Con las primeras luces del alba despuntando en el horizonte, Cristóbal de Mondragón está tentado de arrojar la carta que ha recibido a la chimenea, furioso. El octogenario se siente humillado y, quizás por primera vez en su larga vida, vencido por la certeza que le da saber que, después de setenta años luchando por Dios, por España y por el rey, hay dos enemigos a los que nunca podrá vencer: la muerte y la envidia.
Incapaz de asumir lo que acaba de leer, el viejo soldado vuelve a desenrollar el documento oficial por el que le niegan la solicitud del título de castellanía para su hijo, privilegio que reclamó al segundo Felipe, no como gracia sino como derecho, en justa compensación a una brillante hoja de servicios: Italia, Túnez, la jornada de Provenza, Mülbergh, Goes…la lista es larga y exitosa, demasiado como para no levantar recelos en la corte.
La causa de la negativa es difamatoria, degradante y, además, falsa. Sospecha de antepasados de sangre judía, eso es lo que se esgrime para negarle una reclamación legítima ganada día a día en el campo de batalla durante las siete décadas en las que en nombre de la corona ha derramado algo de sangre propia y mucha de la ajena.
––Por vida de ––escupe furioso contra el adversario invisible de la envidia–– que ni en mis últimos momentos aún hay hombres suficientes en esta corte para alguien que ha reñido 100 veces y matado a 500.
Resentido y lleno de amargura por tanta ingratitud, Cristóbal de Mondragón lanza finalmente el papel al fuego mientras toma una decisión en firme: abandonar España y regresar a Amberes.
Flandes, siempre Flandes. Embriagado por el recuerdo de tantas batallas en aquella tierra olvidada por Dios y por el Sol, el soldado del Tercio se acerca a la ventana y pierde la mirada en el nuevo amanecer al tiempo que en su cabeza resuena la frase que mejor describe lo que ha sido su vida.
––España mi natura, Italia mi ventura y Flandes mi sepultura.
Como buen vasco, Cristóbal de Mondragón y Otálora de Mercado nació donde quiso; en este caso, en Medina del Campo en el año 1514. Soldado, alférez, capitán, maestre de campo, gobernador y azote de herejes, fue uno de los grandes héroes de loa Tercios, aquella formación militar tan perfectamente descrita por Iñigo de Balboa, el mochilero del capitán Alatriste:
Voluntarios todos en busca de fortuna o de gloria, gente de honra y también a menudo escoria de las Españas, chusma propensa al motín, que sólo mostraba una disciplina de hierro, impecable, cuando estaba bajo el fuego enemigo. Impávidos y terribles hasta en la derrota, los tercios españoles, seminario de los mejores soldados que durante dos siglos había dado Europa, encarnaron la más eficaz máquina militar que nadie mandó nunca sobre un campo de batalla.
Allá por 1532, recién cumplidos los 18 años, Mondragón eligió la vida militar, dejando impronta de su valor en los campos de batalla de Italia, Túnez, durante la jornada de Provenza y especialmente en Flandes. Una hoja de servicios de hasta 70 años batallando porque en el Imperio no llegara a ponerse el sol.
MÜHLBERG. UNA BATALLA, UN CUADRO, UN HÉROE
De entre las muchas hazañas de Mondragón, la más recordada aconteció el 24 de abril de 1547, en la batalla de Mühlberg, contra los rebeldes de la Liga de Esmascalda:
Rojo de ira, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba, reniega del papo de Adán y del broquel de Eva sin pudor alguno cuando ve cómo las últimas barcas protestantes alcanzan el otro lado del río Elba.
Alzando la vista a la franja de agua que le separa de la victoria, el duque hace un rápido balance de la situación. Tras varios enfrentamientos saldados a favor del ejército comandado por el mismísimo Carlos ––un ataque de ictericia y otro de gota no ha impedido que emperador se ponga al frente de sus soldados––, los herejes se han visto obligados a huir a la otra orilla, desde donde comienzan a disparar sin tregua mientras Juan Federico de Sajonia avanza por aquel lado hacia Mühlberg, Prevenido de los movimientos del enemigo, Carlos V le ha ordenado que localice una zona adecuada para cruzar el río, pero el tiempo apremia: el enemigo se está reorganizando y hace un frío que hace que se congelen hasta los pensamientos, aunque lo que realmente molesta es la lluvia de plomo que cae sobre su cabeza y la de los soldados de los Tercios que, incómodos en esos de ser ellos los que reciben y no los que dan, se remueven intranquilos entre los parapetos de tierra, como si defenderse y no atacar leas doliera más en el orgullo, algo que tampoco le extraña al de Alba. Al fin y al cabo, piensa, son españoles.
