EUGENIA DE MONTIJO, EMPERATRIZ CONSORTE DE LOS FRANCESES

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Conocida como Eugenia de Montijo, Eugenia de Palafox Portocarrero y Kirkpatrick o María Eugenia de Guzmán y Portocarrero nació en la calle de Gracia en Granada el  5 de mayo de 1826. Era la segunda hija de Cipriano Palafox,  un aristócrata español que había luchado en el bando francés durante la guerra de la Independencia, y de Enriqueta María Manuela KirkPatrick.  Azaroso fue su nacimiento, como azarosa fue su vida; vino al mundo, en aquella fecha en la que la noble Ciudad de la Alhambra sufría un importante terremoto que presidía el momento del alumbramiento, adelantado un par de semanas debido al susto del seísmo, en una tienda de campaña habilitada para el caso en el exterior del palacio en el que residía la familia, por temor a un derrumbe fatal.

En 1835, Eugenia fue enviada a  Francia a estudiar en el Convento del Sagrado Corazón recibiendo una profunda formación católica, que la acompañaría hasta el final de su vida. En 1837 tuvo una corta y desagradable estancia en un internado en Bristol. Se dan por ciertas las circunstancias de que cuando contaba con 12 años, una vieja gitana del Albaicín granadino, se acercó a ella para leerle las líneas de su mano, y predijo que llegaría a ser reina.

Se enamoró Eugenia con toda la ilusión de sus 18 años de Jacobo, el duque de Alba, pero se sintió traicionada cuando éste eligió a su hermana Paca y, creyendo que su vida estaba rota, pensó en suicidarse y después tomar los hábitos, pero la superiora del convento la disuadió diciéndole: «Es usted tan hermosa que más bien parece haber nacido para sentarse en un trono».

Es una diabólica muchacha que, con una coquetería infantil, chilla, alborota y hace todas las travesuras de un chiquillo de seis años, siendo al mismo tiempo la más fashionable señorita de esta villa y corte y tan poco corta de genio y tan mandoncita, tan aficionada a los ejercicios gimnásticos y al incienso de los caballeros buenos mozos y, finalmente, tan adorablemente mal educada, que casi-casi se puede asegurar que su futuro esposo será mártir de esta criatura celestial, nobiliaria y sobre todo riquísima.

El escritor francés Prosper Mérimée trabó una amistad especial con la adolescente Eugenia, con quien cambiaba impresiones sobre las costumbres e historias de un pueblo español acostumbrado a debatirse por sus pasiones de forma incontrolada tanto en el amor, como en la guerra, y fruto de una de esas conversaciones, Eugenia le habló del romance protagonizado por una cigarrera, un torero español y un soldado, una historia y una pasión que Mérimée supo argumentar en su novela Carmen, la obra que le proporcionó la inmortalidad, y en la cual se basó posteriormente la famosa  ópera de Georges Bizet.

En el año 1839, residió entre Granada y Madrid, y viajó junto a su madre y hermana por Italia, Francia, Inglaterra y Alemania hasta que ya en 1850 fijan su residencia en la ciudad del Sena, donde inducidas por la ambición materna, frecuentan los salones parisinos, ambición casi convertida una en obsesión materna de casar a sus hijas con lo más granado de la Europa palaciega.

En una de las muchas reuniones sociales de la alta alcurnia francesa, el 12 de abril de 1849, en una recepción en el Palacio del Elíseo, Eugenia fue presentada a Luis Napoleón Bonaparte, que quedó hechizado ante la elegante exuberancia e inteligencia de Eugenia, cortejándola de forma vehemente, eludiendo Eugenia el asedio como buenamente pudo. El citado Napoleón por circunstancias rebuscadas en una azarosa vida, se convertiría desde diciembre de 1848 en presidente de la República Francesa. Desde Madrid, Eugenia pudo seguir las vicisitudes de su tenaz pretendiente que, una vez coronado emperador, solicitó reiteradamente que las Montijo acudiesen a sus propiedades parisinas. Allí, en una recepción en el Palacio de las Tullerías, viéndola asomada a un balcón del Palacio, junto al Salón inmediato a la Capilla, el emperador se acercó a ella y con inusitado descaro, le comentó que necesitaba verla, y le preguntó cómo podría llegar hasta ella, a lo que Eugenia, con ingeniosos y rápidos reflejos, respondió: «Por la capilla, señor, por la capilla».

