CATALINA REINA DE INGLATERRA (I)

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La católica reina Isabel tuvo al menos siete hijos con su marido Fernando, pero no puede decirse que la vida de los supervivientes fuese plena de felicidad. Isabel, la mayor, quedó viuda del Infante Alfonso de Portugal, en 1495, casada de nuevo con Manuel el Afortunado, fue reina tres años, para morir del parto de su hijo Miguel. Juan, príncipe de Asturias, nacido posteriormente a un aborto, murió de tuberculosis a los pocos meses de haber contraído matrimonio con Margarita de Austria, futura tía de Carlos. Juana I de Castilla, de depresión en depresión por el fallecimiento de su mujeriego marido Felipe, pasó decenas de años encerrada en Tordesillas, aunque manteniendo intocable su cordura regia. María, quizás la más afortunada, se casó con el viudo de su hermana Isabel, para llegar a ser madre de la emperatriz Isabel, la maravillosa esposa de Carlos I. Y antes de referirnos a nuestro personaje, todavía existió un bebé mortinato, mellizo o gemelo de María, en 1482.

Llegamos al nacimiento de Catalina, el 16 de diciembre de 1485, la cual a los tres años ya fue prometida al heredero de la corona inglesa, Arturo, hijo de Enrique VII Tudor, verdadero vencedor en la guerra de las dos rosas, y padre de Enrique VIII. Un matrimonio celebrado en 1501, que perduró exclusivamente cinco meses por fallecimiento de Arturo. Y a partir de tal acontecimiento luctuoso comenzó el devenir desgraciado de Catalina. Alejada de su padre, con una corte escasa, maltratada económicamente por un tacaño Enrique VII, entendió que sus males podían finalizar con el matrimonio con su excuñado, el heredero Enrique. Así, en 1509 contrajo matrimonio y comenzó un período de cierta bonanza en su vida. Reina de Inglaterra desde su enlace fue capaz de granjearse el aprecio y la estima del pueblo inglés que la veía como la reina más amada por los isleños que ninguna otra reina que haya reinado nunca. Y tal cariño no la abandonó durante toda su vida, exhalando una realeza que le provenía, sin duda alguna, de su madre, la reina católica que, junto a su marido Fernando, imprimieron en todos sus hijos el gran don de sentirse llamados a ser infantes de España con toda intensidad.

,Posiblemente, Enrique VIII, amaba a su esposa, mas su pasión desenfrenada, su hedonismo y soberbia, apartaron esa estimación, ante la presencia de Ana Bolena, la cual, habiendo aprendido de la experiencia de su hermana María, amante abandonada del rey, supo jugar sus cartas con astucia. Aunque, al final, perdió sus bazas entre intrigas, maquinaciones y calumnias que le justificaron al rey su sentencia por traición. Mientras, Catalina fue acusado de haber inducido al rey a incumplir con el mandato del Levítico, al haber matrimoniado con la viuda del matrimonio consumado de su hermano. Circunstancia siempre negada por Catalina, afirmando que nunca se había producido su pérdida de la virginidad. Lo que Enrique consideraba una maldición divina era la causa de la no procreación de varón que pudiese asumir como heredero la corona Tudor.

Los esfuerzos de Enrique por anular su matrimonio, incluso con la ayuda de los tejemanejes del cardenal Wosley y los envites sensuales de Ana,  no alcanzaron su objetivo; Catalina se mantuvo firme negándose a aceptar la nulidad, así como el haber consumado su matrimonio con Arturo. Todo ello condujo a la ruptura con la Iglesia de Roma, absolutamente negada a cumplir con las apetencias del rey inglés. Este, en 1533, asumida la alta jerarquía eclesial inglesa, declarado nulo su matrimonio con Catalina, lo contrajo con Ana Bolena, con el juicio del clero leal y sin referencia alguna al Papa. Por el camino quedaron el obispo Fisher y santo Tomás Moro, fieles a Roma y al Papa.

Catalina jamás reconoció ese matrimonio ni haber dejado de ser la reina de Inglaterra, empero el título que le dio Enrique, princesa viuda, desterrándola al castillo de Kimbolton, donde falleció el 7 de enero de 1536. Hasta el último día de su vida, se consideró esposa legitima de Enrique, así como reina de Inglaterra. Atrás quedó Wolsey y su convocatoria de la corte eclesiástica a la que asistieron Catalina y Enrique, y en la cual presidía un representante del Papa. Fue en ella, cuando, el 21 de junio de 1529, Catalina pronunció su célebre discurso. Se levantó, y, lentamente, con los ojos de todos fijos en ella, rodeó la apretada fila de obispos, subió al otro lado de la tribuna y se arrodilló a los pies de su marido:

Señor, os suplico por todo el amor que ha habido entre nosotros, que me hagáis justicia y derecho, que tengáis de mí alguna piedad y compasión, porque soy una pobre mujer, una extranjera, nacida fuera de vuestros dominios. No tengo aquí ningún amigo seguro y mucho menos un consejo imparcial. A vos acudo como cabeza de la Justicia en este Reino.

Pongo a Dios y a todo el mundo por testigos de que he sido para vos una mujer verdadera, humilde y obediente, siempre conforme con vuestra voluntad y vuestro gusto… siempre satisfecha y contenta con todas las cosas que os complacían o divertían, ya fueran muchas o pocas… he amado a todos los que vos habéis amado solamente por vos, tuviera o no motivo y fueran o no mis amigos o mis enemigos. Estos veinte años o más he sido vuestra verdadera mujer y habéis tenido de mí varios hijos, si bien Dios ha querido llamarles de este mundo. Y cuando me tuvisteis por primera vez, pongo a Dios por testigo que yo era una verdadera doncella no tocada por varón. Invoco a vuestra conciencia si esto es verdad o no […] Me asombra oír qué nuevas invenciones se inventan contra mí, que nunca procuré más que la honorabilidad, y me obliga a oponerme al orden y al juicio de este nuevo tribunal, en el que tanto daño me hacéis.

Y os suplico humildemente que en nombre de la caridad y por amor a Dios, que es el supremo juez, me evitéis la comparecencia ante este tribunal en tanto mis amigos de España no me hayan aconsejado cuál es el camino que me corresponde seguir. Pero si no queréis otorgarme tan menguado favor, cúmplase vuestra voluntad, que yo a Dios encomiendo mi causa.

Sin duda alguna, tales palabras salen de un corazón forjado por una madre extraordinaria como fue la reina Isabel, que supo imbuir en todos sus hijos el sano orgullo de ser Infantes de España, llamados a altos compromisos con la historia. La mujer a la cual Enrique solamente consideraba “princesa viuda de Gales” en reconocimiento de su estatus como la viuda de su hermano, sobre cuya apariencia reflexionarán Tomás Moro y Lord Herbert manifestando que: «Había pocas mujeres que podían competir con la reina cuando estaba en la flor de la vida». En su enclaustramiento en el castillo Kimbolton, vivió austeramente, en una habitación, de la cual solamente salía para ir a misa. Enrique le ofreció una mejora en su estancia si reconocía a Ana Bolena como reina, a lo cual se negó tanto ella como su hija María.

Francisco Gilet

Bibliografía

Fraser, Antonia (1992). The Wives of Henry VIII. Vintage.

Starkey, David (2003). Six Wives: The Queens of Henry VIII

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