––¿Pero adónde va ese?
Saliendo de su ensimismamiento, el duque alza la vista hacia el río y, siguiendo la línea imaginaria que dibuja el dedo del soldado que ha hablado, ve algo que le enternece y abruma al mismo tiempo. Por lo visto, la misma desazón que ha tenido don Fernando ha hecho que, indiferente a las balas, un soldado––es Cristóbal de Mondragón, le apunta otro soldado, del Tercio Viejo–– abandone la trinchera y, entre desgarradores gritos en los que pone en duda la honorabilidad de todas y cada una de las madres de los herejes que tratan de alcanzarlo como si fuera un pato de feria, convenientemente salpicados de escatológicos recuerdos a sus difuntos, corre con la espada entre los dientes en dirección al río, donde se sumerge en el agua helada y echa a nadar bajo un torrente de arcabuzazos que, gracias a Dios o el diablo que parece haberlo poseído, le pasan de refilón sin acertar en carne. Cuando por fin llega a la orilla, ya sin más opción que matar o morir, el español corre hacia el enemigo echando espumarajos por la boca y se abalanza contra los primeros que encuentra, matando a cinco de otras tantas estocadas.
No ha terminado de caer el último luterano cuando al otro lado emerge de entre la bruma las sombras de un capitán y nueve soldados de la misma compañía que el tal Mondragón dirigiéndose a la carrera hasta el río para apoyar a su compañero, aunque de seguro también picados en el orgullo. Y encima con Carlos mirando.
––¡España, cierra!
El duque no ha terminado de parpadear cuando los diez están en la otra orilla, empapados de barro y aullando como lobos en busca de su presa, dispuestos a matar mucho y bien.
Bastan once hombres para lograr que flamencos y alemanes emprendan la huida, dejando el camino expedito para preparar una cabeza de puente por donde el emperador pueda cruzar hacia una victoria que recordarán los libros de historia.
Por primera vez en todo el día, el duque de Alba sonríe, satisfecho. Es entonces cuando piensa que si alguien pintara alguna vez un cuadro sobre esta batalla––Tiziano es su pintor preferido––, bien podría ser la egregia figura de Carlos V victorioso, subido a un caballo encabritado, mientras detrás, ligeramente difuminado, se vería a aquel soldado, el mejor del mejor tercio de la infantería española, batallando él solo contra el enemigo, en una demostración de arrojo y locura con la que acaba de cambiar el curso de la batalla.
LA GUERRA DE LOS OCHENTA AÑOS
Doce años después de Mülbergh, en abril de 1559, Cristóbal de Mondragón fue nombrado gobernador de Damvillers y coronel de valones de los Tercios de España. Un cargo envenenado, ya que por aquellos entonces Flandes estaba a punto de convertirse en un polvorín que terminaría por explotar en 1568, con la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648).
Tras contener un primer brote de rebelión en la zona, Mondragón se integró en el ejército del duque de Alba, interviniendo en las campañas de Frisia contra las tropas de Luis de Nassau, en la de Brabante, lideradas por Guillermo de Orange, el Taciturno y repeliendo posteriormente a los piratas del mar de Peterson Worsters en los ataques a Deventer.
La vida militar de Mondragón es prolija en hechos relevantes: en 1570 escoltó a Ana de Austria hasta España para desposarse con Felipe II, regresando de nuevo a Flandes con la misión de reforzar las ciudades de Amberes, Middelburg y Goes, lugar donde Mondragón escribirá otra brillante actuación en su historial militar.
EL SOCORRO DE GOES
En agosto de 1572, Goes, ciudad situada en la provincia de Zelanda, a cuyo mando se encontraba Isidro Pacheco con 150 españoles y 25 valones, fue asediada por 7.000 hombres y una flota de 40 buques que cerraban las dos bocas del río Escalda, el Oosterschelde y el Westerschelde. Ante la imposibilidad de llevar refuerzos a la ciudad por vía marítima, el duque de Alba ordenó a Mondragón y Sancho Dávila llevar un ejército hasta Bergen op Zoom para acometer lo que parecía un socorro imposible, pero en un Tercio esa palabra no se concebía, así que, ideado por el capitán Plomaert, se planeó un ataque tan osado que nadie podía preverlo: vadear el río Escalda.
