El 8 de diciembre de 1854, el Papa Pío IX, mediante la bula Ineffabilis Deus, proclamaba oficialmente el Dogma de la Inmaculada Concepción de María, una creencia que sin embargo, estaba profundamente arraigada en España desde hacía siglos. No en vano, la Inmaculada Concepción es patrona de España ― además de en Estados Unidos y al menos una docena de países hispanoamericanos ―, “tierra de María”, según nos recordaba el añorado Papa San Juan Pablo II.
La Inmaculada Concepción es también patrona de la Infantería española, desde que en 1585 y en el curso de las guerras en Flandes de los viejos tercios, tuvo lugar el conocido como “milagro de Empel”. El Tercio de Bobadilla infligió una severa derrota a las fuerzas rebeldes holandesas, muy superiores y en condiciones extremas, gracias a la intercesión de la Virgen, tras encontrarse una tabla con su imagen en la isla de Bommel, donde los soldados españoles se encontraban asediados.
Situémonos en contexto. Carlos I, natural de Gante, había gobernado su país natural, Flandes, por mediación primero de su tía y luego de una hermana. Los flamencos veían al emperador como alguien suyo, al contrario que los castellanos, que al llegar a España al inicio de su reinado le veían como un rey extranjero. Sin embargo, las tornas se cambiaron. En 1555, el emperador legó esos territorios a su hijo Felipe II, nacido y criado en España, y por tanto visto por los flamencos como un rey extranjero.
Pero lo más grave fue la propagación de las ideas herejes de los luteranos en los Países Bajos, lo que determinó que diversos nobles se rebelaran contra su señor natural, buscando la independencia. No todo Flandes se rebeló, ya que el sur, mayoritariamente católico, se mantuvo fiel a su rey, frente al acoso de los protestantes.
En ese escenario, da inicio la conocida como Guerra de los Ochenta Años, que habría de costar muchos recursos a la Hacienda hispana y, sobre todo, mucha sangre de valientes españoles. Pese a las numerosas victorias de las armas españolas frente a los rebeldes, no terminaba de decidirse claramente la guerra en un sentido o en otro.
El panorama a finales del siglo XVI era, por tanto, incierto, y ello pese al acierto de brillantes militares, como Alejandro de Farnesio. Éste acudió, en el verano de 1.585, en auxilio de las poblaciones católicas oprimidas por los rebeldes protestantes. Puso al mando del ejército al Conde Carlos de Mansfeld, quien recibdió órdenes de dirigirse hacia el norte de Brabante -en el centro de los Países Bajos-, para sofocar las revueltas.
A esta fuerza, integrada por los tercios del coronel Cristóbal de Mondragón, el de Agustín Íñiguez y la compañía de arcabuceros a caballo del capitán Juan García de Toledo, se sumó el Tercio dirigido por el Maestre de Campo Don Francisco de Bobadilla, un militar con una extensa hoja de servicios.
Mansfeld se acuarteló con el grueso de la fuerza en la orilla meridional del Mosa – río que atraviesa los Países Bajos de este a oeste-, al tiempo que ordenaba a Bobadilla ocupar la isla de Bommel, en la encrucijada entre los ríos Mosa y el Vaal. Al frente de sus 4.000 hombres, Bobadilla tomó la isla, que carecía de valor estratégico para el enemigo, enviando varias patrullas a proteger los diques de contención, para evitar que los rebeldes intentaran romperlos anegando la isla.
Mansfeld continuó su expedición hacia Harpen, a 25 kms, dejando a Bobadilla al mando de la posición. Aunque ésta carecía de importancia para los holandeses, estaban decididos a dar una lección a los orgullosos españoles. Así, el Conde de Holac dispuso una flota de 200 embarcaciones, para asediar la isla. Tras romper dos de los diques -el resto quedó en manos españolas-, se inició un terrible bombardeo desde la flota contra las posiciones de los Tercios.
Ante lo apurado de la situación, Bobadilla ordenó a sus hombres abandonar el campamento y tomar una de las posiciones más elevadas de la isla, el monte de Empel. Desde allí, los bravos soldados españoles aguantaron estoicamente las acometidas de una fuerza muy superior, con las trincheras anegadas de agua y barro, y con un tiempo inclemente. Y todo ello, sin esperanza de poder recibir un pronto auxilio desde el exterior por fuerzas amigas.
El almirante holandés, seguro de su inminente victoria, conminó a los españoles a rendirse. La respuesta no dejaba lugar a dudas: “Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos”.
El 7 de diciembre, rezaron todos la Salve, dispuestos a entregar sus vidas por Dios y España a la mañana siguiente, en un claro acto suicida, ya faltos de recursos y esperanza en recibir cualquier ayuda. Pero para quienes ponen sus vidas en manos de la Divina Providencia, siempre hay esperanza.
Esa misma noche, un soldado, mientras cavaba una trinchera, para resguardarse del frío lacerante y del bombardeo enemigo, dio con una tabla con la imagen de la Virgen María, en tan buen estado, que tal pareciera que se acababa de pintar. Con esta imagen, se encomendaron todos a Nuestra Señora, preparándose para bien morir en la acometida que iban a emprender a la mañana siguiente.
Sin embargo, esa misma noche, un viento gélido, no visto en esas tierras en mucho tiempo, congeló las aguas, obligando a la imponente flota enemiga a retirarse, para no verse bloqueada por el hielo. Ante este milagro, infundidos de nuevo valor, los tercios se lanzaron sobre los rebeldes herejes, que huyeron en desbandada.
El almirante Holac, desalentado al tiempo que desconcertado, no pudo sino exclamar: “Tal parece que Dios fuera español, pues obra tales milagros”.
Desde entonces, la Inmaculada Concepción fue proclamada Patrona de los Tercios, y luego de su heredera, la valiente Infantería española.
Fdo. Jesús Caraballo