
España, desde su misma constitución como Estado, en tiempos de los Reyes Católicos, ha gozado de reyes que pueden calificarse con todos los posibles adjetivos, positivos o negativos. Seguramente, acudirán al recuerdo nombres como Isabel I, Felipe II, Felipe V o Fernando VII. Este último puede que se lleve la palma en cuanto a ver adornado su nombre con los peores adjetivos peyorativos y, posiblemente, con razón. Sin embargo, sorprendentemente, gracias a su empeño y el de su esposa, Isabel de Braganza, podemos gozar hoy de la espléndida pinacoteca del Museo del Prado, proyecto de Carlos III y Carlos IV, derruido por las fuerzas napoleónicas, naturalmente. Aunque ello no nos hace olvidar el “Regalo español” o “Spanish Gift”, es decir, las pinturas, tapices y joyas del saqueo de José Bonaparte, después de su derrota en Vitoria, que desde 1813 se puede contemplar en Londres por tal dádiva fernandina, en la mansión Apsley House, residencia actual de los descendientes del receptor, el mal hallado Duque de Wellington.
En alguna medida, tal dicotomía se da con la figura de Carlos II.
Al adentrarse en el personaje, de inmediato topamos con una autopsia completamente demoledora; el cadáver de Carlos «no tenía ni una sola gota de sangre, el corazón apareció del tamaño de un grano de pimienta, los pulmones corroídos, los intestinos putrefactos y gangrenados, tenía un solo testículo negro como el carbón y la cabeza llena de agua».

Y a ello para mayor inri, podemos añadir la descripción de un ignoto nuncio papal; El rey es más bien bajo que alto, no mal formado, feo de rostro; tiene el cuello largo, la cara larga y como encorvada hacia arriba; el labio inferior típico de los Austria; ojos no muy grandes, de color azul turquesa y cutis fino y delicado. El cabello es rubio y largo, y lo lleva peinado para atrás, de modo que las orejas quedan al descubierto. No puede enderezar su cuerpo sino cuando camina, a menos de arrimarse a una pared, una mesa u otra cosa. Su cuerpo es tan débil como su mente. De vez en cuando da señales de inteligencia, de memoria y de cierta vivacidad, pero no ahora; por lo común tiene un aspecto lento e indiferente, torpe e indolente, pareciendo estupefacto. Se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia.
A lo anterior, cabría añadir la genealogía del monarca, por demás llamativa: Carlos era hijo del insaciable Felipe IV y de su segunda esposa, su sobrina, la archiduquesa Mariana de Austria, hija del emperador Fernando III y de María Ana de Austria (hermana de Felipe IV). Además, sus abuelos paternos eran primos segundos y sus abuelos maternos, primos terceros. Es decir, resulta difícil concluir que el príncipe Carlos gozaba de una precisa pureza de sangre, dada la endogamia que, evidentemente, no se había iniciado con sus padres.

La sorpresa surge, de pronto, cuando nos topamos con la opinión de una personalidad como Elvira Roca Barea;
El estudio de la época de Carlos II es que este Habsburgo no fue un mal rey. Era feo y tenía mala salud, pero no era idiota ni vago, sino, en realidad, muy consciente de sus obligaciones. Solo muy recientemente se ha puesto en duda la puesta en escena tradicional que los franceses promocionaron de una España depauperada, atrasada y putrefacta durante el reinado de Carlos II. Son muchos los éxitos que dejó al morir este monarca desconocido como ningún otro. Y han sido necesarios (¡tres siglos!) para que empiece a verse su persona y su gobierno bajo otra luz. Sabedor de que su debilidad física le vetaba grandes esfuerzos, Carlos II se ocupó de que las tareas de gobierno fueran a parar a hombres con capacidad. Así, por ejemplo, nos encontramos con que en pocos años se pasa de tener un problema serio de inflación y déficit a tener superávit y los precios controlados. Los ministros de Carlos II consiguieron una deflación espectacular. Lo que se hizo fue actuar eficazmente sobre la economía, pero no escribir papeles y más papeles sobre lo que había que hacer, llenos de buenas palabras y buenas intenciones, pero inútiles en la vida real. De esto veremos mucho en la época afrancesada. Cuando Felipe V llegó a Madrid, se encontró con un superávit en la Hacienda Real, y esto, al venir como venía del endeudamiento perpetuo de la corte luisina, lo dejó pasmado.

Y de seguir profundizando en el relato, nos hallamos con que, el rey Carlos II de Austria, dejó a su sucesor, el Borbón Felipe V, una hacienda completamente saneada, un tesoro real en absoluto paupérrimo sino próspero, y un imperio del cual solamente se desgajó, por el Tratado de Rijswijk, la parte que hoy conocemos como Haití, convertida por su receptor Luis XIV en el mayor centro comercial de esclavos de la América inglesa y francesa, a semejanza de Salvador de Bahía para los portugueses. A cambio, España recuperó los condados de Cataluña ocupados por las fuerzas francesas, que, con el tiempo, se levantarían contra el Borbón Felipe, tomando partido por Carlos de Habsburgo, en la conocida como guerra de sucesión española.

