Con un dato histórico seguimos adentrándonos en la épica historia de las mujeres españolas que tomaron la senda de la aventura unas, del rencuentro familiar otras, hasta poder afirmar que en menos de un siglo emigraron a las Américas 13.218 mujeres, según diversos historiadores. Es decir, las llamadas pioneras en llegar a América no iban en el Mayflower en 1620. Ya la orden de la Corona española de 1515 obligó a los cargos y empleados públicos a hacerse acompañar por sus esposas. En tal situación, con el marido en ultramar, algunas utilizaban de subterfugios para embarcarse en su búsqueda. Otras lo hicieron formando parte del séquito de algún alto cargo, bien criada, bien institutriz, para, a partir de 1550, ya poder hacerlo sin necesidad de justificar compañía masculina. Sea cual fuese la causa, lo cierto es que la mujer española tomó fuerte presencia en la aventura de Indias, y no siempre en una segunda línea como simple compañera del aventurero, conquistador o descubridor.
Ellas participaron con tesón y osadía en la gran hazaña de conformar una sociedad en una tierra desconocida.
En el tercer viaje de Colón ya iban a bordo cerca de 30 mujeres, por expresa petición de los RR. CC., e incluso algún historiador menciona la posibilidad de su presencia en el segundo viaje. La contingencia de que algunas de las viajeras no figurasen en registro alguno hace difícil contabilizar el total de mujeres que cruzaron el océano. Sin embargo, la cifra arriba mencionada de 13.218 pasajeras, durante el período de 1509 a 1607, surge de la investigación de la catedrática de la Universidad de Alicante, Mar Langa Pizarro.
Sin duda alguna, resulta llamativo el silencio que adorna la presencia de la mujer española en la aventura americana. Y la razón la hallamos, una vez más, en la estrategia propagandística de ingleses y holandeses, que, silenciando la presencia femenina, pretenden que el mundo vea al español como un simple saqueador, ansioso de oro y mujeres, mientras el inglés viene a cumplir funciones de benévolo colonizador. España sin duda, conquistó, explotó las minas de oro y plata, pero también levantó catedrales, urbanizó ciudades, modernizó la agricultura, evangelizó al indígena, construyó universidades y hospitales y, por encima de todo, no tuvo obstáculo alguno en mezclar su sangre con la de las indígenas, respetando al indio, a la india, a sus lenguas y a sus tradiciones. En las tierras gobernadas por virreyes o gobernadores españoles no se creó ninguna reserva para el indio.
No es deseable esconder la historia; del Archivo de Indias brota sin cesar. Por ello es posible conocer que cuatro mujeres, viajando con Hernán Cortés, abrieron el primer convento femenino en la ciudad de México en 1540, pero, algunos años antes, en 1526, en la ciudad de Santo Domingo, el rey aprobó la construcción de una «casa de mujeres públicas», con la intención de velar “por la honestidad de la ciudad y mujeres casadas de ella y por excusar otros daños e inconvenientes”. Y es que el certificado de buena conducta era necesario para viajar a las Indias, pero, también fácilmente obtenible. Esa licencia era inalcanzable en 1549 para judíos, moros conversos, hijos y nietos de herejes, extranjeros nacidos en territorio español, esclavos blancos y negros. Sin embargo, una mujer, Francisca Brava, según un documento hallado en el Archivo de Indias, nos revela su negocio; “Quién quiera comprar una licencia para pasar a las Indias, váyase entre la puerta de San Juan y de Santiesteban, al camino que sale de Tudela, cabo de una puente de piedra, y allí pregunte por Francisca Brava, que allí se la venderá».
Pero no todas hicieron las Américas desde tierras navarras. A personajes ya nombrados anteriormente, Ana de Ayala, Isabel Barreto, Beatriz de la Cueva, cabe añadir a Francisca Ponce de León, armadora; a Maria Escobar, primera en importar y cultivar trigo en América; a Mencia Ortiz empresaria fundadora de una compañía que trasportaba mercancías a las Indias; a Mencia Calderón, que viaja con sus tres hijas y toma las riendas de la expedición al fallecer su marido, Juan de Sanabria; a María de Estrada, enfermera; a Francisca Suarez, panadera y posadera; a Ana López, costurera renombrada; a María de Toledo, nuera de Cristóbal Colón, virreina de las Indias Occidentales en 1515.
