separadas por océanos las que deben ser regidos desde la corte de Carlos I. Y con ese sentimiento, nace la Real Cédula de 1519, en la cual, Carlos I, en cierta forma, crea lo que ha venido siendo llamada “la política de los dos hemisferios”. Estamos a las puertas de asistir a la renuncia del Emperador a dividir ese Nuevo Mundo, es decir, las Islas y Tierras que, por aquel entonces, comenzaron a conocerse como “Reyno de las Indias”.
Así lo expresa Carlos I, en dicha Real Cédula; “Y porque es nuestra voluntad y lo hemos prometido y jurado que siempre permanezcan unidas para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos la enajenación de ellas. Y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas de nuestra corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o en parte ni a favor de ninguna persona. Y considerando la fidelidad de nuestros vasallos y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su descubrimiento y población, para que tengan mayor certeza y confianza de que siempre estarán y permanecerán unidas a nuestra real corona, prometemos y damos nuestra fe y palabra real por Nos y los reyes nuestros sucesores de que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo o en parte, ni sus ciudades ni poblaciones, por ninguna causa o razón o en favor de ninguna persona; y si Nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación o enajenación contra lo susodicho, sea nula, y por tal la declaramos”.
Se acaba de leer la máxima expresión del Habsburgo en la defensa de la unidad de su inmenso Reino, sin distinción alguna en sus súbditos. Un compromiso personal que implica a sus sucesores, fijándoles la obligación de mantener la unión de todos los territorios bajo un solo cetro y una sola corona.
Naturalmente, alguna voz se levantó contra tan vehemente responsabilidad. Así, pocos años más tarde de la expedición de la Real Cédula, el misionero Fray Toribio de Benavente, alias “de Motolinia”, habiendo ganado gran prestigio en la Nueva España, se dirigió al mismo Carlos I para sugerirle que se erigiese un trono en ella, como prolongación de su potestad ejercida en el Viejo Mundo. Estos eran los términos de su petición.
“Lo que esta tierra ruega a Dios es que dé mucha vida a su rey, y muchos hijos para que le dé un infante que la ennoblezca y prospere, ansí en lo espiritual como en lo temporal, es en esto la vanidad, porque una tierra tan grande y tan remota no se puede bien gobernar de tan lejos, ni una cosa tan divisa, de Castilla, ni tan apartada no puede perseverar sin padecer gran desolación e ir cada día de caída por no tener consigo a su rey y cabeza; e pues Alejandro Magno dividió e repartió su imperio con sus amigos, no es mucho que nuestro rey parta con hijos, haciendo en ello merced, a sus hijos y vasallos”.
Aquel misionero sugería algo más que la instauración de una nueva monarquía en el antiguo reino azteca; la derogación de la Real Cédula de 1519, que instituía la unidad de todo el Imperio, Reino Viejo y Reino Nuevo. Pretensión absolutamente inaceptable para Carlos I, quién, naturalmente, desatendió por completo la sugerencia del misionero “Motolinia”.
Unidad de las islas y tierras, pero también respeto y reconocimiento a los indios, a sus moradores y a los conquistadores, como se recoge en otra Real Cédula del Emperador, la de 14 de abril de 1546, relativa al repartimiento a los indios en la Nueva España.
“El Rey.
D. Antonio de Mendoza, Virrey de la Nueva España.
Sabed que los provinciales de las Ordenes de Santo Domingo y Agustinos, y Gonzalo López, Procurador de esa Nueva España, vinieron a nos, y nos hicieron relación, que aunque habían tenido por gran merced la que se les hace en la revocación de la ley, que habla sobre la sucesión de los indios, que no era aquella verdaderamente el remedio general de esa tierra, sino el repartimiento perpetuo para que quedasen todos contentos y quietos, para lo cual nos dieron muchas razones que fueron justas, por tanto os mandamos que luego entendáis en hacer la memoria de los pueblos e indios de esa Nueva España y de las calidades de ellos, y asimismo la memoria de los conquistadores que están vivos, y de las mujeres e hijos de los muertos y la de los pobladores casados y otros, y de las calidades de ellos, y hecho esto haréis el repartimiento de los indios, como os pareciere que conviene, ni más ni menos que lo haríades estando Yo presente, señalando a cada uno lo que les conviene, y está bien teniendo consideración a las calidades de sus personas y servicios que nos han hecho, dejándonos las cabeceras y puertos y otros pueblos principales, y la jurisdicción civil y criminal, y dejando asimismo otros pueblos para que podamos hacer merced a los que de aquí adelante fueren, porque si esto faltase, no habría quien fuese y sería grande inconveniente, y hecho el tal repartimiento enviárnoslo heis cerrado y sellado y vuestro parecer, de manera que lo podamos entender y con qué tributos y pensión, con toda la brevedad, para que no se pierda tiempo, porque nuestra merced y voluntad es, que sean galardonados de sus servicios y queden remunerados y contentos y satisfechos, y si por parte del Serenísimo Príncipe, nuestro muy caro y muy amado hijo, otra cosa se os mandare, cumplirla heis”.
Resulta francamente difícil entender que Carlos I, empero la lejanía, no estimase como leales súbditos a los moradores de las tierras en las cuales sus Adelantados, navegantes o descubridores, colocaban el pendón de la Corona de España. Y como a tales súbditos no solamente los consideraba, sino que, en un plano de igualdad y justicia, les concedía derechos, privilegios y tierras. Esta es una parte de nuestra historia que, lamentablemente, permaneciendo en la penumbra del desconocimiento, es despreciada e incluso vilipendiada en forma injusta.
De los sucesores del Emperador, fue primero Felipe II, en las Ordenanzas de 1573, quien ratificó expresamente la vigencia de las referidas Reales Cédulas. Más tarde, Carlos II, el último Habsburgo, en 1682, empero su desacreditado reinado, dispuso su Recopilación en la Ley I, Titulo I, Libro III, logrando con ello, no solamente el refrendo explícito del espíritu de sus predecesores, en especial Carlos I, sino también su mayor expansión y conocimiento. Conocimiento a todas luces absolutamente necesario en la actualidad.
Francisco Gilet