El brazo de mar que separaba la isla de Zuid-Beveland y la costa continental de Bergen op Zoom tenía una anchura de unos 15 kilómetros, una zona expuesta a las crudas mareas del Atlántico y a la corriente de un río de natural desapacible. Con la marea baja, la profundidad oscilaba entre el metro y metro y medio, llegando hasta los tres con la marea alta.
Así, en mitad de la gélida noche del 20 de octubre de 1572, 3.000 soldados, entre españoles, valones y alemanes, se metieron en el agua helada, con los frascos de pólvora a resguardo bajo los sombreros, las picas alzadas sobre el nivel de un agua que llegaba hasta el pecho y con las mechas y arcabuces sobre sus cabezas, se sumergieron durante cinco horas soportando el frío, el fango, las olas y unas corrientes que engulleron entre 6 y 9 hombres.
No había amanecido cuando por fin alcanzaron la orilla de Zuid-Beveland, a la altura de Yerseke, y de allí marcharon hacia Goes, donde sorprendieron a las tropas enemigas, quienes al que ver acercarse a tres mil hombres de armas embarrados hasta las cejas y gritando como si el alma se les hubiera congelado en el río más les parecerían tres mil diablos. El ataque, fiel reflejo de la furia española, fue demoledor, dejando un recuento de 800 herejes muertos.
Estos son españoles: ahora puedo
hablar encareciendo estos soldados,
y sin temor, pues sufren a pie quedo
con buen semblante, bien o mal pagados.
Nunca la sombra vil vieron del miedo,
y aunque soberbios son, son reportados.
Todo lo sufren en cualquier asalto;
sólo no sufren que les hablen alto.
(Pedro Calderón de la Barca)
CONTINÚA LA GUERRA
El conflicto continuaba en Flandes y las hazañas de Mondragón también. Nueve meses después de Goes, el de Medina del Campo recuperó el canal de la isla de Tholen, donde tuvo un percance con un caballo y resultó herido, una limitación que no le impidió seguir prestando su servicio al rey.
Por aquel entonces, en la isla de Walcheren los españoles solo conservaban la plaza de Middelburg, a cuyo gobierno colocó el duque de Alba a Mondragón, aunque poco le duraría el estatus, pues la ciudad sería sitiada. A pesar de la escasez de comida, los españoles resistieron con bravura, hasta que después de varios intentos fallidos de auxilio (el último por parte de Luis de Requesens y el maestre de campo Julián Romero), la villa capituló en el castillo de Ramekin el 18 de febrero de 1574.
Después de Middelburg, Mondragón participó en la batalla de Moock, el 14 de abril de 1574, a orillas del Mosa, En 1575 contuvo un levantamiento en Amberes y ese mismo año sería nombrado Gobernador de Gante.
En octubre de 1575 se encomendaría a Mondragón, junto a Sancho Dávila y Juan Ossorio de Ulloa, tomar la orilla izquierda del Escalda, para lo cual nuestro personaje se vería obligado a realizar una nueva proeza: vadear tres brazos de mar con el agua literalmente hasta el cuello.
La operación comenzaría en la isla de Tholen, donde pasarían a Philipisland, una isleta completamente anegada por la que había que andar con el agua por encima de las rodillas. Desde allí cruzaron el canal hondo que llevaba a Duveiland, donde tomarían al asalto los asentamientos rebeldes que defendían los diques. Una vez dominado el lugar, hubieron de vadear el escalda para alcanzar Schouwen, donde los tercios acabarían con la resistencia rebelde, obligándoles a refugiarse en Zierickzee, la ciudad principal de la isla de Schouwen. Comenzaría así un asedio que finalizaría en julio de 1576, en lo que sería uno de los sitios más importantes de la guerra.
Entre los acontecimientos militares que han hecho célebres las guerras de los Países Bajos, el sitio de Zierickzee es justamente considerado como uno de los más notables. GACHARD, L.P. Correspondance de Philippe.