Sin poder dejar de lado a uno de los testimonios femeninos más notables en la conquista americana; el narrado en primera persona por Isabel de Guevara, una de las fundadoras de Asunción y Buenos Aires, en una carta enviada a la princesa Juana, hermana de Felipe II, el 2 de julio de 1556. En ella detalla las penalidades sufridas por los 1.500 hombres y mujeres del grupo que encabezó Pedro de Mendoza hasta el río de la Plata. “Al cabo de tres meses murieron mil, esta hambre fue tamaña que ni la de Jerusalén se le puede igualar, ni con otra ninguna se puede comparar. Vinieron los hombres en tanta flaqueza, que todos los trabajos cargaban de las pobres mujeres, así lavarles las ropas, como curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas cuando algunas veces los indios les vienen a dar guerra (…), dar arma por el campo a voces, sargenteando y poniendo en orden los soldados (…). Si no fuera por ellas, todos fueran acabados; y si no fuera por la honra de los hombres, muchas más cosas escribiera con verdad y los diera a ellos por testigos”Junto a Isabel de Guevara, o Beatriz Barreto, destacarían multitud de mujeres, nobles algunas, plebeyas otras, casadas o solteras, instruidas o meretrices, que acudieron a las Indias con el deseo de «hacer valer» la presencia de la mujer en esa aventura. Todas aportaron sus talentos, unas más y otras en menor medida e incluso alguna en exceso. En este último apartado hallamos a Catalina de Erauso, la monja alférez. Como novicia zarpó para América, en donde, vestida como soldado, participando en múltiples enfrentamientos, se ganó el respeto y la admiración de sus compañeros y mandos. Llegó a Chile durante el segundo gobierno de Alonso de Ribera (1612 – 1617). Su ejército arrasó las tierras y los bienes de los mapuches, mostrando su lado belicoso como conquistadora al masacrar muchos indígenas. En tales tierras permaneció tres años ahí hasta que, debido a una disputa, fue desterrada a Paicabí, tierra de indios. Allí luchó al servicio de la corona en la Guerra de Arauco contra los mapuches en el actual Chile, ganando fama de ser valiente y hábil con las armas, sin revelar que era una mujer. Catalina vivió un sinfín de aventuras, enfrentamientos, sangrientos encuentros, que dejó plasmados, según algunos historiadores, en una autobiografía que fue editada incluso en Francia. La alférez monja, murió en, de muerte natural, en Orizaba en el estado de Veracruz, donde se estableció como arriera, por allá 1650.
El relato podría continuar, con ricas, pobres, religiosas, aventureras, prostitutas, maestras, que se adentraron con todo su espíritu al gran sueño de cruzar el océano y alcanzar la meta y el objetivo que les guiaba. Para conocer la esencia de todas ellas, nos es dado acudir a las palabras de Carolina Aguado, comisaria de la exposición del Museo Naval de Madrid; “Eran mujeres de armas tomar. Abandonan un país en el siglo XVI y una sociedad donde la mujer era un cero a la izquierda y se meten en un barco cuando esos viajes eran terroríficos, con riesgo de pirateo y naufragio para llegar a una sociedad que no conocían”. Pudiendo añadir a tales palabras, el epitafio, «Y triunfaron».
Sin duda alguna, la mujer española de aquel siglo puede representar un verdadero ejemplo de audaz y verdadero feminismo, completamente alejado de la actual demagogia que adorna al que, actualmente, nos presenta nuestra sociedad, anclada en la holganza y el ocio.
Francisco Gilet
Bibliografía
Carmen Pumar Martínez en su libro Mujeres en Indias: mujeres soldado, adelantadas y gobernadoras,