El domingo 29 de enero de 1853, Eugenia se viste de satén rosa para el casamiento civil en el Palacio de las Tullerías y a la mañana siguiente 30 de enero, Eugenia de Montijo, con 26 años, se convertía en la Emperatriz de los Franceses al consagrar su matrimonio con Napoleón III, de 45 años, en el solemne Altar Mayor de la Catedral de Notre-Dame ante el Arzobispo de París.

Ya desde el primer momento y haciendo gala de su carácter perseverante, da la primera muestra en el intento de conquistar a un pueblo francés que no la quiere, y desde el mismo atrio de la catedral de Notre-Dame deja el brazo de Napoleón III, se vuelve hacia los miles de franceses que la observan ostentando en su cabeza la diadema que perteneció a sus dos predecesoras Josefina y María Luisa y se inclina haciendo una elegante reverencia de sumisión hacia su pueblo.

En un instante, los franceses allí congregados pasan de la indiferencia gentil al entusiasmo y las aclamaciones estallan por doquier. Aunque Eugenia no había nacido princesa, pronto supo ponerse a la altura de las circunstancias. Nadie echaba ya de menos a la princesa de sangre real que tanto se deseó.

Con el enlace, dio comienzo uno de los periodos más destacados e interesantes de la historia de Francia, con una copla popular convertida en lamento que desde España decía: “Eugenia de Montijo, qué pena, pena, que te vayas de España para ser Reina. Por las lises de Francia, Granada dejas, y las aguas del Darro por las del Sena. Eugenia de Montijo, qué pena, pena…”

En diciembre de 1854, sufrió un aborto, y pese a las constantes infidelidades de su esposo, volvió a quedarse embarazada al poco tiempo, volviendo nuevamente a sufrir otro aborto. Las continuas aventuras del emperador irritaban a la emperatriz, más que por celos, por el escándalo, que Eugenia no podía transigir por los principios de su educación católica y porque identificaba la lealtad con el honor.

El 16 de marzo de 1856, tras un largo y penoso parto, dio a luz un Domingo de Ramos a su único hijo, Napoleón Luis Eugenio Juan José Bonaparte, que recibió el título de Príncipe Imperial. La emperatriz cumplía así con su misión principal. Ella le había dado a su esposo un hijo y al Imperio un heredero.

Tras el nacimiento del príncipe imperial, Napoleón Eugenio Luis Bonaparte, aumentó su interés por los asuntos de Estado, en los que intervino manifestando siempre sus propios puntos de vista, a menudo opuestos a los de su marido. Favorable al partido ultramontano, que rechazaba la política imperialista del gobierno en Italia, se caracterizó por su profunda fe religiosa y por su lealtad a las directrices del Papado. Eugenia desempeñó la regencia en tres ocasiones (1859, 1865 y 1870), la primera de ellas durante la campaña de Italia de Napoleón III, que motivó una sustancial pérdida de poder por parte del Vaticano. 

Poco tiempo después del nacimiento de su hijo, en la tarde del 14 de enero, de 1858, mientras el emperador y la emperatriz iban de camino al teatro Rue Le Peletier, sufrieron un atentado perpetrado por el revolucionario italiano Felice Orsini, hijo de un antiguo oficial de Napoleón Bonaparte en la campaña de Rusia, pero los emperadores salieron ilesos y continuaron hacia el teatro sin perder la compostura. El conato de homicidio incrementó a sobremanera la popularidad de Napoleón III y de Eugenia.

La emperatriz fue parte fundamental en la construcción del Canal de Suez, y tuvo un excepcional protagonismo político y social al asistir, tras el viaje a Estambul, como el más alto representante de Francia a la inauguración del mismo, el 17 de noviembre de 1869, inauguración a la que asistieron los principales monarcas europeos, incluido el emperador Francisco José I de Austria, quien quedó impresionado por su belleza. El creador y constructor de esta genial obra de ingeniería, era su primo segundo Fernando de Lesseps, que no era ingeniero sino diplomático, pero con vocación de ingeniería. Aunque las relaciones de Eugenia y Lesseps nunca habían sido buenas, este agradeció su presencia por el honor que supuso que la emperatriz de Francia se encontrara presente en los actos de la inauguración del Canal.