Una vez tomada la ciudad surgió un nuevo problema. Una vez más, la paga no llegaba, pues el 1 de septiembre de 1575 Felipe II declaró la suspensión de pagos de los intereses de la deuda pública de Castilla, dejando en suspenso la financiación del Ejército de Flandes. Esta afrenta supuso un motín entre los soldados, quienes, apoyados por los soldados del Tercio de Valdés, también amotinados, se apoderaron de la villa de Aalst, donde constituyeron una organización de electos que enviaron a Bruselas una misiva a sus superiores exigiendo los sueldos atrasados. Al no obtener respuesta, se produciría el llamado Saqueo de Amberes (del 5 al 7 de noviembre de 1576).
Mientras sucedía todo esto, Mondragón permanecía en Zierickzee, una villa abandonada por los españoles y a que los valones le impidieron abandonar, dándose la curiosa paradoja de verse atrapado en la misma plaza que acababa de conquistar y por los mismos soldados que acababa de conducir a la victoria.
Tras el Edicto Perpetuo firmado por Juan de Austria el 7 de enero de 1577, Mondragón no partió para Italia como el resto del ejército de Flandes. Es muy probable que se retirara a la Lorena, de donde era su mujer, regresando de nuevo a Flandes bajo el mando de Alejandro Farnesio.
Maastricht estaba dividida en dos: a la izquierda del río Mosa encontramos las villas amuralladas, y en la ribera contraria, el burgo o arrabal, unidas ambas partes por un único puente de piedra. Esta última parte fue tomada por el coronel Cristóbal de Mondragón, al mando de tropas de naciones. Ejercito.defensa.gob.es
Tras participar en el sitio de Maastricht en 1579, ese mismo años Farnesio le envió a España para dar cuentas al Rey de la verdadera situación en los Países Bajos, y durante los siguientes dos años formó parte del consejo del duque de Parma, que se componía de diez miembros, con el conde de Mansfelt al frente.
En 1582, don Cristóbal sería nombrado maestre de campo del Tercio Viejo, que con el tiempo llevaría su nombre, el Tercio de Mondragón, dejando así de ser coronel, aunque se le siguió conociendo para la posteridad como coronel Mondragón.
A pesar de su avanzada edad, Mondragón aún era un valor activo de los Tercios. Participó en el sitio de Amberes del 3 de julio de 1584 a al 17 de agosto de 1585 , la mayor ciudad flamenca y principal centro económico de las Diciesiete Provincias, con la que se culminaría una de las ofensivas españolas más importantes durante la Guerra de los Ochenta Años, ya que en el plazo de dos años se cercaron un gran número de ciudades estratégicas al mismo tiempo; todas ellas con victoria para los intereses de las armas imperiales: Amberes, gante Terramunda, Dunkerque, Zutphen, Brujas, Nieuwpoort, Alost y Bruselas, tomada el 10 de marzo de 1585.
Una vez tomado Amberes, Mondragón fue nombrado castellano de la plaza y representante de la autoridad real en el orden militar.
A la muerte de Farnesio en el otoño de 1592, le sucedió en el puesto el conde Pedro Ernesto de Mansfelt, quien al verse obligado a acudir a Francia para luchar contra los hugonotes otorgó a Mondragón el título de capitán general del ejército de Brabante y de maestre de campo general de todo el ejército de Flandes, honor al que el ya octogenario don Cristóbal respondió con nuevas victorias para la corona, como la obtenida ante las tropas de Mauricio de Nassau a orillas del río Lippe.
MUERTE Y ENVIDIA, DOS ENEMIGOS INVENCIBLES
Con la muerte acechándole a finales del siglo XVI, Mondragón se sintió con el derecho legítimo de reclamar para su hijo la castellanía de Amberes y una capitanía para su nieto, una solicitud que fue denegada con la única justificación de portar sangre judía de algún antepasado.
En diciembre de 1595 Cristóbal de Mondragón se retiró definitivamente al Castillo de Amberes, donde moriría el 4 de enero de 1596 frente a la ventana para que sus soldados, que lo veneraban, le vieran dar su último aliento, después de sesenta y cuatro años de servicio en los Tercios.
Ricardo Aller Hernández
BIBLIOGRAFÍA
- Fernando Martínez Laínez. Una pica en Flandes. Edaf. 2007
- Arturo Pérez-Reverte. El Sol de Breda. Alfaguara, 1998.
- Real Academia de la Historia. Cristóbal de Mondragón.
- Ejercito.defensa.gob.es/Galerias/Descarga pdf/EjercitoTierra/tropa me nuda/Los Tercios Espanoles y Alejandro Farnesio.pdff