La razón de todo lo anterior la hallamos en la capacidad de elección de sus validos por parte del rey Carlos. Sea por la causa que sea, incapacidad propia reconocida, sea por instigación de esposa o familiares, lo cierto es que Carlos II adoptó el sabio criterio de colocar en las puestos y cargos relevantes a personajes, no tanto importantes como predispuestos por su preparación. Dejando de lado a su hermanastro Juan José de Austria, hijo extramatrimonial de Felipe IV y la Calderona, fue Fernando de Valenzuela, valido de la reina regente María de Austria, por la minoría de edad de su hijo. Dicho Valenzuela fue quien se inició en el empeño de sanear las haciendas públicas. Sus medidas fueron continuadas por el nuevo valido, Juan Francisco de la Cerda, duque de Medinaceli, quién, entre discusión y pelea con la reina y personajes de la nobleza, logró una de las mayores deflaciones de la historia, como primer inicio de la recuperación económica.

Al duque de Medinaceli le sucedió Manuel Joaquín Álvarez de Toledo-Portugal y Pimentel, conde de Oropesa (1685-1689) . La decisión del conde, igualmente entre disputas y zancadillas, provocó la colocación de personas capaces en cargos importantes para el logro de los objetivos, que no eran otros que conocer el montante real del gastos, para lo cual se elaboró un presupuesto, circunstancia hasta entonces desconocida en su alcance, así como reducir los impuestos para la población, junto con aspectos de suma importancia; perdonar las deudas de los municipios, reformar el catastro y acabar con los excesos producidos por los gastos ostentosos a los cuales siempre ha venido siendo tan proclive la monarquía y aristocracia. La creación de la Superintendencia General de la Real Hacienda, fue trascendental para la consecución y seguimiento de los objetivos.

Es Luis A. Ribot García, uniendo su opinión a la mencionada Elvira Roca, quien califica el reinado de Carlos II como “un remanso de paz”, durante el cual, no solamente se vio aplacada la presión a los súbditos por los impuestos, sino que se alcanzó el superávit en las cuentas, ante la reducción drástica de gastos superfluos y burocracia asfixiante, que es tanto como decir que se dejaron atrás las quiebras, déficits, bancarrotas y empréstitos leoninos de su padre, de su abuelo y hasta de su bisabuelo, es decir, Felipe II, por olvidarnos de su antecesor tocayo Carlos I.

Sin embargo, un acontecimiento vino a trastocar todo el entramado del conde de Oropesa. En 1689 falleció la reina María Luisa de Orleans, sin haber concebido heredero al trono de Carlos, con lo cual el conde perdió a su mejor valedora. En 1689 el rey contrajo segundo matrimonio con Mariana de Neoburgo de la poderosa familia Wittelsbach, elegida por la supuesta fertilidad de su linaje, duodécima hija de una madre que tuvo 23 hijos. El Cardenal Portocarrero y algunos nobles, con la ayuda de la nueva reina, nada partidaria del conde de Oropesa, lograron que en 1691 renunciara a su cargo, empero haber sido nombrado Grande de España por el rey Carlos el año anterior.
Parece ser que el rey Carlos apreciaba sinceramente a su valido, tanto es así que en 1698 es nuevamente llamado a la Corte para ocupar la presidencia del Consejo de Castilla, así como el de valido del rey. Es decir, recuperó todo el poder.

Nos hallamos en 1699, cuando el valido, confirmada la falta de descendencia del rey, le elevó su propuesta; señalar a José Fernando de Baviera, bisnieto de Felipe IV y sobrino del rey Carlos, como su candidato. Empero, en febrero de dicho año José Fernando falleció de viruela con seis años, siendo reemplazado por Carlos de Austria, lo cual representaba la continuidad de la dinastía de la Casa de Habsburgo. La reina también apoyaba la propuesta, no así el cardenal Portocarrero, partidario del nieto de Luis XIV, es decir, de la llegada de los Borbones a la corona del imperio español. Un extraño acontecimiento, la rebelión de los gatos, por la falta y encarecimiento del pan, junto con el empuje del cardenal, motivó la nueva destitución de Manuel Joaquín Álvarez de Toledo-Portugal en 1699, sustituido por el referido Cardenal Portocarrero.
En febrero de 1700, el rey Carlos le remitió al conde de Oropesa una carta en la cual expresaba:
He querido decirte aquí la seguridad con que puedes estar de mi satisfacción a tus grandes méritos y de que en cuanto se ofrezca a tu persona y casa se experimentarfwá lo que siempre te he querido y lo que te estimo.

Carlos II, el rey que supo elegir a sus ministros, siempre débil y de mala salud, falleció el 1 de noviembre de 1700, a los 38 años, en el Real Alcázar de Madrid, siendo sepultado en la Cripta Real de El Escorial. Había testado el 3 de octubre de 1700, designando como sucesor a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia y de su hermana, la infanta María Teresa de Austria (1638–1683), la mayor de las hijas de Felipe IV. El testamento también incluía una cláusula de sustitución: si Felipe renunciaba o moría sin descendencia, el trono pasaría a su hermano, el duque de Berry
El Cardenal Portocarrero resultó, pues vencedor, y la reina Mariana de Neoburgo, partidaria de Carlos de Habsburgo, perdedora. La continuación no fue sino la guerra de sucesión con la victoria trabajada de Felipe V, el primer rey Borbón del reino de las Españas.

Francisco Gilet Girart
Martínez Hoyos, Francisco,«¿Fue Carlos II el mejor rey de España?». La Vanguardia.
Armán, Manuel (2004). «Carlos II de España, el último Habsburgo del Imperio Español»
Roca Barea, María Elvira (2019). Fracasología: España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días.
Ribot García, Luis Antonio (2006). El arte de gobernar. Estudios sobre la España de los Austrias.