En septiembre de 1870 finalizó la guerra franco-prusiana, que culminó con el desastre de la Batalla de Sedán, en la que fue capturado el ejército francés junto con el emperador. El emperador, que sería posteriormente liberado, estuvo prisionero en el castillo de Wilhelmhöhe, convertido en cárcel. Este acontecimiento provocó que el emperador fuera destronado, y el ánimo de Eugenia decreció al igual que su ilusión, viendo cómo todas aquellas personas en las que había confiado, la abandonaban a ella y a su familia hacia un precipitado exilio incierto en Inglaterra, estableciéndose en Londres y posteriormente junto a su hijo en la finca de Camden House, en Chislehurst, Kent, donde el emperador se reunió con ella tras haber sido destituido por la Asamblea.

Fue en Camden House donde se agravó la salud del emperador con una suerte de dolores en el abdomen, falleciendo finalmente el 9 de enero de 1873, sin que su hijo, que realizaba estudios en la Real Academia Militar de Woolwich, pudiera llegar a tiempo. A la muerte del emperador, Eugenia se retiró a una villa en Biarritz en la que vivió alejada de los asuntos de la política francesa.

Su amado hijo, un joven de considerable talento, caracterizado por una vida privada intachable y una gran simpatía, parecía destinado a ser un formidable pretendiente al trono francés en la eventualidad de una restauración imperial, sin embargo, decidido primero a hacer carrera en el ejército, se unió como oficial de artillería voluntario a las tropas británicas que marchaban a Sudáfrica, llevándose con él la espada de su tío abuelo durante la Guerra anglo-zulú.

En una emboscada tendida por los zulúes el 1 de junio de 1879, se cayó del caballo mientras huía junto a su destacamento y murió con 23 años, abatido tras un breve combate con sus perseguidores. La muerte de su hijo en 1879, junto a la del emperador en 1873 y a la de su hermana Paca de Alba en 1860 a causa de la tuberculosis, hicieron que la vida careciera ya de todo interés para la emperatriz. Cuando en 1880 regresó a Inglaterra luego de haber visitado los lugares del martirio de su hijo, todavía le quedaban cuarenta años por vivir. Cuarenta años que vistió de luto riguroso.

En 1920 viaja a España para ponerse en manos del médico Ignacio Barraquer para someterse a una intervención de cataratas, operación que resultó un total éxito. La alegría de Eugenia fue inmensa, aunque duraría poco tiempo. Su imaginación era un volcán, pero su cuerpo se doblaba bajo el peso de casi un siglo de existencia. Se encontraba preparando su regreso a Inglaterra, cuando al atardecer del 10 de julio de 1920, se sintió repentinamente indispuesta. La emperatriz murió de un ataque de uremia a las ocho y media de la mañana al día siguiente, 11 de julio de 1920, a los 94 años en el Palacio de Liria de Madrid.

Su cuerpo fue trasladado en tren a París, siendo el féretro recibido en la estación de Austerlitz por los príncipes Murat, el embajador de España y miembros de la nobleza francesa y española que le rindieron homenaje durante más de tres horas. Posteriormente el cuerpo fue trasladado a Le Havre y Farnborough bajo custodia del diplomático español Carlos de Goyeneche. La emperatriz fue enterrada en la Cripta de la Abadía de Saint Michael en Farnborough (Inglaterra), al lado de su esposo y de su hijo, que había fallecido en África.

La elegancia legendaria de la emperatriz influyó mucho en el mundo de la moda. El sombrero Eugenia (llamado así por la emperatriz) fue popularizado por la estrella de cine Greta Garbo y en la década de 1930 eran «histéricamente populares». Eugenia de Montijo fue la persona con más condecorada de toda Francia, con 20 condecoraciones y títulos nobiliarios.

Jaime Mascaró

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